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VIDA DEL VENERABLE SIERVO DE DIOS

 

Fray FRANCISCO DE LA CRUZ

 

 

RELIGIOSO DE VIDA ACTIVA

DEL ORDEN DE NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN,

DE ANTIGUA Y REGULAR OBSERVANCIA:

EL PRIMER HIJO DE LA IGLESIA QUE HIZO PEREGRINACIÓN

A LOS SANTOS LUGARES DE JERUSALÉN, ROMA Y SANTIAGO DE GALICIA

CON CRUZ A CUESTAS

POR QUIEN NUESTRO SEÑOR HA OBRADO GRANDES

Y EXTRAORDINARIOS PRODIGIOS EN VIDA Y EN MUERTE,

 

escrita e impresa en el año 1688 por  el

 

LICENCIADO DON SEBASTIÁN MUÑOZ SUÁREZ

 

PRESBÍTERO, COMISARIO DEL SANTO OFICIO

 

adicionada por el

 

M. R. P. M. FR.  MARCELINO FERNÁNDEZ DE QUIRÓS

 

Doctor en Sagrada Teología por la Universidad de Salamanca y Catedrático de Filosofía en ella,

 Examinador sinodal de este Arzobispado, Prior que ha sido de su convento de Toledo

y al presente Definidor Mayor de la Provincia de Castilla de dicha Orden.

 

 

Reimpresa en 1898 a expensas de

Don E. RAFAEL CASAS Y RUEDA.

MÉDICO CIRUJANO Y ABOGADO DEL ILUSTRE COLEGIO DE MADRID

 

 

Digitalizada íntegramente y resumida en 1999 y 2000 por

D. JOSÉ MARÍA MARTÍNEZ MARTÍNEZ.

 Santa Cruz de Bezana (Cantabria)

2000

 

 

 

Edición íntegra

 

Á SAN FRANCO DE SENA

POR CUYA MANO SE OFRECE ESTE LIBRO A NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN.

 

 

     La vida del Siervo de Dios Fray Francisco de la Cruz dedico a la  Virgen Santísima del Carmen, en debido reconocimiento a los frutos de su Patrocinio. Desde mi indignidad al Trono de su grandeza, no se proporciona bien la oración; he menester quien se la presente de más cerca; y así, habiendo de valerme de padrino, es forzoso buscarle en la misma Religión del Carmen; y aunque se me ofrecen tantos Santos de quien poder valerme, no hallo en otro las prendas e intereses que en vos, San Franco mío, para el amparo de mi intento; porque las virtudes de Fray Francisco están en las vuestras ejecutoriadas, y renovadas en las suyas las vuestras; y si las semejanzas son empeño  de amor y los intereses hacen comunes los aciertos, ¿quién rendirá estos ofrecimientos a la Reina de los Ángeles tan bien como el que (yendo a la parte) ofrece los suyos en ellos? Pero porque esta proposición no tenga visos de temeraria, comparando un crédito que no pasa del concepto de los hombres al que está ya colocado en altares, forzoso es reconocer que bien pueden ser las virtudes las mismas, sin que estén unas tanto como otras calificadas; porque aunque la Iglesia en su determinación da certeza a lo que prueba, antes de ella no impide la estimación humana; y así nuestra vista, que no penetra lo infalible, se queda en lo probable; pero en llegando a ésta declaración, como la verdad tiene ya corrido el velo, mira lo cierto, no porque con ella se haga cierto, que ya lo era, sino porque con ella se asegura que lo es; con que venerándoos en vuestra esfera,  y a Fray Francisco en la suya; dejando todos sus efectos a la declaración y sin llegar a los quilates de los méritos de cada uno, es lícito hablar en los exteriores términos de semejanzas. Y en esta forma bien puedo deciros, Santo mío, que nacisteis en casa de labrador, en mes de Diciembre; que fuisteis de rudo ingenio; que no alcanzasteis más letras que leer y escribir, que vuestro natural fue robusto y atrevido, y vuestra ocupación en oficio humilde; que por el juego vinisteis a un exceso indigno de cristiano; que visitasteis las Sagradas Estaciones de Roma, el  sepulcro de Santiago y otros muchos santuarios; que un amigo os quiso impedir tan santa peregrinación, y que un niño en la Francia os fue remedio en grandes tribulaciones; pues si todo ello es verdad en vos y también en Fray Francisco, a quien sucedió lo mismo, ¿quién podrá decir que no sois admirablemente semejantes?

     Y si a Fray Francisco el demonio en forma humana se le apareció y persuadió a que dejase la dificultosa peregrinación; si en ella tuvo ardentísimos deseos de morir por Cristo, si gozó de la aparición de la Virgen Santísima; si predicó penitencia; si favoreció siempre a los pobres encarcelados; si entró por ilustración divina en la Religión del Carmen y en ella tuvo el grado de vida activa; si para conseguir tal dicha padeció fuertes contradicciones; si le faltó caudal con que hacer los hábitos y los halló hechos por rara maravilla, pues todo esto os sucedió a vos, claro está que sois muy parecidos.

      Pero si alguno quisiere tirar tanto la cuerda (aunque la rompa) que atribuya lo referido a humana contingencia y no a misterio, advierta que en las obras de la divina gracia no hay acaso: todo es providencia, y con ésta fueron entrambos pregoneros de la Exaltación de la Fe; con ésta redujeron sus cuerpos a servidumbre, ciñéndolos de cadenas de hierro para sujetarlos a la razón; haciendo tantas y tan extraordinarias penitencias, con tan nuevos modos de instrumentos, que sin intervenir milagro no las pudiera (en nuestro modo de entender) resistir la naturaleza; con ésta fueron acrisolados, venciendo horribles tentaciones del demonio; con ésta lograron las virtudes de obediencia, pobreza y humildad, y todas las demás religiosas; con ésta merecieron que sus espíritus fuesen levantados a ilustraciones divinas y celestiales arrobos; con ésta consiguieron que el Señor obrase por ellos raros prodigios en vida y en muerte; con lo que vuestra vida y la suya, Santo mío, tuvieron tan admirable uniformidad, que bien se me puede permitir que os diga que vuestras virtudes en la fertilidad del Carmelo dieron la flor y luego la simiente,  para que de ella, en la misma tierra, naciese la generosa planta de Fray Francisco, tan uno con vos mismo, que hasta tener escritor de fuera de la Religión lo ha parecido; prerrogativa digna de heroicas obras, para que no parezcan exageradas por los propios, referidas por los extraños. Por cuyas razones os ruego presentéis este libro de su vida a vuestra Madre y suya, la Virgen del Carmen, a quien le dedico, y la pidáis que, para que las semejanzas sean cumplidas, alcance de su Hijo que, a semejantes virtudes, alcance semejante culto, y supla a este su indigno Capellán el que presente este libro por mano ajena, pues lo hace de respeto.

 

Vuestro devoto,

 

Lic. D. Sebastián Muñoz Suárez.

 

 

 

 

 

 

APROBACIÓN

 

de los Muy RR.PP.MM. Fray Eugenio Ossorio Barba, Teólogo del Ilmo. Sr. Nuncio de Su Santidad y Examinador de Beneficios en su Tribunal apostólico, y Fray Francisco Rogero Clarisse, Predicador de Su Majestad, del Orden de Nuestra Señora del Carmen, de antigua Observancia, etc.

 

     Por mandado de N. Rmo. P. M. Fray Juan Gómez Barrientos, Calificador de la Suprema y de su Junta, Examinador Sinodal del Arzobispado de Toledo y Apostólico y Provincial de Castilla del Orden de Nuestra Señora del Carmen de Observancia, etc., hemos visto el libro que por los años de 1665 sacó a luz el Licenciado D. Sebastián Muñoz Suárez, Presbítero, Comisario del Santo Oficio, cuyo título es VIDA DEL VENERABLE SIERVO DE DIOS Fray FRANCISCO DE LA CRUZ, Religioso de la Vida Activa del Orden de Nuestra Señora del Carmen, de la Antigua y regular Observancia; el primer Hijo de la Iglesia que hizo peregrinación a los Santos Lugares de Jerusalén, Roma y Santiago de Galicia, con cruz a cuestas: hoy vuelve a las aras de la admiración el peregrino espíritu del Venerable Hermano, porque el celo ardentísimo de su hijo (y buen hijo), de aquel primer celador de las glorias del Cielo, nuestro gran padre Profeta Elías, quiere que con la continuación de la estampa tengan las almas, en este raro Penitente, sagrado cebo que las anime: el libro vuelve a que admiremos la valentía de la gracia, que es poderosa, a sacar del débil barro de la Naturaleza alentados esfuerzos que le desmientan. No vuelve sin creces (aunque el tesoro que nos dio el primer aviso de este nunca sendereado espíritu pudo presumir que, sobre lo bien tratado de aquel progreso, y noticias verdaderas que adquirió su fatiga, con que intentó dar al mundo luz de nuevo camino de seguir a Cristo con la vida singularísima de nuestro amado Hermano, no admitía esta materia más adelantamientos), vuelve ya más gigante, con las nuevas adiciones que el M.R.P.M. Fray Marcelino Fernández de Quirós, Catedrático de la Universidad de Salamanca, Examinador Sinodal, Prior que fue del Observantísimo Convento del Carmen de la Imperial ciudad de Toledo y actual Definidor Mayor de la Provincia de Castilla, ha puesto a la vida, peregrinación y sucesos de este nuevo Isaac de la ley de gracia, adquiridas sus especies a costa de harta diligencia y desvelo, reformando las que pudieron tener menor certeza, ocasionada de la mucha distancia de tierras, de quien se encomendaron las noticias, y algunas por no ajustadas a la cronología de los tiempos, sacadas hoy todas de originales fidedignos y de instrumentos auténticos, y puestas en las manos de tan gran maestro, ha hecho en el nuevo libro un dibujo bien vivo del aventajado esfuerzo y virtud peregrina con que dotó el Cielo al varón peregrino, queriendo en esta nueva obra y continuación de estas noticias la Providencia del Altísimo que se descubra más la gloria de la Majestad de Dios en sus escogidos, que en quien le busca por caminos tan arduos (y más quien rompe la primera línea al espinoso tránsito que hay de la tierra al Cielo) está a cuenta del Cielo el que se divulguen estas noticias.

     No sin misterio grande aquel Ángel del cap. I de las revelaciones de Patmos, que tuvo los pies en el fuego, los asemeja el texto al Aurichalco, porque éste (dijo Viegas, super Apoc. Cap. I) es quien más divulgó el sonido: Est enim Aurichalcum maxime fonorum, porque el alma se dedica a seguir a Dios (o imitar a Cristo) por la fatiga de lo más penoso, siendo el primero a quien San Juan registra en lo acerbo de un tan desviado camino, in camino ignis ardentis, toca al cuidado de la Providencia tengan sus pisadas quien lo divulgue: Y si al Abad Joaquín damos asenso, hallamos en vida y en peregrinación un vivo original de lo que fue nuestro Venerable Fray Francisco: In oculis contemplativa vita in pedibus grestus operis designantur, in utroque vivendi genere vita Christi. Y no menos misteriosa la traslación griega, nos califica los cuidados del Cielo para el sonido, y sonido que resonó in omnem terram; pues dice que los pies del Ángel, sumiles sunt Chalcolibanos (Viegas), el Chalcolibano es un compuesto de metal e incienso: Chalcolibano aeris, etc., thuris permixtionen fonat que como incienso respira su virtud fragancias, siendo peregrino de los riscos su nacimiento: Thusin Arabia inter accesas surpernascitus. Sea, como metal, pregonero del metal penitente que se fatiga en las asperezas: Tamquam es in camino bonorum operum, et tribulationum.

     Mucho crédito dio a la conocida virtud de nuestro Venerable Peregrino el Licenciado D. Sebastián Muñoz; y ha corrido con tanta estimación, que ha logrado muchos alientos a la virtud, deseosos de imitar el sobresaliente esfuerzo de nuestro Venerable, y a los devotos este nuevo asilo; pero hoy, con las adiciones doctas, verídicas y tan bien dispuestas del M. R. P. Maestro, tiene el complemento que podría lograr el anhelo, afianzando muchas creces al buen espíritu. Ni uno ni otro tiene cosa que contradiga nuestra Santa Fe Católica y buenas costumbres, y por cuanto contienen piden de justicia la licencia para que la estampa extienda materia de tanto provecho para las almas: con que juzgamos es muy digno el que se conceda. Así lo sentimos. En el Real Convento del Carmen de Observancia de Madrid, en 14 de marzo de 1686.

 

 

 

 

FRAY EUGENIO OSSORIO BARBA         FRAY FRANCISCO CLARISSE

 

LICENCIA DE ORDEN

­­-------   

     El Maestro Fray Juan Gómez Barrientos, Predicador de su Majestad, Calificador del Consejo de Inquisición y de su Junta, Examinador Apostólico y Sinodal del Arzobispado de Toledo, y Provincial de esta Provincia de Castilla, del Orden de Nuestra Señora del Carmen, de antigua observancia. Por las presentes y lo que a Nos toca, damos licencia para que se imprima la VIDA DEL VENERABLE SIERVO DE  DIOS FRAY FRANCISCO DE LA CRUZ, hijo de esta Provincia, que sacó a luz el año de 1667 el Licenciado D. Sebastián Muñoz Suárez, Presbítero, Comisario del Santo Oficio de esta Corte, y ahora nuevamente corregida y añadida de nuestra orden por el Muy R.P.M. Fray Marcelino Fernández de Quirós, Catedrático de Salamanca, Examinador Sinodal de este Arzobispado y Definidor Mayor de dicha Provincia; atento a que, según tenemos entendido y consta del parecer de los Religiosos graves a quienes remitimos su censura, no tiene cosa opuesta a nuestra Santa Fe Católica y buenas costumbres; antes, sí, de mucho provecho y utilidad para muchos, y de edificación para todos. En fe de lo cual mandamos dar las presentes, firmadas con nuestro nombre, selladas con el sello de nuestro Oficio y refrendadas por nuestro Secretario, en este nuestro convento de Madrid en 11 de marzo de 1686.

 

Fray JUAN GÓMEZ BARRIENTOS,

              Provincial.

 

Por mandado de nuestro M. R.P. Provincial

    Fray JUAN ROMO AZEBES,

          Socio y Secretario.

       

 

**************

 

APROBACIÓN DEL DR. D. MATEO DELGADO

 

CURA DE LA PARROQUIAL DE SAN PEDRO DE MADRID, ETC.

 

--------

 

    

     Es muy digna de comunicarse al mundo la vida de un varón tan ejemplar, penitente e imitador de la pobreza apostólica, como es el Venerable Fray Francisco de la Cruz, del Orden Nuestra Señora del Carmen Calzado, de Antigua y regular Observancia, contendida en el libro que de ella compuso el Lic. D. Sebastián Muñoz Suárez, con las Adiciones que nuevamente pone el Muy R. P.M. Fray Marcelino Fernández de Quirós, que he visto y leído de orden del Señor Don Alonso Portillo y Cardos, Vicario de Madrid, en que no hallo cosa alguna opuesta a nuestra Santa Fe y buenas costumbres; antes bien, es toda su vida muy provechosa a las almas que quisieren seguir el camino de la mortificación; y así, me parece que se puede dar licencia para imprimirle. Así lo siento. Salvo meliori, etc. En San Pedro el Real de Madrid en 8 de marzo de 1688.

 

 

Dr. D. MATEO DELGADO.

 

LICENCIA DEL ORDINARIO

-------

     Nos el Licenciado D. Alonso Portillo y Cardos, Dignidad de Chantre de la Iglesia Colegial de Talavera y Vicario de esta villa de Madrid y su partido, damos licencia para que, por lo que a Nos toca, se pueda imprimir e imprima las Adiciones nuevamente añadidas a la VIDA DEL VENERABLE PADRE FRAY FRANCISCO DE LA CRUZ, Carmelita Calzado, compuestas por el Muy R. P. M. Fray Marcelino Fernández de Quirós, Religioso de dicha Orden, atento a que por la censura consta no haber sido cosa contraria a nuestra Santa Fe Católica y buenas costumbres.

     Dada en Madrid a veinte y dos días del mes de marzo de mil seiscientos y ochenta y ocho años.

 

LIC. D. ALONSO PORTILLO Y CARDOS.

 

Por su mandado,… [1]

ANDRÉS DE CHAV….[2]

 

*******

 

APROBACIÓN DEL DR. D. FRANCISCO DE  LA PUEBLA,

 

CURA DE LA PARROQUIAL DE SAN JUAN DE MADRID Y MAESTRO DE LOS CABALLEROS PAJES DE SU MAJESTAD.

 

M. P. S.

 

     Por mandato de V.A. he visto con atención (a mí posible) el libro cuyo título es VIDA DEL VENERABLE SIERVO DE DIOS FRAY FRANCISCO DE LA CRUZ, Religioso del Orden de nuestra Señora del Carmen Calzado, de la Antigua y regular Observancia, que escribió el Licenciado D. Sebastián Muñoz Suárez, y juntamente he visto las Adiciones con que para segunda impresión le ha ilustrado el Muy R.P.M.Fray Marcelino Fernández de Quirós. Y si, como dice San Agustín, lib. VIIII de Trinit., cap IX: “Nos quoque ita posse vivere, qui homines sumus, ex eo quod aliqui (…)[3]nines ita vixerunt, minime desperamus, ut hoc et defidere(…)   ardentius, et fidentius praecemur”, el ver los hombres glo(…) empresas que otros consiguieron les da alientos para (…) puesto el temor, se esfuercen a emprender otras semejantes(…) no hay duda que quien leyere este libro y considerare con (…) el esfuerzo valiente con que este Venerable Religioso (…)riamente tantas y tan grandes mortificaciones, con (…)mprenda animoso lo que sin este dechado pudiera (…) impracticable; porque en él se halla un ejemplo (…) de mortificación, así de cuerpo como de sentidos y pasiones  (…) a también de piedad y de misericordia con el prójimo, (…) tísima contemplación, fundada en fe y amor de Dios, (…) los caminos seguros que se deben seguir; por lo cual, y por no contender todo el libro cosa alguna que desdiga de la pu(…) de nuestra Santa Fe y ser muy conforme a las buenas costumbres, me parece se le pueda dar a su autor la licencia que pide para imprimirle. Así lo siento. Salvo, etc. En San Juan, de Madrid, en siete días del mes de abril de mil seiscientos y ochenta y ocho años.

 

 

DR. D. FRANCISCO DE LA PUEBLA GONZÁLEZ.

SUMA DE PRIVILEGIO

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     Tiene privilegio del Rey nuestro Señor para poder imprimir este libro, cuyo título es VIDA DEL VENERABLE SIERVO DE DIOS FRAY FRANCISCO DE LA CRUZ, del Orden de Nuestra Señora del Carmen, de Antigua y regular Observancia, el Muy Reverendo Padre Maestro Fray Marcelino Fernández de Quirós, Religioso de dicho Orden, Doctor en Sagrada Teleología por la Universidad de Salamanca y en la misma Catedrático de Filosofía, Examinador Sinodal del Arzobispado de Toledo, Prior que ha sido de su Convento de Toledo y Definidor Mayor de la Provincia de Castilla, para que ninguna otra persona, sin su facultad y consentimiento, o de dicha Religión, lo pueda imprimir, so las penas contenidas en dicha Cédula Real de privilegio, dada en Aranjuez en veintiocho días del mes de abril de mil seiscientos y ochenta y ocho años, y despachada en el oficio de Manuel de Mojica, escribano de Cámara del Rey nuestro Señor, y uno de los que residen en su Consejo, como más largamente consta de ella, a que me refiero.

 

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SUMA DE LA TASA

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     Tasaron los señores del Consejo Real de Castilla este libro a seis maravedises cada pliego, como más largamente consta de su original, despachado en el oficio de Manuel de Mojica, Escribano de Cámara, en Madrid, a 27 de junio de 1688.

 

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PROTESTA

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 La santidad de Urbano VIII publicó un decreto de 15 de marzo de 1625, en la Santa Congregación Romana de la Universal Inquisición, y después le confirmó en 15 de julio de 1634, en el cual prohibe se impriman libros de varones insignes en santidad sin la aprobación de los Ordinarios. Y asimismo declaró, en 5 de julio de 1631, que no se admitan elogios en razón de las personas de los dichos varones insignes; pero que en materia de costumbres y de opinión se puedan admitir, con protestación antecedente que los dichos elogios no tienen autoridad de la Iglesia, sino aquella que la fe humana puede atribuir.

      Y así, en ejecución, estimación y reverencia de dichos decretos, protesto que, todo lo que en este libro refiero, es obedeciéndolos en todo y no contraviniendo a ellos en parte alguna; y así declaro que ninguna de las cosas en él contenidas las entiendo, ni es mi voluntad que se entiendan en otro sentido que aquel que puede dar la autoridad humana sin intervención de la divina en la Iglesia Católica Romana, a cuya indubitable censura me sujeto. Madrid y julio 1º de 1688.

 

PREVENCIÓN AL QUE LEYERE ESTE LIBRO

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     De la suerte que en las vidas de los varones ilustres en santidad se debe atender a la seguridad de las proposiciones, se debe también atender a la credulidad del lector, y en la del siervo de Dios Fray Francisco de la Cruz principalmente, porque la gobernó el Señor con sucesos extraordinarios, prodigiosos y sobrenaturales, con que ha parecido dar prendas de esta verdad, las cuales tienen el seguro en todo lo que puede afianzar la razón humana, porque todas las partes que constituyen esta obra nacen de testigos o instrumentos, y éstos con tales calidades como las que pueden influir Breves Pontificios, Cédulas Reales, el sentir común de una Religión de tantos créditos, licencias de Prelados, testimonios auténticos de personas públicas constituidas para poder certificarlos, así en los Sagrados Lugares de Jerusalén y Monte Carmelo, como en Roma y Santiago de Galicia, con los pasaportes en los idiomas latino, español, francés y toscano, las observaciones a la vida de este siervo de Dios hasta que salió a peregrinación y después a su dichosa muerte, por su Confesor y Prelado el Padre Fray Juan de Herrera, y también la que escribió el mismo, por obediencia de su Superiores; la secular con algún estilo, y en apuntamientos las maravillosas visiones y locuciones con que fue favorecido del Cielo; las apariciones que tuvo en la Francia; las deposiciones de Religiosos que fueron sus compañeros, y lo que en catorce cuadernos escribió el Padre Fray Luis Muñoz, mi hermano, Procurador General de la Provincia de Castilla, del Orden de Nuestra Señora del Carmen, en que se ocupó diez y ocho años. Con estos instrumentos se ha formado este libro, los cuales me entregó la Religión por mano del Padre Misionero Fray Francisco Galindo, a quien los volví, para que se tornen a incorporar en el Archivo; y así, con esta prevención, puede el lector entrar con quieto ánimo, pues tiene por sí lo que puede dar la certeza humana.

 

 

NUEVAS ADVERTENCIAS

___________

 

     Para esta segunda impresión se debe advertir que, aunque para la primera puso el autor todo cuidado y diligencia en adquirir noticias ciertas, no las pudo conseguir, cabalmente a causa de venir de partes remotas, por lo cual formó juicio entonces, según los instrumentos que habían llegado a sus manos; pero no habiendo llegado todos, salió el libro algo diminuto, y aun con algunos errores materiales, los cuales están notados por el Padre Fray Daniel de la Virgen María en el tomo VI de su Speculum Carmilitarum, desde el núm. 3.487, según lo cual se han procurado enmendar ahora, añadiendo lo que parece ser verdad constante de instrumentos ciertos, y los más originales, que hoy paran en el Archivo del Convento del Carmen Calzado de Madrid, con todos los demás pertenecientes a la vida del Venerable Padre. Y porque una de las cosas más notables en estas adiciones es lo que se dice en el cap. XVII del libro II, que desde el puerto de Jaffa o Joppe, que es de la Tierra Santa, tomó el viaje derechamente, y en primer lugar para el Santo Monte Carmelo, y de allí para Jerusalén y los demás Lugares Santos, en compañía del Venerable Padre Fray Próspero, con el cual volvió otra vez al mismo Monte, en donde estuvo hasta embarcarse, ha parecido expresar aquí los instrumentos que hacen evidencia de ello, estorbando así la nota de sospechoso que podía padecer el que hace las ediciones, por ser Carmelita.

     Un instrumento es el testimonio original del Venerable Padre Fray Próspero, que entonces era Vicario General y Prior del Santo Monte Carmelo, todo escrito de propia mano, firmando y sellado, que es del tenor siguiente:

 

 

JESUS  MARÍA

 

 Yo, Fray Próspero, del  Espíritu Santo, Misionero Apostólico y Vicario del Santo Monte Carmelo, doy fe como el R. P. Fray Francisco de la Cruz, de la Provincia de Castilla, vino a este Santo Monte Carmelo con una Cruz grande, con orden y licencia de su Superiores; esto es, de su Prior, Provincial y General, y también con orden y recomendación de Su Santidad; y doy fe como desde este Santo Monte le he acompañado hasta la Santa ciudad de Jerusalén, donde entramos al Santo Sepulcro y dicha Cruz fue tocada en todos aquellos Santos Lugares, particularmente sobre el Santo Sepulcro, EL Monte Calvario, y elevada sobre el Santo hueco de la Santa Cruz de Cristo Señor Nuestro; y habiendo vuelto a este Santo Monte, doy fe como se partió de aquí el  primer día de Septiembre, y por la gracia del Señor hay sanidad por todo este país. Y por ser verdad, lo firmo de mi mano y lo sello con nuestro sello. En el Santo Monte Carmelo, a primero de septiembre de mil seiscientos y cuarenta y cuatro.

 

      (Lugar del sello)

 

                        Fray PRÓSPERO DEL ESPÍRITU SANTO,

                                                                                  Vicario, etc.

 

   Otro testimonio es una carta original, de mano del mismo Fray Francisco, su fecha en la ciudad de Leche a 29 de noviembre de 1644, de la cual se sacó este capítulo a la letra: El R. P. Próspero, Descalzo, nuestro Vicario General de Tierra Santa y Prior del Sacro Monte Carmelo, ha trabajado y gastado mucho por mí, y me acompañó desde el Santo Monte a la Ciudad Santa, y se halló presente a todo, y de ello da certificación, que traigo.

     Lo que se debe notar, en obsequio de la verdad, es lo mismo que nota el autor del Speculum Carmelitarum en número marginal 3.494, que en lo que se dice del Venerable Fray Francisco, cap. XIII, libro II, de haber pasado el río Huarduch (extremadamente profundo) sin mojarse, se ha de entender que, siendo examinado en Roma por el P.M. Justi sobre este caso, respondió que se había descalzado para entrar, y que así le había pasado felizmente.

     También acerca de lo que de allí mismo se dice, de que con la señal de la cruz hecha sobre los ojos de un ciego, por obediencia del Padre Prior de Castel-Nandarri, gozó de la vista que jamás había conocido, se ha de entender que éste no era ciego de otro modo que por una fluxión pertinaz que le impedía el ver.

     Confieso que las notas son escrupulosas, porque lo cierto es que, si es caso milagroso,  uno y otro no dejan de serlo, ni el primero, por la circunstancia de haberse descalzado para pasar un río tan profundo, que jamás persona alguna le había podido pasar a pie, y menos entonces, que iba tan crecido, que ni a caballo le pudieron pasar otros; ni tampoco se opone a la verdad afirmar que no se mojó, pues quien pudo hacer que pasase, sin haber medio alguno humano para ello, pudo también hacer que no se mojase, ora entrase calzado o descalzo; fuera de que no es menor maravilla no mojarse de las rodillas arriba pasando un río profundo, que no mojarse de las rodillas abajo, que es en lo que se podía dudar, por haberse descalzado.

     Ni tampoco la relación del segundo caso se opone en cosa alguna a la verdad, pues lo que allí dice de que era ciego y que después gozaron los ojos de la vista que jamás habían conocido, se verifica en rigor; porque aunque fuese por fluxión de humores y no por impotencia, se verifica el efecto de no ver, ni haber visto jamás, que comúnmente se llama ceguera; y la maravilla consistió en hacer que viese de repente, lo que no habían podido efectuar los medicamentos naturales.

     Pero sea como fuere, no faltó el autor a la fidelidad ni en un ápice, porque uno y otro sacó a la letra, sin mudar palabra, como se contiene en la relación impresa en Francia, según y como allí se dice; de lo cual debió no quitar ni añadir palabra en la versión que por la misma causa tampoco ahora se hace, fuera de que dicha relación parece digna de toda fe, respecto de haberse escrito e impreso en aquel país en donde sucedieron los casos y a vista de los que los vieron.

    

     En cuanto a lo que se enmienda y añade en el cap. VII del libro III, tocante al suceso de nuestro Venerable Hermano en esta Corte, de vuelta de su viaje, en casa de Doña Juana de Tobar, mirando a una Verónica cuya estampa estaba en la primera impresión, se debe advertir que su autor efectivo escribió el caso y dispuso la estampa sin hacer examen para ello por sí mismo, con lo cual incurrió en dos errores: el uno, perteneciente a la verdad del caso; y el otro, tocante a lo verdadero de la efigie; porque el caso es puntualmente como se refiere en su lugar y en esta impresión, y la estampa antigua en nada es parecida al original, porque ni está pintada en pala, ni el rostro es de aquella fisionomía; por lo cual fue forzoso quitar la estampa y enmendar la historia, para lo cual ha precedido puntual examen, hecho con vivísimo cuidado y diligencia, a vista de ojos, y tratándolo con la misma Doña Juana Tobar y con su hija Doña María de Rivadeneyra, mujer de Diego Nuñez, en cuyo poder persevera la Santa Verónica, para lo cual puso todo el empeño el M.R.P.M.Fray Juan Gómez Barrientos, Provincial al presente en esta Provincia de Castilla y Procurador y Comisario General de las Españas, con quien asistió para el mismo intento el que hace estas adiciones para esta segunda impresión de orden suya.

 

 

LIBRO PRIMERO

 

C A P Í T U L O    P R I M E R O

 

Nacimiento, patria y padres de Fray Francisco de la Cruz, y algunos sucesos de su primera edad.

 

         La Sabiduría divina, en la formación de algunos varones ilustres, suele portarse desde el principio con aparatos y prenuncios de la admirable fábrica que en ellos quiere levantar, como quien (a nuestro modo de entender) previene la atención para casos raros y sucesos dignos de estimación y aplauso. Así en el Varón fuerte, sujeto de este libro, se portó, mostrándole desde su niñez como empeño de su cuidado,  previniendo al que después había de llevar su nombre y su Cruz, predicando oración y penitencia con la voz y con el ejemplo, por tantas y tan diversas gentes políticas y bárbaras, para honor y gloria del nombre cristiano y español y de la Religión del Carmen.

        Fue Fray Francisco de la Cruz natural de la villa de Mora (patria fértil de hijos que han adornado muchas Religiones), en el Reino de Toledo, cinco leguas de aquella ciudad imperial, hijo legítimo de Bartolomé Sánchez, portugués, y de María Hernández, de Alcobendas, cristianos viejos e hijosdalgo,  cuyos parientes, en muy cercano grado, han servido en la Casa Real en oficios nobles, y en Madrid han tenido actos positivos de hijosdalgo.

       Débese notar que antes de su conversión tuvo ocupaciones que no dicen con esta calidad; pero como Nuestro Señor le quiso siempre en Cruz, en todos estados, no hacen consecuencia los ministerios en que dispuso su vida secular, porque él siempre corría por cuenta superior que regía sus pasos; y así esta parte de sus ocupaciones fue irregular en nuestro conocimiento; porque, o ya fuese en lo natural, por la suma pobreza a que vinieron sus padres y él, o ya fuese porque la Cruz que había de llevar por toda su vida la quiso colocar nuestro Señor en su casa, al tiempo casi de su nacimiento; con que las ocupaciones a que asistió fueron todas desacomodadas y trabajosas.

        Nació en 28 de diciembre de 1585, día en que la Iglesia celebra en llantos fúnebres la muerte de los Santos Inocentes; y no careció de misterio ser en este día su nacimiento, porque el que en el mundo no había de tener sino penas y Cruz, era bien que al nacer le hallase vestido de luto.  Fue bautizado el día 3 de enero del año siguiente, día de la Octava del Señor San Juan; y aquél que al nacer al mundo le halló con tristeza,  el día que nace a la gracia le halla con alegría; y como había de ser pregonero de la fe, cuando la recibe en el santo Bautismo, en su casa no faltó contento, pues una abuela suya celebró el día espléndidamente, concurriendo lo más noble de la villa.

      Apenas había llegado Francisco a los cinco años, cuando ya sus padres eran pobres de solemnidad, respecto de unas fincas en que habían entrado y haber tenido su padre una tutela que a uno y a otro le obligó la piedad de su natural, porque era notablemente inclinado a hacer bien y a no negarse a lo que se le pedía; principios todos que traen estos fines; porque aunque no es virtud el asegurarse, tampoco lo es el desamparar la prudencia; y ésta consiste en atender siempre a la primera obligación. Sus padres tuvieron otros hijos, que murieron temprano.

        Era su madre muy sierva de Dios, y en aquella tierna edad le enseñaba las oraciones y los principales Misterios de nuestra Santa Fe Católica, acostumbrándole a algunas piedades cristianas, y entre otras es mucho de notar que, cuando Francisco le pedía pan, le llevaba delante de una Imagen de Nuestra Señora, que tenía el Niño en los brazos, y le hacía hincar de rodillas y que puestas las manos pidiese pan a Jesús y a su Madre; y entonces ella, por detrás de la Imagen, le arrojaba el pan, como que le recibía de las divinas manos de Jesús y de María; por lo cual solía decir, siendo ya Religioso, que lo que aprendió en la inocencia lo practicó después en la necesidad.

    Por esta edad, estando su madre en Toledo y a la puerta de su casa con el niño, llegó a ella un peregrino, y mirando con demostraciones de admiración a Francisco, la dijo que tuviese particular cuidado con él, porque a aquel niño le esperaban raros sucesos y grandes peligros de agua, y que advirtiese que lo que la decía importaba mucho al servicio de Nuestro Señor. Suceso a que se pudiera escasear el crédito, si en la vida que se escribe no hubiera habido muchos sobrenaturales; esto fue el año de mil quinientos ochenta y nueve, y luego el de noventa, estando en la misma  ciudad de Toledo, en el Corral Hondo, que así llaman al sitio de la casa en que vivían los padres, a la entrada de un aposento que estaba encima de una escalera, vio pasar el niño, por encima de la ciudad, un animal muy pesado, que tenía forma de buey y era mucho más grande sin comparación, y con los cuatro pies que tenía andaba por el aire con mucha facilidad y caminaba siempre vía recta; y aunque tenía forma de buey, no tenía las puntas que le da la Naturaleza, de lo cual quedó con grande asombro. Este año de noventa tuvo muchas y diversas visiones imaginarias de noche, que le ponían grande horror y espanto; y aunque niño, con lo que su madre le había enseñado (que ya en esta ocasión era muerta, dejando admirable opinión de sus virtudes y de la paciencia singular con que toleraba su adversa fortuna), que era la devoción de Nuestra Señora del Sagrario y del Carmen, de que había sido muy devota con invocarlas, le dejaban luego las visiones feas y abominables que le afligían, y juntamente los miedos que le causaban, como cuando de repente en un temporal se serena el aire, y quedaba tan quieto como si tales visiones no hubieran llegado a sus ojos, de las cuales solía decir al P. Fray Juan de Herrera, su Confesor, que unas veces eran corpóreas y otras imaginarias, de que se acordaba distintamente cuando tenía cincuenta años, y daba muy continuas gracias a Nuestro Señor, y su Confesor le decía que eran disposición de Dios aquellas fantasías, y que las tomaba por instrumentos para dar a entender los ardides del demonio, y para que los bisoños en la Milicia Cristiana se fuesen haciendo esforzados y valientes.

       Entre otras visiones tuvo una corporal, en que se puede hacer particular reparo, y fue que un gato, grande y espantoso, le acometió una noche diversas veces, queriendo ahogarle; de que Nuestro Señor le libró invocando el dulce nombre de su Santísima Madre María. Bien se debe reparar el cuidado que daba al demonio un niño de tan tierna edad, y que en el modo que sabe y le es permitido reconocía el fruto grande que había de hacer en la Iglesia, pues conjuraba contra él todas sus industrias y artes. Parecíale que le veía ya tremolar la Sagrada Cruz que había de llevar en sus hombros, a imitación de su Maestro Cristo Jesús en el Santo Monte Calvario, y se afrentaba de que, habiendo sido allí vencido de un Hombre Dios, en el mismo lugar le hiciese guerra tan sangrienta un puro hombre.

   Este mismo año de noventa le sucedió un caso tan extraordinario y de tales pronósticos, que parece que en él empezó Nuestro Señor a descubrir la particular manutención con que amparaba a Francisco, y que en las mismas asechanzas del demonio se reconocía el camino particular que le tenía guardado, por donde había de subir a la perfección; y fue que, estando una noche encerrado en un aposento, con llave, y la llave debajo de la cabecera de su padre y el aposento de su padre junto al suyo, también cerrado con llave, y también la puerta de la casa, la cual tenía las paredes firmes, y sin portillo, sin sentirlo el niño ni su padre, le sacaron de la cama y le llevaron a un pozo que estaba cerca de su casa, el cual ni tenía cubierta ni paredes, sino que estaba al igual del suelo y tenía dos vigas que le atravesaban en forma de cruz, y le pusieron en medio de las dos vigas donde se formaba la cruz, en pie y dormido, y de este modo le halló un labrador, al amanecer, pasando al campo, y viendo que estaba en pie y dormido y en aquel riesgo, le dijo: -Niño, ¿qué haces aquí?  Con cuya voz despertó despavorido y asombrado, y el labrador lo quitó de allí y se le llevó a su padre, refiriendo el peligro y el suceso; quedando todos admirados, sin saber dar fondo a caso tan extraordinario, pues lo menos que tiene es el reconocimiento, que no pudo ser por modo natural, ni pueden dejar de carecer de misterio el detenerse en medio del riesgo en una cruz, ni se debe hacer reparo en si las puertas se franquearon o si las paredes se abrieron, cuando (sea por permisión o precepto) fue Dios el autor.

      Entre las visiones de horrores y peligros también tenía otras que le defendían, porque a los que guarda Dios para sus siervos los trae siempre en sus manos, y en ellas los peligros son seguridades.

 

 

CAPÍTULO II

 

De lo que le sucedió desde los once años hasta los

 veintidós.

 

 

     Hasta que cumplió Francisco los once años, no hay cosa particular que decir sino que, por haber quedado su padre viudo y tan pobre, para aliviarle en algo unos parientes se le llevaron a su casa,  con que parece le esperaba algún regalo, o por lo menos salir de tanta necesidad como su padre padecía; pero, o fuese porque aquellos fueron muy estériles, o porque la piedad, que nace de respetos y no de devoción, como son humanos, a pocos lances descubren sus quilates; si lo pasaba mal en casa de su padre, en la de sus parientes lo pasaba peor, porque en ella se amasaba para toda la semana y se hacían tres diferencias de pan; y de la última, que era la que se hacía para los mastines, se sustentaba al pariente; con que los dos días primeros comía con mucho trabajo y los demás era menester echar el pan en agua para poderlo pasar (prevención que entonces le hizo Nuestro Señor, para que no la extrañara después en el viaje de Jerusalén, ni en sus penitencias voluntarias en la vida religiosa), con que hallaron aquellos piadosos deudos buen camino para que durase poco el huésped; y así sucedió, porque su padre le volvió a casa, donde se ejercitaba en algunas devociones que su madre le había enseñado.

     Su padre, por aliviar su necesidad, casó segunda vez en Villamuelas, y no obstante vivía con suma estrechez, por ser los años muy estériles; y así fue menester, para poder pasar con alguna moderación, que también el hijo trabajase, ayudando a su  padre, y lo hacía llevando cargas de retama desde Villamuelas a Tembleque, en cuyo ejercicio usaba de una piedad con sus padres digna de notar, y era que en todas las cargas que vendía sacaba por adehala que le habían de dar un pedazo de pan, con el cual se sustentaba, y llevaba el dinero cabal a su padre.

     Era Francisco de un natural robusto, muy a propósito para el trabajo, mañoso en él, pero de entendimiento tan rústico, que parecía incapaz de pulimento y cultura. Tenía muchas fuerzas y era atrevido, materiales todos muy distantes de cualquier género de letras; y así, aunque tenía voluntad de aprender a leer y a escribir, su padre lo contradecía con muchas veras y con mucha razón; porque por un parte, respecto del natural que en él reconocía, le parecía tiempo perdido, y por otra le había menester para que trabajase, porque era la principal parte del sustento de su casa; con que viendo la contradicción de su padre y la ocasión de ella con más razón que razones, le dijo: -Que él quería trabajar todo el día para el sustento de su padre, y que de noche aprendería a leer y a escribir. Bien se conocen las dificultades que esto podía tener; pero en siendo la influencia superior, no hay alguna; porque con mala disposición, con repugnancia de su padre, con falta de tiempo, con corto entendimiento y casi sin maestro, se halló en breves días que sabía leer, escribir y contar. En este tiempo y en esta ocasión tuvo muchos impulsos de ser Religioso, sin determinar Religión; pero con la contradicción de su padre, que ya era su único remedio, el cual se inclinaba a casarle (medio a que jamás Francisco hizo rostro), y con preciarse de hombre fuerte y atrevido, se pasó este género de vocación.

     Cuando Nuestro Señor da luz al entendimiento, enseñando el camino, y la resiste o la deja pasar la voluntad, grande misericordia es de su piadosa mano y paternal afecto el que los castigos sean luego visibles y temporales. Y grande señal es de cierta y segura protección que en medio de ellos socorra, porque se conocen claramente que se contenta con el escarmiento, y que su ánimo no es destruir, sino enmendar; y así fue que apenas dejó de aprovecharse de la vocación, cuando fue acometido de diversas sugestiones del demonio por diversos caminos y con diferentes objetos. Luego cayó en Villamuelas en un pozo que llaman de Pedro  Alonso, de muchos estados de alto, y juntamente con él cantidad de piedras, de que le sacaron sin lesión. Luego, pasando el río de Algodor, le llevó el raudal, y en esta ocasión se encomendó muy de veras a Nuestra Señora, y se halló a la orilla unos juncos, y asiéndose de ellos pudo salir del riesgo. A pocos días cayó en el mismo río, y en esta ocasión no se acuerda haberse valido de devoción alguna, porque le parece que perdió el sentido, y sólo se acuerda de que se halló sin diligencia alguna suya arrojado a la orilla. En este mismo día, a pocas horas de este suceso, cayó segunda vez en el tablazo que llaman del Molino Quemado, y por intercesión de Nuestra Señora se vio libre. Después de estos peligros tuvo otro mayor en el río Guadarrama, junto a Navalcarnero, porque siendo de noche le quiso pasar, y apenas puso los pies en él para entrar en el puente, cuando el raudal, que venía fuera de madre, le arrebató, llevándole muy gran trecho, y en esta ocasión, invocando con las veras de su alma el nombre de Nuestra Señora del Carmen, se halló libre, asido a un tronco. Después de algunos meses, caminando por la ribera de Guadarrama, salió a él un toro y le acometió y maltrató por algún rato como si fuera racional y tomara en él venganza de alguna injuria, y al invocar el nombre de María Santísima le huyó el toro, como si le hubieran disparado un arcabuz; que no hay artillería más fuerte y eficaz contra todas las potestades infernales que el dulce nombre de María, y Francisco quedó como si no le hubiera maltratado el toro.

 

 

CAPÍTULO III

 

De lo que le sucedió desde los veintidós años hasta los treinta, y los oficios y trato en que se ocupa.

 

 

     Es muy propio, cuando va faltando el caudal, que las diligencias que se habían de hacer para repararle se hagan para acabar de echarle a perder. Esto aconteció en la casa de Francisco; porque su padre, para tener algún socorro, se metió en nuevas finanzas, y le sucedió lo que a todos aquellos que se quieren remediar perdiéndose; pues, habiendo llegado el caso de la paga, y habiendo sido hechas a favor del Rey, y no cumpliendo, como estaba obligado, le prendieron; y porque la cárcel del lugar no era muy segura, le metieron en un calabozo, poniéndole grillos y cadena. Francisco, a quien lastimaba sumamente el trabajo de su padre, y como su corta capacidad no le hacía prevenir riesgos, y su natural era atrevido y esforzado, resolvió escalar la cárcel, romper las prisiones y pasar por encima de los embarazos que se ofrecieran para dar libertad a su padre; y esto tan sin zozobra y con tal quietud de ánimo como si ejecutara una obra de piedad. Como lo pensó lo consiguió, y su padre y él se ausentaron, huyendo de la parte del Rey, y mucho más de las diligencias del carcelero, que de contado se emplearon en prender a la madrastra, para que diese noticias de los fugitivos, la cual a pocos días murió en la cárcel.

     Por este tiempo, estando un día en el campo solo, sucedió a Francisco un caso digno de toda admiración, y fue el ver un hombre en él, de estatura desproporcionada, que estaba echado a dormir sobre la tierra; hízosele novedad, habiendo reparado en él, y, llevado de la curiosidad, se le acercó, y vio que en unas alforjas que traía, entre otras cosas se descubría un libro; la ocasión de estar dormido el hombre le convidó a ver qué libro era  aquel, y lo primero que leyó decía así: Arte para hacerse una persona invisible. Apenas hubo leído esto, cuando arrojó el libro, y, con ser hombre de valiente corazón, despavorido y temblando se puso en fuga, y volviendo a pocos pasos la cabeza, no descubrió hombre alguno.

     Es tan diestro guerrero el demonio que, para equivocar dónde quiere hacer el tiro, suele mostrar apariencias muy distantes de lo que pretende. En esta ocasión mal se le puede descubrir su intento; pero lo que no se puede encubrir es que, o por curiosidad, o por vanidad, o por confianza propia, siempre iba perdido el que se detuviera más; con que, por desestimarse y no haber fiado de sí, parece que logró los auxilios divinos.

     Su padre y él vinieron a dar en la Puebla de Montalbán, y con el poco caudal que pudieron reservar compraron dos pollinos, y, como él era buen mozo, empezó a trajinar, llevando mercaderías de unos pueblos a otros, y con el oficio de arriero tomó nuevo modo de vivir para sustentar a su padre. Nuestro Señor no quería que él escogiera modo de vivir, sino dársele de su mano; y así, este que la disposición humana les ofreció, no dejaba de tener algún alivio con los frutos que procedían de su inteligencia, y no quería Dios que le tuviesen, porque para el camino de la Cruz, por donde quería llevarlos, éste era de algún descanso. Con que sucedió que un heredero de la Puebla se hizo muy amigo de Francisco, y esto a fin de que le llevara cargas de vino a Oropesa, adonde el que hallaban que era de fuera de la villa se daba por perdido, y al que le traía le castigaban con prisión; y aunque al heredero se le previno el riesgo, salió a pagar los daños. El vino se descaminó, y el heredero negó el contrato con juramento (buen camino de no faltar a la amistad); la recua se perdió, y Francisco se halló preso y sin caudal, y con pleito, que aun es peor; su padre sin medios para el sustento preciso, y todo perdido.

CAPÍTULO IV

 

En que se prosigue la materia de sus ocupaciones, y lo que le sucedió con su padre.

 

     Salió de la cárcel y fue en busca de su padre, y los dos acordaron de mudarse a Sonseca. Allí se separaron, porque Francisco tenía buen crédito; y aunque el padre, por ser mucha su edad, no podía trabajar, el hijo buscaba algunos viajes, en la forma que podía, y lo que ganaba con ellos lo empleaba en el sustento de su padre y suyo. Parece que ya tomaba algún aliento por este camino, y para que se desengañase de que no era el que le convenía le salió un viaje a los montes de Toledo, y en Navalmoral se sentó a jugar y perdió el poco caudal que le había quedado; con que le fue forzoso dejar de ser arriero, y solo, como había quedado, desde allí pasó a Orgaz. Viéndose tan perdido por su culpa, no se atrevió a parecer delante de su padre, y determinó irse a la guerra (esto fue el año que salieron los moriscos de España). Menos debía de ser éste su camino, porque aquella misma noche se acostó bueno y con esta determinación, y amaneció como si fuera una imagen de talla, sin poder menear ni brazo, ni pierna, ni mano, ni dedos, ni ojos, ni pestañas, ni hablar, ni quejarse, ni tener movimiento corporal suyo, y esto sin tener dolor alguno; pero, aunque estaba de esta manera, tenía las potencias libres, y conocía a todos, aunque no les podía responder a lo que le preguntaban, con lo que causaba general admiración. Corrió la voz por el lugar de que había en el mesón un arriero que estaba como encantado, y sabiéndolo el médico de él, fue a verle, y se persuadió de que le habían hecho algún mal, y con remedios que le hizo, nunca usados, volvió en sí, en cuanto a poder hablar, andar y comer, pero le duró un año la convalecencia. Su padre, habiendo sabido el caso, fue en su busca, y viéndole así, las penas y lágrimas de entrambos bien se dejan considerar; determinaron ir a Toledo, por si mejoraban de fortuna en parte donde les conocían, pero siempre se la llevaban consigo.

     Hay en Toledo, entre otras muchas obras de piedad que la adornan y ennoblecen, una en la casa del Nuncio, que es sustentar doce pobres viejos, que sea gente honrada, y en esta ocasión había plaza vacante; y juzgando que a un hombre principal y conocido en la ciudad sería fácil conseguir aquella plaza, él pasó a Yepes a buscar en que trabajar, y su padre se quedó en Toledo con esta pretensión. El poco dinero que había entre los dos se dejó al padre para que comiese mientras negociaba; y Francisco, bien falto de fuerzas (porque aún no había convalecido bien de la enfermedad pasada), se entró a servir en Yepes a un Sacerdote, que le ocupaba en arar viñas y olivares: como procedía bien, todos los de aquella casa le querían y estimaban, y él se iba acreditando.

     Su padre, habiéndolo hecho sin razón, perdió la plaza del Nuncio que pretendía, y habiendo gastado el dinero que le quedó, pobre, roto y desamparado, fue a Yepes en busca de su hijo; hallóle en ocasión que estaba hablando con su amo, y cuando viendo a su padre de aquella suerte se había de echar a sus pies, y abrazarlos y besarlos, que esta era su obligación, no lo hizo; antes, como mal hijo, hizo  que no lo conocía, afrentándose que su amo supiese que era su padre. Él, como tan viejo y falto de vista, aunque estaba cerca del hijo no le conocía; Francisco entonces se llegó a él, y le dijo que se fuese a una casa de un vecino, que él iría allí a verle; pero la edad, que le hacía falto de vista, también le había hecho falto de oídos; con que fue menester levantar la voz sobradamente para que lo entendiese. El amo, como estaba presente, entró en curiosidad de saber quién era aquel hombre, y preguntóselo: él, empeñado en llevar adelante su disimulación, respondió que era de su lugar; pero el amo, por algunas demostraciones, se persuadió de que era su padre; y preguntándoselo con tres instancias repetidas, Francisco en todas tres negó a su padre, y los motivos por que después decía lo que había hecho fueron: el uno de vanidad, porque miraba a su padre tan pobre; y el otro de soberbia, porque le parecía le estimarían en menos. ¡Oh, válgame Dios, quién diera peso a tantas profundidades! Si esto pasa en quien ara viñas y rompe terrones, ¡ay de los  que habitan los palacios! Si esto pasa en un alma socorrida y privilegiada, ¡ay de la que se le deja obrar a su riesgo! Si esto pasa en una capacidad tan corta, ¡ay de aquella a quien el demonio hace la guerra con sus propias armas, y en sus habilidades funda su hostilidad!

     Lo que llevó Francisco en esta ocasión de contado fue que el amo y toda su familia conocieron que era su padre; exageraron la ruindad, culparon la mentira, aborrecieron el mal trato, desestimaron tan mal hijo, y cuando él pensó llevar adelante su aprecio y excusar su desestimación, se halló silbo y fábula de todos.

 

 

CAPÍTULO V

 

En que se prosiguen los sucesos con su padre y otros particulares.

 

         Aunque Francisco tuvo tan mal término con su padre, no obstante le socorrió mientras estuvo en Yepes con todo el posible que podía, que fue hasta llegar el agosto del año siguiente; entonces se convino con otros mancebos de ir a segar a tierra de Castilla la Vieja; su padre lo supo, y conociendo que en aquella resolución estaba su último desamparo, le dijo un día: -Ya ves las enfermedades que me afligen, sobre hallarme con más de setenta años, viudo y tan pobre que no tengo más remedio que el socorro que tú me haces; si te ausentas, ¿quién ha de cuidar de mí? ¿Y qué puedo hacer en tierra extraña, imposibilitado de entrar en la mía? Lo mismo es faltarme tú que matarme, pues de tu asistencia depende mi vida. Muda de parecer, dejando ir a tus amigos, que no deben pesar tanto como un padre; no desagrades a Dios en materia tan sensible; que si me miras como embarazo, ya poco te puedo durar; y advierte que aunque siento la falta que me has de hacer, más dolor me causa el que, siguiendo tu voluntad y tus amigos, entras por el camino de perderte, y que a nadie le sucedió bien desamparar el consejo de su padre, y aquí tu desamparas al padre y a su buen consejo. Espero en Dios que te han de detener mi razón, mis canas, tu obligación, mis lágrimas y mi necesidad. La respuesta fue: -Que había de cumplir su palabra y seguir a sus amigos. Su padre entonces (para que se vea lo que es ser padre, y lo que es ser hijo) abrazándole y formando tres veces una cruz en el aire, le dijo tres veces: - La bendición de Dios todopoderoso te alcance; anda en paz. Y en esta conformidad se despidieron y no se volvieron a ver más, porque su padre se partió a Toledo, donde en breve tiempo murió, y Francisco hizo su viaje con sus amigos. Habiendo en la desobediencia de su padre cometido un delito de tantas calidades, que no sólo es contra el precepto divino, y contra el especial dictamen de la razón, y contra la inclinación de la misma naturaleza, sino también contra la consonancia política del buen gobierno de las repúblicas; habiendo sido el santo viejo alegoría del Padre Dios, que a vista de nuestras ingratitudes nos llena de bendiciones, para que los que merecemos por la culpa ser tratados como esclavos, nos entremos con los beneficios por el arrepentimiento a ser admitidos a su gracia como hijos.

     Con buena victoria empezó el enemigo del género humano a coger trofeos de la vida secular de Francisco, pues a un escalamiento de una cárcel Real y rompimiento de prisiones, juntó ahora la negación y desobediencia a su padre; pero lo que más causa admiración es que, siendo oficio del demonio buscar para las almas culpas en esta vida, más que penas, en Francisco mudó la forma, porque su principal intento parece fue siempre acecharle a la vida, juzgando que nunca le tenía seguro, o recelándose de lo que después le había de suceder con él. Bien se conoce esto en uno de los casos más dignos de ponderación y más sin ejemplar de cuantos se leen en historias sagradas y profanas, que le sucedió por el tiempo de su vida que vamos refiriendo, y fue: que habiendo ido a segar a Castilla, como se ha dicho, él y sus amigos tomaron la vuelta de Burgos; tenía particular devoción con la Imagen de Nuestro Señor Jesucristo, que es honra, amparo y consuelo de aquella ciudad, y apartándose de sus compañeros, por haberse acabado el agosto y haber adquirido algún caudal en los destajos que habían tomado, con uno de ellos que le quiso seguir caminó a hacer la visita al Santo Cristo y a confesar en aquel convento,  porque andaba muy afligido de los sucesos con su padre, y mucho más por haber quebrantado un juramento, con circunstancias extraordinarias, que había hecho de no jugar. El compañero que había tomado para ir a tan piadosa romería, arrepentido de no volver luego a su casa, ya no le servía sino de embarazo y de continuas molestias, para que se volviesen sin llegar a Burgos. En estas pláticas les cogió la noche y se quedaron a dormir en el campo, cuando al primer sueño, empezó el compañero a dar grandes voces, de un dolor tan vehemente que le había dado en un dedo de la mano derecha que causaba lástima el oírle; Francisco, logrando la ocasión, le dijo que ofreciese ver al Santo Cristo y mejoraría; el compañero le dijo que, si al amanecer estaba vivo, iría con él; amaneció, y aunque se le mitigó el dolor, sin embargo del ofrecimiento, dio en que se había de volver sin llegar al convento de San Agustín. Francisco le aconsejaba prosiguiesen el camino, y él (sin que hubiese causa para ello) se echaba por el suelo y se revolcaba con notable destemplanza y furia en la tierra, diciendo: que no podía más, que no sabía qué tenía, y que aquellas demostraciones no estaban en su mano; en fin, sin embargo de la repugnancia, llegaron a Burgos y al convento, hicieron oración al Santo Cristo, y queriendo Francisco confesar, el compañero le dijo que no se confesase, que él no se había de detener; tantas fueron las porfías, que se resolvió a volver sin confesar.

     Salieron de Burgos, y al anochecer del mismo día, sin saber por qué causa, el compañero le dejó y se fue; él, viéndose solo, se apartó del camino, no lejos de la ciudad, para recibir algún alivio con el sueño, porque estaba cansado. Ya sería anochecido, y apenas había cerrado los ojos, inclinándose a dormir, cuando con mucho ruido y voces le despertaron, y levantándose, con gran turbación, se halló entre cuatro hombres, con espadas y dagas desnudas, que le dijeron que era ladrón y que había robado la Custodia de la iglesia mayor, a lo cual se excusaba diciendo que no había visto la iglesia mayor, y que aquel mismo día había llegado. Entonces todos cuatro, con gran furia, le dieron a un tiempo muchos golpes con las espadas y dagas. Viéndose entonces en tan gran peligro y en el mal estado en que se hallaba, con todas las ansias de su corazón se encomendó al Santo Cristo, y al mismo tiempo se aparecieron tres hombres a su lado, muy galanes, cuyo traje parecía de caballeros (que la claridad de la noche daba lugar a que todo se pudiese distinguir) con estoques y rodelas resplandecientes, amparándole de los que le ofendían, a cuya presencia todos los cuatro que le herían cayeron en tierra; y entonces, los que le habían librado, le tomaron de la mano y llevaron consigo hasta llegar a unas huertas, y se despidieron de él, diciéndole estas palabras; el primero dijo: -Éntrese por ahí; y el otro dijo: -Y no salga hasta la mañana; y el último dijo: - Y dé gracias a Dios, que Ángeles de Guarda ha tenido; a los cuales Francisco siempre tuvo por verdaderos Ángeles, porque se desaparecieron instantáneamente. Los efectos de este suceso fueron el no hallarse con herida alguna, habiendo sido tantos los golpes de espadas y dagas que recibió, y verse con ardentísimos deseos de confesar y de recibir a su Divina Majestad Sacramentado y así, en siendo de día, se fue al convento de San Agustín y confesó y comulgó, dando repetidas gracias a Nuestro Señor Crucificado porque le había socorrido en riesgos tan evidentes de vida y alma.

 

 

CAPÍTULO VI

 

De algunas mudanzas de oficios que tuvo en este tiempo, desde veintidós hasta treinta años, y los varios lugares en que estuvo, con sucesos notables.

 

    Desde Burgos vino a Madrid, y entró a servir en el Hospital Real de la Corte, y se ejercitaba con mucho gusto en asistir a los enfermos; pero con los oficiales del Hospital se mostraba con alguna entereza, porque era muy preciado de valiente y le parecía desestimación mostrar a los demás, por recién venido, algún rendimiento. Sucedió que otro criado de aquella casa Real le prestó unos dineros, y él se los pagó; y estando ya pagado, se los volvió a pedir, por cuya causa se desafiaron, y riñendo se le desguarneció la espada a Francisco, y milagrosamente no le hirió el contrario, aunque lo intentó; lo cual fue causa de que le despidiesen del Hospital y no permaneciese donde su natural, verdaderamente piadoso y compasivo, por el ejercicio de la misericordia, podía llegar a conseguir otras virtudes. No era el camino de su vocación, ni el que después tomó yendo a Vallecas a aprender el oficio de albañil, en el cual duró muy poco, y desde allí pasó a Navalcarnero, donde encontró un pobrecillo desnudo, que le movió a tal compasión que, con el dinero que le había quedado del viaje de Castilla, le vistió, sólo por amor de Dios, sin que en esta ocasión se mezclase género de vanagloria, de que luego recibió el premio (aunque en mucho tiempo no lo llegó a conocer), y fue  encontrarse en aquel lugar con Fray Vicente del Castillo, Religioso del Orden Sagrado de Nuestra Señora del Carmen, que estaba pidiendo la limosna de la vendimia, y entró a servirle en el ministerio de recogerla. Fray Vicente, aficionado al agrado y buen proceder de Francisco, le ofreció su favor para ser Religioso del Carmen, cuando destempladamente se impacientó, de manera que parecía haber recibido alguna injuria grande; tanto, que el Religioso, viéndole tan desenfrenado en la desestimación del Sagrado Hábito, le pidió perdón por la pesadumbre que había recibido.

     El obrar con esta violencia no fue natural, porque ni la proposición lo mereció, ni el sujeto (aunque tenía tanto de mundo) era desestimador de la virtud; pues una acción tan descompasada, o tuvo origen en culpas antecedentes, o el demonio, al punto que oyó el nombre que había de ser el remedio de Francisco, le destempló en furor tan atrevido y desbaratado; o fue todo junto, porque es ilación una culpa de otras, y porque el demonio está enseñado a perder tierra a vista de la antorcha resplandeciente del Sagrado Hábito del Carmen.

     Dejó a Fray Vicente, y habiéndose venido a Madrid, entró a servir al P. Fray Antonio Pérez, Provincial del Carmen, y también a pocos lances le dejó; y, en fin, andaba violento en todo. Buscaba su centro, y como tenía tantas cubiertas sobre la vista del alma, andaba ciego y no le hallaba. ¡Oh, Señor poderoso, que no solamente nos has de dar la luz, sino que nos has de correr la cortina para que la veamos! ¡Oh, Señor poderoso, que no solamente nos has de correr la cortina para que veamos tu luz, sino que también has de tener paciencia para aguardar a cuando sea tiempo de correrla! Seas bendito para siempre. Parece que ya iba llegando el de Francisco, pues Nuestro Señor le quiso llamar con voz más alta por el medio siguiente:

     Pasando por la Plazuela de la Cebada, vio reñir dos gallegos, y, como tenía espíritu valiente y compasivo, se llegó a poner paz, a tiempo que el uno tiraba al otro una piedra; ésta dio a Francisco en la cabeza tan grande golpe, que le hendió el casco. Lleváronlo a curar, y luego se conoció que la herida era de peligro de muerte. Son las enfermedades y riesgos ángeles visibles que tratan el negocio de quien las envía, y con el quebranto de la porción terrestre sube de punto la espiritual. Francisco, conociendo el estado de la herida, luego trató de confesar generalmente; y aquel que había hecho tanta desestimación del Sagrado Hábito de Nuestra Señora del Carmen, ahora le pide con muchas ansias a su Confesor le dé, en penitencia, que traiga siempre consigo el Bendito Escapulario. El demonio, que no da cuartel, por no perder pie en esta jornada incitó a una mujer principal para que, con embozo de caridad, regalase a Francisco en la enfermedad, y, sin embargo de que era un tronco tosco y sin desbastar, le solicitase; mas tuvo grandes ayudas del Cielo para la resistencia, y así, en conociendo la intención, no quiso admitir regalo alguno. La herida no daba esperanza de sanidad, y en esta ocasión le curaron por ensalmo, y estuvo luego bueno; tratóse de darle algún dinero para que no hubiese querella, y él, encontrando al que le hirió, cuando se recelaba no quisiese tomar satisfacción, le perdonó sólo por amor de Dios.

     Si las diligencias que pone el demonio para nuestra ruina (no mejorando él de fortuna con ella) pusiéramos nosotros (consistiendo todo nuestro bien en apartarnos de sus lazos), obráramos con la razón y justicia que debemos; aunque del tropiezo pasado salió mal, luego de contado le puso otro de una mujer que intentó su amistad por lograrla; y por tener en él defensa a sus depravadas costumbres con que fue acometido, en la parte de la reputación como hombre de valor, y en la parte de la flaqueza como hombre, no quiso admitir esta amistad, y la tal mujer, haciendo empeño por el desaire recibido para vengarse, dispuso un regalo bien confeccionado y se lo envió disfrazado con muchas caricias. Pero Nuestro Señor, o ya fuese por su inocencia, o lo que es más cierto, por conservarle para la fábrica grande a que le tenía destinado, puso en su corazón un recelo tal, que le obligó a no querer comerle, y a la mañana del día siguiente le halló todo lleno de gusanos; con que declarada la alevosía, rompió su espíritu en sumos agradecimientos a la bondad Divina, por haberle librado de aquel veneno y de una mujer que le mataba porque le quería.

 

 

CAPÍTULO VII

 

De cómo estuvo en Cuenca, y pasó al Andalucía, y dio la vuelta en breve a Castilla.

 

    

     Salió de Madrid nuestro Francisco, por huir las ocasiones referidas; fue a Cuenca; y en aquella ciudad tuvo amistad con una mujer principal, recatada y de hacienda, y por huir ésta pasó al Andalucía; y entrando a servir en Lucena en una casa principal, luego se le ofreció otra ocasión de una mujer de buen porte; y juzgando él que aquellas pláticas miraban a casamiento, salió presto del engaño, porque la mujer se le declaró que era casada, y quedó sin saber lo que haría (que aunque no era muy devoto ni cuidadoso de su alma, sentía interiormente muchas contradicciones a ofensas de Dios, y las evitaba algunas con su divina gracia), y en esta ocasión logró los auxilios celestiales.

     Esto fue el año 1613, en el cual una noche, estando durmiendo, tuvo un sueño, y en él le parecía que estaba en el convento de Nuestra Señora del Carmen de Madrid, delante del Santísimo Sacramento del Altar, y que con toda atención y reverencia miraba la Sagrada Hostia. Los efectos de este sueño fueron movérsele el corazón con gran vehemencia a dejar la Andalucía y volver a Madrid; y no obstante que en Lucena tenía una comodidad muy ventajosa, andaba como fuera de sí, y no podía reposar, ni pensaba en otra cosa si no era en el convento del Carmen; tanto fue, que luego se puso en camino y vino a Madrid, y fue al convento, y en él entró a servir al P. Fray Juan Maello; fue este Religioso conocidamente el instrumento que tomó Nuestro Señor para la conversión de Francisco; y se puede decir que fue hijo de su espera, y de su paciencia, porque cada día se le sacaba el demonio, y cada día le volvía a recibir, hasta que por los rodeos que se verán, vencidos los peligros del mundo, logró las seguridades de la Religión.

     En este tiempo, estando sirviendo al P. Fray Juan Maello, tuvo otro sueño muy profundo, y en él vio unas tinieblas demasiado densas y obscuras, y en medio de ellas una luz como la estatura de un hombre, y aunque durmiendo le parecía que tenía particular temor y grande asombro de aquella luz, extrañando él en sí tal cobardía, y vio que la luz se le venía acercando, y que de en medio de ella salió una voz y le dijo:  -No temas; -y en esto él se confortó y estuvo más en sí; y prosiguió la voz diciendo: -Soy el alma de tu amigo Silo Abalos; -y él reconoció la voz; y prosiguió diciendo: -Estoy en penas de Purgatorio; aconséjote que seas muy devoto del Santísimo Sacramento del Altar.- Despertó, y quedó tan admirado de este sueño, que mucho tiempo después de ser Religioso siempre tenía delante de los ojos esta consideración, y le servía de ejercicio, porque formaba este concepto y decía: ¿Es posible que Silo Abalos esté en el Purgatorio? ¿Un hombre tan buen cristiano que jamás le vi jurar, ni maldecir, ni cosa digna de reprensión, antes con todas sus acciones, palabras y ejemplo edificaba; hacía muchas obras de misericordia, y, aunque pobre, en lo que podía socorría a los necesitados, quitándolo de su comida; que todos los días oía tres Misas, frecuentaba los Sagrados Sacramentos, y todo él era piedad y virtud? Si para éste hay Purgatorio, ¿qué habrá para mí? Los efectos que resultaron de este sueño fueron: copiosos deseos de huir de todas las ocasiones de pecar, ansías fervorosas de contrición y colmados frutos de devoción; ¿qué mucho, si en esta disposición le llegó la pluvia celestial?

     Esto sería a fines del año 1613, y en los principios del 1614 tuvo otra maravillosa visión; ésta no pudo distinguirla si había sido en vigilia o entre sueños, y fue: que vio un Ángel de rara hermosura que con mucho agrado se iba acercando a él y traía una carta en la mano, y conoció, intelectualmente, que la carta era de Nuestra Señora la Virgen Santísima; y también conoció que era para él la carta, y que contenía estas solas palabras: –El viernes irás allá; y con esto desapareció la visión, la cual le dejó con un género de gozo indecible, con una quietud de espíritu admirable, con un fervor en su corazón tan extraordinario, que jamás le había tenido ni a su consideración había llegado; que tal se podía tener, con una devoción tan poco extraña de la naturaleza, que le parecía que siempre había sido, y con tal recelo de perderla, que quisiera primero dejar de ser. ¿Más qué mucho que se trastornarse todo el hombre, y se renovasen y encendiesen los afectos, si en aquellas solas palabras, aunque entre sombras y obscuridades de enigmas y misterios, Nuestro Señor le señaló con la mano el puerto, fin de las borrascas que levanta el proceloso piélago de las culpas, y principio seguro de la conversión, del merecimiento y de la unión, como en su tiempo se dirá?

 

 

CAPÍTULO VIII

 

De cómo dejó al P. Fray Juan Maello y se volvió a su

oficio de arriero, y lo que en él le sucedió.

 

          El P. Fray Juan Maello era un Religioso muy ajustado a la observancia de su Religión, pero de natural algo áspero y puntual. Francisco era voluntarioso y tardo en lo que hacía, y así se desavinieron; con el dinero que le pagó de su asistencia, y con lo que él tenía y buen crédito que siempre conservó, compró tres pollinos y se volvió al oficio de arriero; esto era el año 1615, cuando viniendo con ellos de la Vera de Plasencia y llegando a las viñas de Monte Aragón, una legua antes de la villa de Cebolla, atravesó por delante de él una liebre, que caminaba con paso tan corto, que parecía que apenas se podía menear; él, juzgando cogerla, salió tras ella del camino, y, corriendo mucho más que la liebre, nunca la pudo asir; y cuando se halló fatigado de seguirla, delante de los ojos y de entre las manos se le desapareció; volvió a su camino y halló caídos todos los pollinos que traía cargados de castaña, y cuantas veces los cargaba se volvían a caer en tierra sin poderlo remediar. Al fin perdió la paciencia de todo punto; y cuanto más desatinado, furioso y confuso estaba, le acometieron pensamientos de desesperación; no se podía valer consigo mismo, parece que le ataban el entendimiento y le sujetaban y rendían la voluntad para que ni acertase en lo que hacía ni supiese tomar forma en lo que debía hacer, cuando nuestro Señor fue servido de darle conocimiento de que era tentación. Entonces, rompiendo en un suspiro nacido de lo íntimo del alma, dijo:

    -Virgen Santísima, favorecedme, que padezco violencia; y pues no sé lo que hago ni lo que digo, responded a mis enemigos por mí.

     Más presto bajó el socorro que se pronunció la petición; y hallándose de repente con quietud y serenidad, levantó los ojos al Cielo y vio en el aire formada una Cruz que entonces reverenció como a quien le había valido en tan gran aflicción, y después como por empresa, por abogada, y por instrumento de su bien, de su conversión y de su penitencia.

     Siempre se persuadió a que el demonio en figura de liebre le quiso ir descomponiendo para introducir en su pecho con el suceso siguiente el lance de la desesperación; pero la Reina de los Ángeles, cuyo hijo había de ser, le dio el socorro y la invocación con que puso toda la costa.

     Considerando lo que había sucedido, le pareció que no le quería Dios en aquella ocupación; y luego que hubo vendido las cargas de castañas, vendió los pollinos y se volvió en busca de su P. Fray Juan Maello, persuadido de que le quería bien y aconsejaba mejor, el cual le volvió a recibir, mostrándole que no fuese tan voluntarioso, que era de donde le venía todo el daño. Sirvióle en esta ocasión por muchos días con tanto rendimiento, que admiraba la mudanza de su natural. Con el trato y con el ejemplo se fue aficionado mucho al Sagrado Hábito de Nuestra Señora del Carmen, con gran confusión de su alma de que antes le hubiese menospreciado.

     El P. Fray Juan Maello estaba enfermo de ordinario, y en su celda no se había de tratar sino de perfección y de servir y agradar más a Nuestro Señor, y así en ella se juntaban algunos Religiosos que trataban de espíritu; Francisco, como siempre asistía en la celda, atendía con mucho cuidado a estas pláticas; y viendo lo que significaban aquellos Padres, la importancia de la oración, del rendimiento de la voluntad, de la mortificación de los sentidos, del conocimiento de sí mismos, le dio Nuestro Señor un impulso y toque en su alma, con que conoció que era un hombre perdido y que había malbaratado su vida, y que, habiendo de encaminarla a conseguir el alto fin para que fue criado, se había empleado toda la vida en tomar contrarios caminos, y de estos pensamientos le resultó el irse ensayando en algunos ejercicios virtuosos. Ayunaba tal vez, tomaba alguna disciplina y forcejeaba a meter por razón su natural indómito; recogíase a tener oración vocal, y en este sentido entendía lo que oía hablar de la grandeza de la oración, porque la mental no la conocía. Todo estaba bien para ir empezando, pero el trabajo era que había de salir de casa forzosamente, con que en un instante se perdía todo lo adquirido; y como este árbol era tan tierno, el cierzo de la calle le abrasaba luego, y así Francisco se hallaba devoto en casa, inquieto de fuera, partido el corazón, mitad al alma y mitad a los sentidos.

 

CAPÍTULO IX

 

En que prosigue la materia del antecedente con un caso particular y firme resolución de hacer nueva vida.

 

     Era Francisco un campo de batalla, todo le hacía fuerza; como el afecto venía, se le llevaba tras sí; cuando se aplicaba a la consideración de los bienes espirituales y eternos, le hacían tal fuerza, que quisiera entregarse todo en los medios de conseguirlos; cuando se apoderaba de él alguna tentación, caminaba sin freno. Tomó una vez un libro de oración del P. Maello y se movió con él a retirarse a tenerla (siempre vocal), y la acompañaba con algunos ayunos y retiros de lugares que le solían ser ocasión de culpas. El enemigo de todo bien, mientras le veía más determinado, le ponía más fuertes lazos en que cayese. Sucedió que, yendo un día a una casa con determinación de cometer una culpa grave, deshonesta, reparó acaso en una Imagen de Nuestra Señora que estaba en el camino, y dándole entonces la Divina Majestad consideraciones de la pureza de aquella Santísima Señora, Madre suya y nuestra, que bastaran a rendir el corazón más de piedra, como caballo desbocado se arrojó al precipicio, queriendo proseguir en su intento, cuando un Religioso del Carmen le llamó y le llevó consigo al convento, ocupándole en negocio del Religioso a quien servía. Parece que andaba Nuestro Señor con Francisco como un buen padre a quien se le ha ido un hijo de casa, que, viéndole que huye de él, le va tomando las calles para atraerle; y para persuadirle a que no se pierda, se vale de otra persona que debe montar menos que él, porque en un perdido suele hacer más fuerza lo que no lo debe hacer; así hoy se porta Dios con Francisco, pues no bastando los respetos divinos, logran el fin los embarazos humanos.

     No sosegaba el enemigo, volviendo a representarle la misma ocasión al día siguiente, volviendo Francisco por los mismos pasos a caminar a la misma ofensa y volviendo Nuestro Señor a ponerle delante la Imagen de su Santísima Madre con las consideraciones de la pureza, de la más pura entre todas las puras criaturas; con que volvió en sí (quedando más fuera de sí) de lo que le había sucedido, sin acertar a moverse a una parte ni a otra; y entre obscuridades y confusiones, rémora su entendimiento de sus pasos, se halló con la claridad de la luz que le había bañado todo, apoderándose de él tal, que volvió las espaldas a la culpa para no tornar a hacerla rostro jamás; y ponderando la ofensa que iba a cometer y las circunstancias de la ofensa, se fue al convento, y retirándose a la Capilla de Santa Elena, delante de un Santo Cristo con la Cruz a cuestas, considerando que el peso de ella era el de sus culpas, postrado en tierra y regándola con arroyos de lágrimas y actos de verdadero amor y penitencia, volviendo a mirar a este Señor y con la luz que dio a su entendimiento su divina gracia (obrando ella en él más que él en sí), entre sollozos y suspiros, dijo de esta manera:

     -Señor, yo soy un bruto, y como tal he vivido, perdiéndoos el respeto tantas veces como he repetido vuestras ofensas: no miréis a mi corta capacidad, sino suplidla, y atended a los afectos con que os habla mi corazón.

          Señor, siendo Vos Dios y yo polvo y ceniza, me he atrevido a Vos, quebrantando todos vuestros Mandamientos, no aprovechándome de todas vuestras santas inspiraciones, malbaratando todas las dotes naturales, faltando con ellas a vuestro amor y reverencia, apartándome de Vos y convirtiéndome todo a las criaturas. Yo, que debía, por ser Vos quien sois, alabaros y bendeciros con cada respiración, y por las misericordias que me habéis hecho estar rendido a los movimientos de vuestra voluntad en perpetuos agradecimientos, jamás ocupé la memoria ni detuve la atención en los beneficios que me habéis hecho como Criador y Redentor, ni en el que espero me habéis de hacer como Glorificador; antes, ingrato y desconocido a tantas mercedes, toda mi vida la he empleado en borrar la hermosura que pusisteis en mi alma con la Fe que recibí en el Bautismo y con la divina gracia, y tantas veces con vuestros Santos Sacramentos; parece que andamos a porfía: Vos, siendo Dios, a llover en mí gracias y adornos; y yo (siendo un vil gusano), a desestimarlos y a arrojarlos de mí. En fin, Señor, por lo infinito de vuestro Ser, y de vuestro poder y de vuestra clemencia, no habéis apartado de mí vuestro rostro para siempre, según yo lo he merecido tan sinnúmero de veces; antes, sin causaros horror lo feo de mis culpas, conozco con la luz que me estáis dando que queréis venir a mí y habitar en mí, no como huésped, sino como Señor propietario, haciendo mansión eterna.

     Yo os prometo, Señor, que en mí no ha de habitar nadie más que Vos, que sois mi Dios y habéis de ser todas mis cosas; y para que halléis desembarazada la casa, desde luego renuncio todos mis pecados, todos mis afectos, todas mis pasiones, todos mis cuidados, todos mis sentidos, todas mis inclinaciones, y hasta a mí mismo me renuncio para ser con Vos y por Vos otro nuevo hombre. Clavad, Señor, en esa Cruz que tenéis sobre vuestros hombros la escritura que tiene el demonio contra mí de mis culpas, rompiéndola y cancelándola; y pues con vuestra Cruz las traéis a cuestas, ya os puedo dar las gracias de que os olvidáis de ellas, pues las echáis a vuestras espaldas. Y para que conozcáis  que es firme mi resolución de no ofenderos, desde luego, con plena libertad, por honra vuestra y bien de mi alma, os hago voto de castidad perpetua; y para poderle mejor cumplir y castigar la rebeldía y contradicciones de la naturaleza, os hago otro voto de ayunar, por todos los días de mi vida, los miércoles, viernes y sábados de cada semana; y porque os agraden y aceptéis mejor mis votos, nombro por mi intercesora, en este acto de tanta solemnidad, a la Reina de los Ángeles, María Santísima, Madre vuestra y Madre y Señora mía; y hago otro voto también, sobre la obligación que tengo a Vos y a Ella, de traer toda mi vida el Sagrado Escapulario de su querida Religión del Carmen.

 

 

CAPÍTULO X

 

En que prosigue su conversión y de cómo hizo confesión general.

 

     Estando dispuesto el corazón de Francisco, como se refiere en el capítulo antes de éste, le aconteció, pasando por la Plaza Mayor de Madrid, que estaba predicando un Religioso de la Compañía de Jesús, y con el espíritu y fervor que acostumbran los Padres de esta sagrada Religión, reprendía el vicio de la deshonestidad. Llegóse a oír el sermón, y cada palabra era un dardo que le atravesaba el pecho, pareciéndole que aquel sermón se había hecho sólo para él, y que hablaba Dios en la boca de aquel santo Sacerdote; y como la conclusión fuese para la verdadera enmienda el medio de una confesión general, y él estaba ya tocado de buena mano, se resolvió a buscar oportunidad de hacerla, eligiendo por su confesor al mismo Padre que había oído predicar. Con esta determinación se volvió a servir al Padre Maello, y viendo que con su ocupación se le iba pasando un día y otro sin hacerla, hizo promesa a Dios de no comer más que pan y agua hasta tanto que hubiese hecho confesión general, y así lo cumplió; para lo cual se despidió de dicho Padre, con algún color de respeto, sin querer declarar su ánimo, y en una casa virtuosa donde le estimaban se preparó con tiempo suficiente para la confesión, a su modo de entender cabal. Fue al Colegio de la Compañía de Jesús, y apenas hubo entrado en la portería y preguntando por el Padre que predicó en la Plaza tal día, cuando le puso el portero con él  e hizo su confesión general, quedando muy contento. En la Compañía de Jesús, ni se diferencian las personas, ni el tiempo, ni la ocasión para que se deje de cumplir con su instituto. ¿Quién entró buscando remedio para su alma que no se le franqueasen las puertas? Todos están siempre para todos. ¡Gracias os doy, Señor, de que me criasteis en vuestra Iglesia, y también de que para ser doctrinado en ella me criasteis a tiempo que ya habíais enviado la Compañía de Jesús al mundo!

      Francisco, habiendo hecho confesión general muy a su satisfacción, se volvió otra vez con su Padre Fray Juan Maello, el cual le quería bien y sabía su verdad, fidelidad y cuidado, y que era hombre principal; atribuía sus defectos a su corta capacidad, y así le volvió a recibir en su servicio, admirándose de ver su mudanza y verle tan rendida la voluntad, que es lo que más extrañaba, y que sus pláticas eran todas en orden a aprovechar en la virtud; y así, por conseguir su perseverancia y por apartarle de los lazos que los mozos ellos mismos se echan para ahogar la vida del espíritu, trató de casarle con una hija de confesión, mujer honrada y principal y que tenía algunos bienes de fortuna, y que persona de más comodidades que Francisco lo tuviera a mucha suerte. Propúsoselo, y como si le hubieran hecho alguna sinrazón, se sobresaltó, y por no dejar sin respuesta al Padre Maello le dijo, con grande destemplanza: - Sólo una esposa espero tener, que jamás se ha de morir, y a ésta he dado la palabra; quiera Dios que sepa cumplirla. Quietóse, y al Padre Maello, con buenas palabras, le procuró dar a conocer sus intentos, aunque por rodeos, de que el Padre hizo poco caso, porque conocía bien sus mudanzas; pero viendo que perseveraba en sus buenos propósitos, le aconsejó que acabase ya de resolverse a tomar estado y eligiese el más conveniente a su natural, porque el modo de vida que tenía era muy arriesgado. Francisco tenía muchos impulsos de pedir el Santo Hábito del Carmen; pero el demonio le hacía fuerte guerra, con capa de humildad falsa, persuadiéndole a que era indigno de él, pues le había despreciado, y la tentación no le daba lugar a que tuviese atrevimiento de pedirle. Volvía a considerar los riesgos del mundo, y que el que no hace mucho aprecio de ellos para excusarlos, muere a sus manos; y así se determinó de ir al convento de la Victoria de Madrid a pedir el Santo Hábito de San Francisco de Paula, pareciéndole sería fácil conseguir este bien en aquella Sagrada Religión, porque en ella no se sabía que él había desestimado el estado Religioso, y porque allí había muchos sujetos de Mora, su patria, que tenían mano en el Gobierno, y conociendo su calidad y sus buenos deseos le ampararían para que consiguiese la dicha de ser admitido en tan Santa y ejemplar Familia. Todo este discurso iba muy puesto en razón, y los medios eran proporcionados, si no lo embarazara determinación superior que, como si todo fuera al contrario, luego que se hizo la proposición se desvaneció el intento; y Francisco, resuelto a tomar forma de vida por el estado Religioso, y que en el Carmen, respecto de su indignidad, no podía ser, volvió a dejar al Padre Maello para intentar su fortuna en otra parte.

 

 

CAPÍTULO XI

 

En que prosigue con raros suceso la determinación de ser Religioso.

 

     Entró a servir en el Colegio de Atocha al Venerable Padre Fray Domingo de Mendoza, del Sagrado Orden de Predicadores, varón de singulares virtudes, hermano del Ilustrísimo Señor Don Fray García de Loaysa, Cardenal Arzobispo de Sevilla e Inquisidor general. Allí fue estimado por su verdad y buenos respetos, a quien sirvió cuatro meses. Sucedió que estando una noche solo encendiendo un velón, sin que hubiese otra persona en la celda, oyó una voz exterior que le dijo: -Francisco, Francisco, Francisco, date prisa, date prisa, date prisa. Causóle mucho cuidado, porque no sabía lo que fuese, y sólo sabía de cierto que no había quien se la pudiese dar, y le pareció que la inteligencia de aquella voz era que se diese prisa a entrar en Religión. Esta misma voz, por tres noches continuadas, le llamó con la misma formalidad; y en la última le causó tal temor, que no podía sosegar y andaba consigo mismo violento; con que en amaneciendo se fue al Padre Fray Domingo, y sin declarar motivo alguno le dijo: -Vuesa Paternidad me haga decir tres Misas a la Santísima Trinidad, y me encomiende a Dios para que no vuelva atrás en lo comenzado. Dicho esto, le dio un real de a cuatro, que era todo su caudal, y sin más urbanidades, ni hacer cuenta del tiempo que le había servido, le dejó; y como todo esto fue tan sin modo, el Padre Fray Domingo juzgó que le había dado algún accidente. Desde allí, valiéndose de personas de autoridad, volvió a los Padres Mínimos, y mientras más medios ponía, más cierta hallaba su exclusión; con que desengañado, se fue a los Padres Carmelitas Descalzos, y al Padre Provincial le pareció muy bien y quedó muy contento, porque lo robusto del natural ayudaba mucho para que obrase bien en cualquiera ocupación que la obediencia le emplease, y él salió muy consolado; y volviendo otro día por la licencia para recibir el Santo Hábito, oyó la misma voz que le había hablado, que le dijo: -No es aquí. Y aunque hizo reparo, entró a hablar al Padre Provincial y le halló totalmente mudado; con que no tuvo efecto su pretensión, y con que entró en consideración que aquella voz, pues tenía tal eficacia, era Divino Oráculo, y que con negarle lo que pretendía le consolaba; pues diciendo que no era allí, le daba a entender que era en otra parte; con que se resolvió de ir a la Cartuja a ver si era el camino por donde Nuestro Señor le llamaba; y caminado al convento, iba pensando en la importancia del negocio a que iba, y oyó segunda vez la voz que le dijo: -No es aquí; con que rendido a la voluntad Divina, se volvió a Madrid sin llegar al convento; y pasando por San Bernardino, que lo es de Descalzos de nuestro Padre San Francisco, entró en consideración si sería para aquel Santo Hábito su llamamiento, aunque su inclinación siempre era al Carmen de la antigua observancia; si bien éste le parecía no podía ser, pues él le había despreciado, y no obstante, se vino al Carmen de Madrid y asistió algunos días al P. Fray Antonio Pérez, a quien en otra ocasión había servido; pero andaba con notables inquietudes, sin tener rato de sosiego, vacilando en qué hábito tomaría y resolviéndose que tomaría cualquiera en que le quisiesen, pues sería esa la voluntad de Nuestro Señor. En este tiempo se le ofreció una visión, que ni supo bien lo que quiso dar a entender, ni tampoco se afirmó en si era imaginaria o intelectual; sólo le pareció que se le había ofrecido pensamiento de ir a San Bernardino y declararse con el Padre Guardián, y luego lo puso por obra. El Padre Guardián recibió bien la proposición, y le dio carta para el Padre Provincial, que estaba en Cebreros, el cual, habiéndola visto, le dijo: -Que para Lego no le había de recibir, pero para el coro le recibiría. Francisco se allanó a todo por los ardientes deseos que tenía de ser Religioso; y también, pareciéndole que aquella visión que no supo entender le instaba a que éste debía de ser el camino; y es verdad que no la entendió, y que su Divina Majestad, a los muy experimentados en su trato y amistad les suele encubrir, por sus altísimos fines, la declaración de sus luces y avisos, cuanto y más a los bisoños; y así fue en esta ocasión, porque en virtud de las órdenes del Padre Provincial y acuerdo tomando con el Padre Guardián, compró el sayal para su hábito y le llevó a San Bernardino, y el Padre Guardián hizo que allí se le cortasen, y se le entregó para que le llevase a coser y volviese a recibir el Santo Hábito de nuestro Padre San Francisco; y estando todo ajustado y prevenido, al salir del convento a ejecutar lo referido, la voz que otras veces le había hablado le dijo: -No es aquí. Apenas la oyó cuando, cayéndosele el sayal de las manos, le ocupó todo un sudor frío, y faltándole la respiración, llenos de lágrimas los ojos, que lo eran de sangre en su alma, mirando al Cielo, dijo: - ¿Señor, si no me entiendo a mí, como queréis que os entienda a Vos; si la grandeza de mis culpas os obliga a castigarme, para que estando viéndoos no os vea, y oyéndoos no os oiga? Por esto es infinito el número de vuestras misericordias; mi rudeza, viéndoos hablar en sombras y en misterios, se equivoca y llega a dudar si es vuestra la locución; pero vuestros caminos, aunque no son comprendidos, siempre son justos y santos, y no importa que yo entre ciego en ellos; si confío en Vos, me alumbraréis. Tengo esperanza firmísima que quien me guía en el viaje que no he de elegir, me tiene que guiar en el que he de elegir, para que, apartado del uno y siguiendo del otro, o vivo o muerto, siempre sea vuestro.

 

 

 

CAPÍTULO XII

 

En que prosigue la misma materia.

 

     Desengañado de que tampoco era su vocación para el Orden de nuestro Padre San Francisco, dio el sayal para que se hiciese el hábito y se diese de limosna para enterrar un pobre, y se fue a Alcalá en ocasión que se hacían fiestas al glorioso San Diego, y mientras duraron estuvo en el convento del Carmen, donde tenía muchos Religiosos conocidos por la asistencia que había tenido en el de Madrid. En esta ocasión se trató entre todos que pidiese el Hábito del Carmen, que se le facilitaría mucho, respecto de que todos le conocían y querían bien; y aunque la tentación de no pedirle, porque no le merecía, respecto de  haberle desestimado, le hacía fuertes repugnancias, no obstante, se determinó a pedirle al P. Maestro Fray Juan Elías, que se hallaba en Alcalá. Vino a Madrid, y con tal intercesor se persuadió de ganar la voluntad del Padre Provincial, como sucedió; y desechadas ya las dificultades de la tentación, y saliendo bien lo que se obraba contra ella, cada hora que se tardaba en recibir el Santo Hábito le parecía un siglo. El Padre Prior de Madrid hizo pretensión de que le tomase en su convento; pero la licencia del Padre Provincial era para que se le diese en Alcalá, y con ella fue recibido en 2 de febrero de 1617, día de la Purificación de Nuestra Señora.

     El gozo con que se halló no se puede decir, ni imaginar, porque le pareció que ya había llegado el fin de su peregrinación. Callen todos los deseos conseguidos de pretensiones humanas, con el que tiene un alma cuando goza de los medios que encaminan al Sumo Bien. El Padre Prior, viéndole que procedía en todas sus cosas con religión, modestia y afabilidad, le mandó que cuidase de la despensa, y juntamente del regalo de los enfermos. No es creíble la puntualidad y alegría con que asistía a todo. Este año fue muy estéril, y Francisco (aunque Novicio) tenía en la villa opinión de Siervo de Dios, y era muy compuesto en lo exterior, con que se hacía estimar, y fue causa, al ver su proceder humilde, para que muchas personas socorriesen al convento. Los pobres que acudían a la portería eran muchos, y sin faltar a las ocupaciones de la obediencia, él disponía el tiempo de suerte que los socorría a todos. Los Religiosos le estimaban y encarecían su virtud, su agrado y asistencia: no había en aquella Familia quien no estuviese muy enamorado de Francisco y dijese mucho bien de él a todas horas. Él estaba sumamente contento con el Hábito y con los Religiosos; a todos los ayudaba, a todos los servía, a todos los amaba; cuando se le representó al entendimiento una visión, que le dio a entender que a los diez meses le habían de quitar el Santo Hábito y echar del convento; y estando con gran tristeza y recelo para desestimar aquella aprensión, oyó la voz que le solía hablar, que le dijo: -Francispanono es aquí. Causóle extraña novedad ver que aquella voz, en las ocasiones antecedentes de elegir estado, siempre le hubiese prevenido antes del empeño de llegarle a tomar, y ahora le avisase después de tomado y estando en posesión de su Sagrado Hábito, que no trocara él por todos los reinos del mundo; con que llanamente se persuadió a que era tentación para perturbar la conformidad en que se hallaba y entibiarle en el ejercicio de las virtudes religiosas, y para vencerla procuraba rendirse con profunda humildad en el Divino acatamiento y fervorizarse más en lo que le ocupaba la Santa Obediencia; pero nada bastó, porque había determinación celestial en contrario; y así, luego que cumplió los diez meses que le previno la visión, toda la Casa se le mudó, y él también se mudó con ella; empezó a ser desagradable a los Religiosos, a proceder con tardanza en sus ministerios, a hallarse todos mal con él, y él consigo y con todos. Los que aplaudían su virtud, ya decían que era hipocresía; los que estimaban los socorros que por su causa hacían al convento personas principales de la villa, decían que había sido desatino atribuir a un Lego lo que se hacía por Nuestra Señora del Carmen; los que sentían bien de la continua alegría de su rostro, decían que era arte y afectación; los que reconocían que desde que asistía a la portería se hacía más limosna, decían que daba más que lo que alcanzaban las fuerzas del convento; los que alababan la puntualidad con que acudía a todo en la iglesia, decían que era demasiada libertad para un Novicio; él, por otra parte, cuando había de acudir a los enfermos, se dormía; si ayudaba a Misa, se perturbaba y no respondía a tiempo; si llevaba aceite para las lámparas, se le caía sobre los hábitos; con que el demonio, por permisión Divina, le traía todo desbaratado y descompuesto; él lo hacía para arrancar aquella planta de la tierra fértil del Carmelo, y Nuestro Señor lo permitía, para que, trasplantada en ella misma, diera mayores frutos, y para que saliese soldado experimentado en las batallas, en que después se había de ver, con su Divina gracia, triunfador de todas las huestes infernales. En fin, el desabrimiento de todos crecía, y Francisco sin querer le fomentaba; con que el Padre Prior de Alcalá, habiendo dado cuenta al Padre Provincial, y con orden suya, le llamó una noche muy a deshora, y haciéndole poner su vestido secular, le quitó el Hábito y despidió del convento.

 

 

CAPÍTULO XIII

 

De lo que le sucedió después de que le quitaron el Hábito.

 

          ¡Cuál se hallaría en la calle, y a deshora, y solo, con acontecimiento tan inopinado, Francisco! No puede haber palabras para poderlo significar, porque ni fue prevenido para que se enmendase, ni en su conciencia había habido que enmendar, aunque los Padres obraron con dictamen de razón; y fue la razón mayor el impulso del dictamen.

     Viéndose de aquella suerte, le pareció, y con justa causa, que no era bien quedarse en Alcalá, y a aquella hora tomó el camino de Madrid. Al demonio, grande acechador de los instantes, y aun de los átomos de Francisco, le pareció buena ocasión para aventurarlo todo al suceso de una batalla, pareciéndole que, en el caso presente, haciéndole guerra en el afecto que más predominaba, no había fuerzas en la naturaleza para la resistencia; y así que salió de la villa y venía por el camino de Madrid, a orillas del Henares le quiso cerrar por todas partes los socorros, para obligarle a una desesperación, proponiéndole que ningún hombre sobraba en el mundo sino él; que el único remedio que le había quedado por intentar era el de la Religión, y ese, por su culpa, le había malbaratado, y justamente habían echado de ella a un hombre tan indigno; que mirase en cuántos oficios no había cabido, qué auxilios no había atropellado, qué pecados no había cometido ni qué confianza le quedaba a un hombre que había negado tres veces a su padre y con una desobediencia tan escandalosa le había desamparado; y así que, para estorbar los baldones que había de tener, el acto más heroico y de reputación que podía intentar era echarse en el Henares, para que de una vez dejase de ser testigo de sus afrentas, y de hombre tan infeliz tuviese fin la memoria. Todas estas cosas forcejeaban a apoderarse del entendimiento y de la resolución de Francisco, y todas tenían bastante fuerza para atropellarle, si él de su voluntad se hubiera puesto en aquel estado; pero como Nuestro Señor, por sus soberanos motivos, le puso en él, en él le socorrió; dándole claridad para que, con la divina gracia, rompiese su voz, diciendo: - “Todas esas culpas son mías, pero ¡válgame la Sangre de Jesucristo y la intercesión de su Madre!” – con que el que  no pudo desatar los lazos, los rompió, y su enemigo, a este bote de lanza perdió tanta tierra, que, dejando la guerra de la vida y del alma, la convirtió en la de las aflicciones del cuerpo, contentándose por entonces con cualquier género de venganza.

     Francisco, por el camino de Madrid (ilustrado cada instante más su entendimiento), venía diciendo: -“Nunca he conocido tanto mi corta capacidad como ahora. Quisiera saber de qué me acongojo. ¿Por ventura yo he de huir las manos del Altísimo ni vivo ni muerto? ¿Por ventura se hace nada sin su voluntad? Pues a mí sólo me toca el no cometer pecado, y por la bondad de Dios, desde que hice la confesión general última juzgo que grave no le he cometido: que caigan rayos del Cielo y me hagan ceniza; que la tierra se abra y me reciba en su centro; que la Religión me arroje de sí; que sea el desprecio y abatimiento del mundo; que viva en perpetua deshonra; que sea afligido en cuerpo y alma, ¿qué importa todo, si en ello no interviene pecado? Concédame Dios el que yo esté en amistad suya, y cáiganse los montes sobre mí y el Infierno se conjure sobre mí, pues yo no debo temer sus penas en comparación de mis culpas” Con estos celestiales sentimientos vino caminando a Madrid y, habiendo ya amanecido, entró por la Puerta de Alcalá; y estando descansando y discurriendo la vereda que había de tomar, el demonio, que no le perdía de vista procurando hallar ocasión de vengarse de él, dispuso que unos aguadores, sobre quién había de llenar en una fuente primero, se trabaron de pendencia; Francisco, como naturalmente era caritativo y nada cobarde, se llegó a ponerlos en paz, a tiempo que uno tiró una piedra, la cual le dio en una sien, hiriéndole  de peligro; al ruido y voces de los aguadores y gente que se llegó acudió la justicia, y prendió al que tiró la piedra; Francisco se les hincaba de rodillas, bañado el rostro en sangre, pidiendo por amor de Dios que no prendiese a aquel pobre hombre que a él le había herido casualmente, sin querer herirle. Los alguaciles porfiaban en que se fuese a curar y en llevar su preso, cuando también, al mismo ruido, se llegó el P. Fray Juan Maello, que aquella mañana (como andaba siempre achacoso) había salido a hacer ejercicio; y viéndole herido y en aquel hábito, le extrañó todo; y usando de su acostumbrada piedad, le hizo curar, asistió a la cura y luego se le llevó consigo al convento del Carmen.

 

 

CAPÍTULO XIV

 

De lo que le sucedió en su enfermedad, y varias ocupaciones en que se volvió a ejercitar.

 

     El suceso antecedente de haberle quitado el Hábito en el convento de Alcalá, parece que pedía que se apartase del comercio con Religiosos del Carmen, porque es muy propio de nuestro natural huir de lo que le puede ser desdoro o vergüenza; y también pedía que los Religiosos no le admitiesen, o se excusasen de comunicación con él, por no darle en rostro con su poca perseverancia por traer un género de desestimación consigo el defecto ajeno conocido, pues nadie se había de persuadir a que sin culpa suya se había hecho tal demostración, y el mirar con algún desaire la imperfección que se tiene delante de los ojos es muy propio de nuestra naturaleza; que aun a vista de muchas perfecciones siempre se va la vista, y tras ella el reparo, o a lo que es digno de nota, o a lo que es menos perfecto, como cuando se mira una hermosura muy cabal que tiene un lunar, y la vista no acierta a apartarse de él, porque es imperfección. No sucedió así con Francisco y los Religiosos, porque él los miraba como a hermanos, y ellos le asistían a él en la curación de su herida con el propio amor que si conservara el Sagrado Hábito de la Virgen.

     En esta ocasión de su enfermedad, el demonio, que no perdía tiempo, dispuso que una mujer principal y de caudal, con quien había tenido amistad en Cuenca, en esta ocasión hubiese venido a Madrid y llegase a saber que estaba herido y en el Carmen, la cual hizo empeño por todos los caminos posibles de sacarle a curar a su casa; y viendo que ni por recados ni por papeles tenía respuesta, se valió de un Religioso del mismo convento, diciéndole que Francisco había de ser su marido, y que de esta resolución no le habían de apartar ni parientes, ni amigas, ni el saber que era pobre, ni las indecentes incomodidades en que había vivido, que todo lo sabía; y que, supuesto que el Religioso conocía su calidad y hacienda, hiciese este bien a Francisco de declarárselo de su parte para que tuviese efecto resolución tan justa y honesta. El Religioso se lo propuso; y cuando imaginó que le diera los debidos agradecimientos a una proposición de donde le resultaba conveniencia, la respuesta fue tan ajena de la que se esperaba, que el Religioso no volvió a hablar más en aquella materia. Lo que el demonio perdía en él con los pensamientos que le traía continuamente a la imaginación, lo ganaba en la mujer con las perseverantes instancias que a todas horas y por todos caminos hacía; y fue tal su obstinación en esta parte, que aun después de muchos años de Religioso le sirvió de instrumento en Cuenca para que lograse una de las mayores victorias que hombre jamás alcanzó, como en su tiempo se dirá.

     A un mes de enfermo se levantó, convaleciente de su herida, y siempre perseveraba la mujer en que le había de llevar a convalecer a su casa; y le tenía cogidos los puertos de tal suerte, que con nadie hablaba que no le dijese que hacía mal en no admitir un partido tan ventajoso y encaminado a buen fin; pero como sus intentos eran otros, se puso en manos de Nuestro Señor y de su Madre Santísima del Carmen con profunda resignación; y lo que resultó de esta humilde y segura conformidad fue que, con licencia del Padre Maello y de los Religiosos amigos, se salió huyendo de Madrid, pareciéndole que a incendios de esta calidad, el que no pone tierra en medio confía en sí, y el que se confía en sí (como fabrica en falso) es fuerza que se pierda. Partió de Madrid, y anduvo por algunos lugares, hasta que llegó el tiempo de la siega, y en ella adquirió setecientos reales. Sucedió que, estando en un lugar, oyó a un hombre que estaba dando lastimosas quejas, diciendo: Que no había piedad en el mundo, pues otro, a quien debía ochocientos reales, pudiendo irlos cobrando a plazos, le sacaba por justicia una recua que tenía, con que le dejaba sin remedio a él, y a su mujer y a sus hijos, pues con ella era con lo que ganaba de comer para toda su casa. Condolióse Francisco de aquella lástima, tan puesta en razón, y llegándose al acreedor, le dijo: Que tomase luego setecientos reales, y aguardase por los ciento, que no era bien dejar una casa perdida donde había mujer e hijos; y le entregó los setecientos reales que él había ganado con mucho sudor y mucho tiempo; y volviéndose al hombre, que estaba admirado de lo que le sucedía, le dijo: - Amigo, ya es suya la recua; si en algún tiempo pudiere y quiere pagarme, lo haga, que yo voy muy contento de haber servido a Nuestro Señor en algo; y desde allí fue a Villamuelas, en casa de un pariente suyo, donde fue muy bien recibido, y con quien comunicó todas sus tragedias, el cual, lastimado de su poca dicha, y reconociendo que su corta capacidad ayudaría mucho a su corta ventura, le dio una cantidad de dinero para que se socorriese mientras disponía algún modo de vida. Francisco, estimando la dádiva (como era razón), lo recibió y se fue a Ocaña, y desde allí a Cuéllar, pareciéndole que sería bueno volver a trajinar. Como no era el camino determinado, a pocos accidentes que le sobrevinieron se halló sin el embarazo del dinero y pobre y desvalido como de antes; entró en cuenta consigo, y como eran tan grandes los afectos que tenía a la Religión, reconoció que, para conseguir esta dicha, no tenía medios proporcionados, sino al Padre Maello y a los Religiosos amigos del convento del Carmen de Madrid, que le conocían; y así luego se puso en camino, viniendo por él formando un concepto que a toda discreción humana parecerá sin términos y desbaratado, y a él le valió hallarse en la Religión, y con ella todos los colmos de virtudes y gracias a que Nuestro Señor levantó su espíritu.

 

 

CAPÍTULO XV

 

Del extraordinario camino que halló para volver a ser Religioso del Carmen.

 

 

Era Francisco (aunque de natural rústico) hombre que, en llegando a tratar cosas virtuosas y espirituales, disimulaba el poco talento y todo lo que era en orden a su alma, y llegarse a Dios le hacía mucha fuerza; y así, cuando discurría con el dictamen de su natural, en lo que pide alguna disposición humana, no sólo lo erraba en la disposición, sino también en la explicación, porque se daba mal a entender; pero en llegando a los sentimientos en que rompía su espíritu, o para la execración de las culpas, o para la deprecación de la divina misericordia, o para la intercesión de la Reina de los Ángeles (con quien en todos tiempos tuvo cordial afecto), entonces lo que hablaba era a tiempo y con estilos; era propio, abundante y devoto; y así por el camino para Madrid venía discurriendo en el único negocio que tenía, que era disponer su vida temporal de suerte que le fuese instrumento para la eterna en el cumplimiento de sus votos, a que nunca faltó, y principalmente en qué estado había de ser el suyo.

     Por cualquier parte que echaba, parece que tenía un ángel delante con una espada que le embarazaba el paso, y sólo cuando pensaba en ser Religioso del Carmen se le allanaban los caminos. Bien es verdad que, considerando el tiempo que fue Religioso en Alcalá, y que estando con mucha paz de su alma tuvo locución de que no era allí en aquel convento, y que ahora, en esta ocasión, se le ofreció un discurso con más claridad al entendimiento, que le dio a entender que aquella voz era de Dios, y que bien podía ser su vocación para aquella Religión y no para aquel convento; y que por esta causa, en las demás Religiones que pretendió, la voz le alumbró antes de tomar el hábito, y en la del Carmen después de haberle tomado, con que se persuadió a que no había duda que Nuestro Señor quería servirse de él en la Religión del Carmen. A esto ayudaron los efectos que se siguieron en su alma, porque luego que le fue dada esta inteligencia se halló en un mar de gozos y en una quietud sobrenatural; y así luego se puso a considerar medios por donde poner en ejecución el volver a tomar el Hábito Sagrado de la Virgen del Carmen. Hasta aquí parece que obraba en la distinción que dimos de Francisco lo espiritual y lo devoto, y desde aquí lo natural.

     Parecióle que era cosa muy proporcionada y puesta en razón echar rogadores para que supliesen con su autoridad lo que a él le faltaba de merecimiento; y pensando en quién podía ser medianero de más respeto y de más autoridad, le pareció que ninguno lo haría tan bien como el Rey; y esto le hizo tanta fuerza, que apresuró el viaje para venir a echarse a los pies de Su Majestad para que mandase que le recibiesen por Religioso del Carmen en otro convento que no fuese el de Alcalá.

     En estos discursos se le pasó el camino y llegó a Madrid; y aguardando a que fuese día en que el Rey saliese a la Capilla, llegó el primero de fiesta, y muy prevenido de razones se fue a Palacio, con una seguridad más dichosa que fundada, en busca del Rey; subiendo la escalera de Palacio, al llegar al último escalón vio que venía un caballero con muchos criados de hacia el cuarto por donde el Rey sale a la Capilla, y repentinamente se le ofreció al entendimiento que para intercesor bastaría aquella persona de tanta autoridad, y sin más advertencia ni  reparo se echó a sus pies diciendo que no se había de levantar de ellos sin que primero le ofreciese de ampararle con los Religiosos del Carmen para que le recibiesen por Lego de aquella Religión. El caballero, admirado de caso tan extraordinario, juzgando al principio si en aquel hombre era enfermedad aquella demostración, le dijo que en ningún convento podía ser él medianero para tan santo propósito como en el Carmen, porque en él tenía muchos amigos; y haciéndole algunas preguntas, reconoció que aquel impulso era nacido de un amor fervoroso a la Religión; con que se resolvió de ir al convento y le mandó que le siguiese. Llegaron a él y a la celda del Padre Provincial, el cual dijo al caballero después de haberle oído:

      -Señor mío: en casa todos queremos a Francisco muy bien, y en el convento de Alcalá tuvo nuestro Santo Hábito por diez meses, pero al fin de ellos todos los Religiosos se hallaban disgustado con él por causa de que era puerco y tonto, y yo, por concurrir a su dictamen, le mandé quitar el Hábito, creyendo que, habiéndole ellos experimentado aquel tiempo, no convendría, pues Religiosos de virtud y celo así lo significaban; pero él, en lugar de apartarse de nosotros, no hace sino tomar diferentes veredas y luego se nos vuelve a casa; donde reconocemos su verdad y buen trato, y que es hombre bien nacido y nunca se le ha hallado cosa que desdiga de su sangre.

      El caballero (que entonces no se atendió a hacer memoria de quién era y ahora no se puede averiguar), dijo al Padre Provincial:

      -Cierto que las culpas que le ponen no son muy atroces, y que si algo se debe suplir es esto, y los Padres de Alcalá se destemplaron rigurosamente; porque para las ocupaciones que este hombre puede tener en la Religión, ¿qué importa que sea puerco ni que sea tonto, si en lo que se le manda no hay repugnancia? Y cierto que reparando en sus fervorosos deseos, cuando él no fuera para ocupación alguna en la Religión, yo le recibiera para Santo.

     El Padre Provincial ofreció hacer lo que el caballero le pedía; con que, despedido cortésmente, envió a llamar al Padre Maello, y después de haber tratado entre los dos esta materia, dijo el Padre Provincial a Francisco:

     -Mire, hermano: él que se ha criado entre labradores; ¿sabrá dar buena cuenta si yo le pongo en convento en que haya labranza?

     A lo cual respondió:

     -Con el favor de Dios y de la Virgen Santísima procuraré dar buena cuenta de aquello en que me pusiere la santa Obediencia, y principalmente en ese ejercicio, porque es conforme a mi natural.

     Entonces le dijo el Padre Provincial:

      -Pues prevéngase y disponga el Hábito, porque ha de ir a tomarle a nuestro convento de Santa Ana del Alberca.

 

 

 

CAPÍTULO XVI

 

De lo que sucedió hasta tomar el Hábito en el

convento del Alberca.

 

 

     Cómo se halló Francisco con la resolución del Padre Provincial, no hay lengua que lo pueda decir; porque si en las pretensiones de mundo se apodera tanto de nuestro corazón la alegría de conseguir, fundada en conveniencia temporal, que en su misma exaltación es polvo y aire, en las pretensiones de Cielo ¿cómo se apoderarán del mismo corazón los medios que conducen a conveniencias eternas?

     El Padre Maello, con la determinación del Padre Provincial, le dijo a Francisco que si tenía disposición para hacer los hábitos y ponerse luego en camino y él respondió: que no se hallaba con dineros, pero que se iría a trabajar en lo que le saliese y todo lo reservaría para comprar los hábitos. El Padre Maello, como hombre discreto, reconocía que su natural era mudable, y que también en la Religión se podían ofrecer accidentes que lo embarazasen, y así le dijo: Yo saldré luego a ver si entre las personas virtuosas que confieso puedo juntar alguna limosna para hacer los hábitos; y entretanto que yo hago la diligencia puede Francisco retirarse a la iglesia, y ofrecerse muy de veras a Nuestro Señor, poniéndose en sus manos con total resignación, para que en esto haga lo que más fuere de su santo servicio. Como lo dijo, así lo ejecutó; y mientras hacía la diligencia el Padre Maello, él se entró en la Iglesia y en el altar donde estaba Nuestro Señor Jesucristo con la cruz a cuestas, y donde hizo los votos referidos, hincado de rodillas, con mucha copia de lágrimas y profunda humildad, decía:

     Señor, desde que ante Vos mismo hice mis votos, bien sabéis las fortunas que me han seguido, y que en ellas no ha tenido parte mi voluntad, y que sin merecer vuestras misericordias me habéis traído siempre en vuestras manos librándome de tantos peligros de cuerpo y alma. Hoy vengo a vuestra presencia a pediros limosna; ¿qué mucho, si todos somos vuestros mendigos? Bien creo que el celo de este siervo vuestro que con tanta caridad ha salido a hacer diligencias para mis hábitos os ha de ser agradable, y siéndolo no puedo dudar de que todo sucederá dichosamente.

     De esta suerte empezó Francisco a lograr la tarde con su Dios y Señor, y en estas y otras amorosas jaculatorias se estuvo hasta que, habiendo pasado poco más de tres horas, le envió a llamar a la iglesia el Padre Maello, que venía ya con los hábitos comprados y con un criado del mercader que se los traía, y en habiéndole visto, le dijo: -Que fuese muy agradecido a Nuestro Señor, y supiese que a la primera persona que hizo la proposición de la limosna de los hábitos le fue tan agradable, que tuvo a dicha el que le hiciese la petición, y no sólo le dio para ellos, sino para las hechuras y para el viaje, y muchas gracias de que, pudiendo valerse de otras personas, hubiese querido valerse de él; con lo cual Francisco los llevó luego a quién los hiciese, y entretanto el Padre Maello sacó la orden del Padre Provincial; y todo vino tan a tiempo, que dentro de dos días (habiéndose despedido tiernamente de él,  y con muy justo título, porque le debía todo su bien) se puso en camino con sus hábitos al hombro para el convento de Santa Ana del Alberca.

     Hay desde Madrid a este convento veintiuna leguas, y con las ansias de llegar al puerto, que lo fue de todas sus felicidades, las caminó en día y medio; y no es de maravillar no sintiese el camino y la presteza en él, que no sabe tardanzas la gracia del Espíritu Santo. Iba su entendimiento ocupado en celestiales meditaciones; considerábase arrojado de la Casa de Dios y vuelto a recibir en ella. Mirábase con el Sagrado Hábito de la Virgen, partícipe de todas las divinas influencias que esta gran Señora reparte a los Religiosos que militan debajo de su bandera del Carmen. Juzgábase con aquel Hábito que tantos y tan grandes Príncipes del mundo tuvieron por su mayor felicidad el conseguirle, que procesaron tantos Obispos y Patriarcas, tantos mártires y confesores, tantos Doctores, Anacoretas y Vírgenes. Admirábase que a un hombre de tan mala vida se le hubiesen de comunicar las gracias, indulgencias y privilegios que goza esta Sagrada Religión, que parece que todos los tesoros de la Iglesia se han derramado sobre ella en favores y beneficencias.

     Llegó a vista del convento, donde está una santa Cruz que dista de él dos tiros de piedra, y estando adorándola, hincado de rodillas y abrazado con ella, oyó la misma voz que en otras ocasiones le había hablado, que le dijo: -Francisco, aquí es; y su alma al mismo tiempo se halló con un consuelo interior tal, que parecía que se le habían cubierto de suma alegría, y después solía decir que en su vida no había sabido qué cosa era gozo cabal sino en aquella ocasión.

     El demonio, viéndole ya tan cerca del convento, le acometió con diferentes tentaciones, y la principal fue decirle que un hombre tan relajado, tan perdido y tan sin Dios, ¿por qué había de presumir de sí que podía vivir entre tantos santos Religiosos, ni de ellos el que le habían de sufrir? Y que ¿para qué se quería empeñar en tomar el hábito segunda vez, si había de suceder lo que la primera? Y que antes le habían de echar de sí con más desdoro y confusión; y así, que lo mejor era vender la estameña y volverse; Francisco fue socorrido del Cielo, y habiendo conocido la tentación, entró en el convento, y después de hecha oración al Santísimo Sacramento, dio su carta al Padre Prior, y él y los Religiosos le recibieron con tanto amor y agrado como si cada uno hubiera hecho pretensión de que recibiese allí el Santo Hábito.

 

 

 

CAPÍTULO XVII

 

De cómo tomó el hábito, de los ejercicios del Noviciado, y su profesión.

 

 

     Llegó el día deseado, en que recibió el Sagrado Hábito de Nuestra Señora del Carmen, que fue Viernes Santo, en veintinueve de marzo de mil seiscientos diez y nueve, y en que tuvo cumplimento la visión referida en el cap. VII, donde tuvo inteligencia que el papel que le traía el Ángel, y decía: El Viernes iras allí, fue así, porque en Viernes vino a la Religión, y porque diciéndose Viernes sólo, se ha de entender en el famoso significado que es Viernes Santo, para que en él tuviesen fin sus tribulaciones.

     El Padre Prior se le encargó al Padre Superior, que le influyese en las obligaciones y estatutos de la Regla, el cual a pocas lecciones conoció los deseos que tenía de aprovechar y agradar a Nuestro Señor y a la Soberana Virgen María, su Madre; luego se fueron empezando a desplegar las velas de sus fervores, para que aquel bajel, libre ya de los escollos del mundo, navegase viento en popa los mares de la perfección, porque era el primero en el rezo que pertenece a los Hermanos de la vida activa. Siempre que por las mañanas la Obediencia le tenía desocupado, asistía a todas las Misas que se celebraban en aquel santo convento.

     Las vísperas de jueves y domingo en que, conforme a las Constituciones de la Orden, había de comulgar, se preparaba estando toda la noche en oración vocal (como queda dicho), sin permitir rato alguno al sueño, pidiendo a la Virgen Santísima alcanzase de su Hijo le diese fuerzas de cuerpo y alma para recibirle dignamente. A esta preparación añadía ejercicio de disciplina voluntaria, de suerte que no se entendiese aplicado por otra razón; y así en el Adviento y Cuaresma, que, conforme a la Regla, le hay los miércoles, él le duplicaba para cumplir con ella y con ese motivo, en lo cual claramente echaba de ver que la Reina de los Cielos le alcanzaba lo que pedía, porque después de haber comulgado reparaban en él los Religiosos que quedaba por más de una hora con tal quietud, como si fuera de piedra. En todo el tiempo de su noviciado, en los miércoles, viernes y sábados, nunca comió más que una escudilla de legumbres, en que es fuerza que se venciese mucho, respecto de tener complexión robusta. En este tiempo no tenía Maestro espiritual que quitase ni que pusiese, y así cualquiera inspiración que le parecía que era de Dios, luego la ejecutaba con increíble puntualidad. Estaba persuadido que en el siglo pecaba en soberbia, con que para excluir este vicio pedía por favor le mandasen acudir a las ocupaciones más humildes del convento, hasta limpiar las caballerizas. En lo que más se esmeró este año fue en la asistencia a los pobres en la portería; y para que tuviesen más socorro, con licencia del Prelado pedía limosna entre los Religiosos, y con lo poco que allegaba y su ración les hacía una olla, y a su hora salía a servirles la comida, y antes de repartírsela les hacía rezar un Padre nuestro y un Ave María por los bienhechores de la Religión. Luego repartía el pan, y al dársele a cada uno hincaba la rodilla en el suelo y le besaba la mano; después con mucho agrado y caridad les repartía la olla, empezando por los ancianos, impedidos y enfermos, y luego a los pequeñuelos. Después de acabada la comida se hincaba de rodillas con ellos y rezaban todos otro Padre Nuestro y otra Ave María por las Ánimas del Purgatorio. Luego daban gracias, y después se levantaba y les despedía diciendo: - La bendición del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo sea con todos. Amén.

     Corrió su año de noviciado con estos y otros ejemplos de obediencia, humildad, mortificación y misericordia, y llegado el tiempo de su profesión se recibieron los votos con aclamación común de los Religiosos, que lo estimaban por humilde y obediente. El día de su profesión (que, habiéndose dilatado por ausencia del Padre Provincial, fue en 29 de mayo de 1620), mientras la plática que le hizo, y mientras decía la fórmula, y después, siempre estuvo derramando copiosas lágrimas; tanto que, causando al principio admiración a todos, después llegó a dar cuidado, y  algunos seglares que se hallaron presentes  dudaban si había profesado con falta de libertad, por algunos respetos humanos, hasta que él a todos los desengañó, diciendo: -Que aquellas lágrimas habían sido nacidas de la alegría que tenía en su corazón, fundada en que, a vista de su indignidad, Nuestro Señor le había hecho tan singular beneficio; y de allí a algunos días, cuando tuvo Padre espiritual que le gobernaba, preguntándole por la ocasión de estas lágrimas al tiempo de su profesión, le dijo: -¿No quiere vuestra paternidad que me deshiciese todo en arroyos de lágrimas de contento, si me persuadí de que estaba a mi lado derecho la Reina de los Ángeles con el Hábito de nuestra Religión, rodeada de celestiales espíritus, y que me recibía por hijo y me daba valor y aliento para que hiciese los votos esenciales? Y así, aunque los ojos estaban llenos de lágrimas –decía Francisco en aquel su estilo llano,  -allá en el fondo de mi corazón sentía un mar de gozos sobrenaturales. Y así toda su vida le duró este agradecimiento a la Virgen Santísima. Después de hecha la profesión, acordándose del día en que recibió el Hábito, que fue Viernes Santo, en el cual el leño de la Cruz fue consagrado, y de la Cruz que se le apareció en el aire, viniendo de la vera de Plasencia, que fue su remedio en aquella tribulación; y de la Cruz hecha de dos vigas, que atravesaban el pozo, donde le hallaron dormido siendo niño, y de los votos primeros que hizo delante de Nuestro Señor Jesucristo con la Cruz a cuestas, y de que estando adorando la Cruz, que está a vista de este convento en que profesó, oyó la voz que le dijo: -Francisco, aquí es, pidió al Padre Prior le permitiese que, dejados los apellidos patronímicos, él le intitulase de la Cruz, y así se lo concedió; por lo que desde aquí adelante le nombraremos con el nombre de con que fue tan conocido y respetado en el mundo, de Fray Francisco de la Cruz. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LIBRO SEGUNDO

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CAPÍTULO PRIMERO

 

De lo que le sucedió a Fray Francisco de la Cruz con los Religiosos luego que profesó, y de cómo iba disponiendo su vida espiritual.

 

 

     Hecha la profesión, y después de haber cumplido con sus piadosas y regulares ceremonias, y habiendo mitigado la copia de lágrimas y afectos que sobrevinieron a ella, Fray Francisco de la Cruz se volvió a su Religiosos y les dijo: Padres, si vuestras Reverencias supiesen qué hombre es el que hoy han recibido en su compañía, se admiraran de la tribulación en que Nuestro Señor les ha puesto dando el Santo Hábito de la Virgen al mayor pecador que tiene el mundo; y para que conociesen que no era exageración lo que decía, les refirió todo el estado de su vida secular desde que tuvo uso de razón, manifestándoles la necesidad que tenía de sus oraciones y sacrificios, para no ser el escándalo del mundo y el desdoro de tan sagrada familia. Quedaron todos edificados de ver tan sujeta la propia estimación y rendido el aprecio del mundo, y que en el día que moría para él tuviese tan mortificadas sus pasiones y vencida la contradicción de la naturaleza, esperando en la divina gracia que tales principios habían de ser cimiento y base de un gran edificio espiritual.

     Desde la profesión hasta el año de 1624, en que tuvo señalado Confesor que le gobernase, nunca llegó a conocer que había oración mental, y todas sus devociones eran vocales, aunque algunas veces rudamente mezclaba una oración con otras; y así, cuando salía a pedir limosna a los lugares de la comarca (que era muy frecuentemente, porque el convento de Santa Ana del Alberca, sobre ser de religión mendicante, es muy pobre), iba meditando en los beneficios generales que recibimos de la mano de Nuestro Señor, y solía a veces romper su espíritu en voces altas pidiendo al Sol, a las estrellas, al aire, al agua, a los árboles y a la hierba del campo que le ayudasen a bendecir, alabar y engrandecer a Dios.

     Ejercitábase, dentro y fuera del convento, en todo lo que pertenece a los hermanos de la vida activa, cuidando de la hacienda del campo, y especialmente, con notable puntualidad, en la asistencia a los enfermos, así en el convento como en la villa, pues todos le querían tener a su cabecera y reconocían que sus palabras, aunque toscas y pocas, les daban mucha fuerza y servían de consuelo; y como era de natural tan robusto, no sólo cumplía con lo que la Obediencia le mandaba, sino también con lo que a sus compañeros era más trabajoso; y lo que empezó a ejecutar por esfuerzo y buen natural, después lo convirtió en virtud heroica.

     A los principios del año 24, con licencia del Prelado, eligió por su Confesor al P. Fray Juan de Herrera, Religioso de conocida virtud y discreción, discípulo que fue del Venerable P. Fray Miguel de la Fuente, de aquel aventajado y conocido maestro de espíritu que pudo conseguir el nombre de Grande, que da el Señor en su Evangelio a quien pone por obra en sí mismo lo que enseña con la voz y con la pluma; pues siendo su vida verdadero ejemplar de contemplación y penitencia, nos dejó en sus escritos admirables un tesoro de sabiduría celestial, que no es otra cosa ni se puede explicar con menor ponderación aquel libro que dejó impreso con el título de Las tres vidas del hombre; pero superfluo es (como dijo San Jerónimo de las obras de San Cipriano) dilatarnos en significar sus luces, cuando las mismas obras son más claras que el Sol; busque aquel libro quien le pareciere exageración lo dicho, y en habiéndole leído, formará juicio de mi cortedad en ponderarlo. Digo, pues, que el Confesor de nuestro Venerable Hermano fue discípulo de aquel gran varón, que fue la veneración y respeto de la Imperial Ciudad de Toledo; de aquel hombre casi celestial, que tan frecuentemente gozaba coloquios divinos, siendo su conversación en los cielos y la consulta de todas su acciones el que después las había de juzgar; de aquél que sujetó a la razón tanto la porción de tierra, que se desmentía de humano; de aquel adorno, gloria y honra del Carmelo; de aquel continuo imán de pecadores para lavarlos en las aguas de la contrición; de aquel norte y gobierno de los temerosos de Dios, para avanzarlos con su dirección más y más de virtud en virtud, por los inmensos piélagos de la Divina gracia, en cuyo elogio suspendo la pluma por no ofenderle, obscureciendo los castos resplandores de tan grande antorcha de la perfección con la rudeza de mi estilo, y por no defraudar parte alguna al que con tantos aciertos ha escrito y dado a la estampa su prodigiosa vida y dichosa muerte.

     El Padre Fray Juan de Herrera se excusó de tomar a su cargo esta alma cuanto le fue posible, hasta que se le puso precepto de Obediencia, con que, rendido a ella, acertó a dar principio a tan dichosa obra en el día del glorioso Patriarca San José del dicho año, para cuyo acierto aplicó la intención de la Misa y tomó al Santo por intercesor.

     Fray Francisco, habiendo entendido los grandes bienes de la oración mental, de que por noticias estaba muy enamorado, pidió a su Maestro con grandes ansias y fervores le pusiese en oración; él, por satisfacer a tan justos deseos y dar principio en tan solemne día, le mandó que después de haber cumplido vocalmente con el rezo de su obligación y devociones, que eran a la Virgen Santísima y Ángel de su guarda, hiciese examen de su conciencia, y después de haberse acusado ante la Divina Majestad de sus culpas graves y leves, postrado el rostro en tierra la besase tres veces en el nombre de la Santísima Trinidad, haciendo en cada una un acto de Fe y ofreciendo la vida al cuchillo por esta confesión; y que después tomase en su pensamiento una presencia de Nuestro Señor Jesucristo, o en el Pesebre, o en el Huerto, o con la Cruz a cuestas, o levantado en ella en el Monte Calvario, aquélla con que su devoción más se moviese; y conservando esta presencia imaginaria, dijese un Credo, y en cada palabra de él hiciese un acto de Fe hasta acabarle, y le concluyese con la protestación de vivir y morir en ella.

     Esta primera lección la practicó muy bien y la aprendió muy mal, porque no era posible de manera alguna que él supiese ni pudiese hacer imaginariamente presencia de Cristo; y aunque cada día diversas veces se recogía y forcejeaba a hacer lo que su Maestro le había mandado, luego que intentaba aplicar la memoria a cualquiera de estas consideraciones, se le iba la imaginación a otra cosa, y él la acompañaba;  por lo que peregrino en su misma casa, echaba menos el dominio de ella. Esto duró mucho tiempo, tanto, que se veía sumamente afligido sin saber a quién echar la culpa: o a su memoria, en que proponía y no conservaba; o a su entendimiento, en que, conociendo, no mantenía; o a su voluntad, en que, queriendo, no peleaba; y aunque daba quejas de su poca suerte, mostrando la prontitud de su ánimo, el Padre Fray Juan de Herrera llegó a persuadirse que perdía tiempo en él, considerando su mucha rudeza.

 

 

 

CAPÍTULO II

 

De lo que le sucedió sobre tener oración mental, y cómo la consiguió con grande adelantamiento en ella, y de los embarazos que el demonio le ponía para que no la tuviese.

 

 

     Después de haberse pasado seis meses, en que Fray Francisco todos los días, y en cada uno varias veces, se había recogido a procurar hacer presencia de Cristo, sin haber podido aprovechar en cosa alguna, hallándose con la misma dificultad que el primero, su Maestro, reconociendo su estado, se destempló, ya fuese con natural sentimiento, o ya por tentación, que es lo más cierto, porque obró contra toda regla, y le dijo: -Calle, hermano, y no me hable en esta materia, que es una bestia; lo que puede hacer es pedir al Padre Prior le señale otro Religioso que le gobierne, porque me tiene con notable desconsuelo. Él entonces, con rara humildad, respondió: -No se enoje conmigo vuestra paternidad, que yo ofrezco, siendo Dios servido, procurar hacer lo que fuere de mi parte. Esto quedó así, y el P. Fray Juan de Herrera no permitió por algunos días que le hablase en materia de oración, si bien no dejó de confesarle y dar licencia para las comuniones y otros santos ejercicios, hasta que, pareciéndole que era mucho rigor faltar a su enseñanza (aunque cada día empezase de nuevo), principalmente cuando la voluntad estaba bien ordenada, y que en ser él causa de cualquier desamparo de la oración tenía conocido riesgo, y que sería posible que Nuestro Señor se agradase más en la confianza de aquel Hermano no pudiendo entrar en oración que teniéndola, porque al hombre no le toca más que el perseverante rendimiento, llamó a Fray Francisco y le dijo: -¿Cómo va de presencia de Cristo? A lo cual respondió: -Como siempre, porque nunca puedo formar perfectamente en la imaginación esta presencia; sólo esta noche pasada me pareció, estando rezando el Oficio de mi obligación, que a mi lado derecho me acompañaba Nuestro Señor Jesucristo con una Cruz a cuestas, y me consolé mucho en verle, y, mirándole con los ojos del alma, me parecía que me hallaba con más atención y devoción, y que pronunciaba lo que rezaba con más espacio y consideración. Entonces el P. Fray Juan de Herrera le dijo con increíble alegría: -Hermano, buen ánimo, que ha mejorado tanto de Maestro, que ya no ha de poder errar la lección, y fío en ese Señor que nos ha de favorecer, para que hagamos su causa; y así, yo le mando que procure todo lo que le fuere posible traer a ese Señor a su lado, de la misma suerte que le parece le ha visto, principalmente en sus oraciones vocales, y cuando comulgue, mirándole con fe viva dentro de su alma, en la misma presencia de la Cruz a cuestas. Desde ese día fue aprovechando sin dar paso atrás en todo lo que se le imponía, haciendo impresión en él, como en blanda cera, la doctrina que se le participaba; y su Maestro entró en grandes esperanzas viéndole tan fervoroso, pareciéndole que iba adquiriendo virtudes y que se adelantaba en la obediencia y se enajenaba de la propia voluntad, tanto, que parecía estaba exento de esta potencia tan libre; con que caminaban en el servicio de Nuestro Señor con viento próspero, en la forma referida, hasta que el año de 1630 pidió a su Maestro con suma humildad que le mandase tener otras dos horas de oración cada día, además de las dos que por obediencia suya hasta allí había tenido. Parecióle muy bien esta proposición al P. Fray Juan de Herrera, y le señaló las dos primeras horas desde que se toca de noche a silencio.

     Desde este tiempo, en que dobló las horas de oración, fue tentado, por permisión divina, con varias y diversas tentaciones. Ponerse este siervo de Dios en oración y ponerse en arma el enemigo, todo era uno; y para saber lo que ella puede, basta saber lo que él la siente. Una noche le acometió con diferentes sugestiones deshonestas, representándole diversos objetos lascivos con tal atractivo y eficacia, que, a no estar murado de la oración, en cada uno de por sí sobraba el demonio; pero hallándole firme como una roca, no sirvieron más que de materia a nuevos merecimientos. Otra, por usar de diferentes armas, por si le inquietaba en forma visible, tomó la de un ave muy grande, y con las alas extendidas le daba golpes en la cabeza; hasta que atormentado de su perseverancia y recogimiento se dio a un mal partido, poniéndose en fuga por la ventana de la celda, quedándose cerrada. En otra ocasión dio muchos golpes a la puerta de su celda, diciendo con voces apresuradas que saliese presto, que le llamaba el Padre Prior y se contentaba de que hiciese un acto de obediencia, porque faltase a un rato de oración; política que en diferente línea puede enseñar mucho, para que se contente con lo que se puede el que se halla sin términos para lo que se quiere; regla que se funda en buenos principios.

     En otra, luego que se hincaba de rodillas, antes que se persignase ni llegase a hacer humillación ni otra cualquier diligencia ni preparación para empezar su ejercicio, veía que se llenaba el suelo de ratones y lagartijas que se le iban llegando y rodeando y subían por debajo del escapulario a las manos y brazos hasta llegar al cuello, paseándose por el rostro y cabeza haciéndole molestia, para que ocupado en apartarlas de sí se le pasase el tiempo de las dos horas sin recogerse, en que también usó el demonio, como soldado viejo y experimentado a fuerza de escarmientos, de estratagemas militares. Queriendo entrar en la batalla con Fray Francisco antes de verle fortificado, para vencer sin sangre o venir al combate con mejor partido, no dejándole entrar en oración o inquietándole en ella; sabiendo que en la guerra, cuando todos hacen de su parte lo que pueden o lo que deben, en el partido está la diferencia, pero aprovechándole poco sus ardides, porque aunque le puso notablemente atribulado, y en conocida diversión, como al siervo de Dios no se le encubría quién le hacía la guerra, ni la causa por que se le hacía, se recobró, y con esfuerzo cristiano dijo lo que le había enseñado su Maestro, que fue: - No hay que cansarse en divertirme y molestarme, porque divertido y molestado he de permanecer así las dos horas de mi Obediencia; y cuando no pueda recoger mi interior ni aplicar mi espíritu, en el nombre de Dios he de guardar estas paredes; con que se desaparecieron aquellas visiones feas y desapacibles, y entrando en quietud se puso en oración, con extraordinarios consuelos de su alma.

 

 

CAPÍTULO III

 

En que se prosigue esta materia.

 

 

     El  Padre Fray Juan de Herrera, todo lo que había aprendido en la escuela de su gran Maestro el Venerable Padre Fray Miguel de la Fuente, lo practicaba en el gobierno espiritual de Fray Francisco de la Cruz, y todo se lograba, porque la tierra era fértil, la disposición a propósito y Dios Nuestro Señor quien daba el incremento.

     No es del intento de este libro hacer cátedra de esta enseñanza y doctrina mística, por ser materia que ocuparía muchos, sino la parte historial sólo con algunos breves fundamentos para su inteligencia.

     Nuestro Siervo de Dios no perdía punto en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas y obediencia de su padre espiritual, al cual a todas horas consultaba, porque tenían juntas las celdas, y a todas era menester para navegar siempre con la sonda en la mano, porque las veredas por donde Nuestro Señor guió a este su Siervo no eran ordinarias, y también pedía esta frecuente comunicación el incendio fervoroso con que deseaba la perfección, y el mismo con que el Padre Fray Juan deseaba el acierto de esta alma que había tomado por su cuenta, y así las celdas siempre las tenían sin cerrar, tanto por esta causa como porque en aquel convento no se necesita de esta prevención.

     Ya tenía facultad Fray Francisco para que no  estuviese tiempo determinado en el ejercicio de la oración y para que se dejase llevar de la gracia del Espíritu Santo y corriese como de él fuese guiado. También la tenía para que, si por la duración del tiempo se fatigase demasiado de estar postrado en tierra, el rostro por el suelo, o en cruz, o en pie o hincado de rodillas, se pudiese sentar, y lo que sólo era inmutable era el dejar de empezar el ejercicio con profunda humildad y examen de la conciencia, en reconocimiento de la grandeza con quien había de hablar, y le acabase con acción de gracias por los beneficios allí recibidos, porque a esto nunca se había de faltar; él lo ejecutaba humildemente, haciendo siempre elección de lo más penoso; porque la fortaleza del alma empieza por los quebrantos del cuerpo, y las más veces era en el Coro, aunque también tenía facultad de tener la oración en su celda o en partes retiradas.

     Sucedióle una noche, estando en el Coro, y a su parecer con el mayor sosiego que jamás se había hallado, a hora que la Comunidad estaba recogida y todo en gran silencio, que le parecía que entraba en calor sobradamente, como cuando una persona se llega a un horno encendido; y extrañando la novedad, reconoció que el aire también se iba encendiendo, y a cada rato sentía más que se abrasaba; con que divertido de su principal intento, ya no cuidaba sino de averiguar la causa; y no hallándola, procurando recobrarse, vio que en llamas declaradas empezó a arder el Coro, y que estaba entre un humo tan denso, que le parecía que le sofocaba. Entonces volvió el rostro hacia la puerta y vio arder también todo el convento, con que salió corriendo apellidando fuego a grandes voces, y apenas hubo salido de la puerta, cuando se halló libre del humo y del fuego, y que no había los ardientes volcanes que en aquel mismo instante acababa de ver; y volviendo los ojos al Coro, donde había empezado, también le volvió a ver sin aquellas llamas que habían causado su turbación; y teniéndola sólo de haber faltado a la instrucción que tenía de su Maestro, de que no se inmutarse con ningún accidente, corrido y avergonzado se volvió a proseguir su ejercicio, en el cual duró aquella noche hasta el amanecer; y el demonio, habiendo percibido crédito en jornada que empezó con tan buena fortuna, trató luego de hacerle guerra más sensible.

     Tenía Francisco siempre agua bendita en su celda, y al irse a recoger la esparcía en sí, por ella, y por la cama. A pocos días después de este suceso, siendo a deshora de la noche, acudiendo a usar de este beneficio de la Iglesia, como tenía por costumbre, antes de inclinarse a sosegar, halló sin agua bendita el vaso en que solía estar. No perdió de vista su enemigo esta ocasión, y por permisión de Dios mató la luz, y a un mismo tiempo le acometió con golpes tan fuertes y descompasados, que hacía temblar el aposento. En fin, efectos de una venganza en manos de un poderoso, y que por el tiempo que se le permitía no había humana contradicción. El Siervo de Dios toleraba con paciencia tan excesivos dolores, y curaba su herida con veneno, respecto del ofensor, porque esta virtud, tan bien ejecutada, ofendía más a su contrario; con que el estruendo creció de manera que, inquietando al P. Fray Juan de Herrera, le obligó el sobresalto a que aplicase con atención el oído para reconocer la causa, y oyó a Fray Francisco, que con lastimosas quejas pedía favor diciendo: Padre mío, Padre mío, que muero a manos de este enemigo. Con que saliendo con luz de la celda lo más presto que pudo apresuradamente  disponerse, entró en la del discípulo, reconociendo al entrar un olor pestilente, y le vio tendido en el suelo con tantas señales de golpes en la cara, cabeza y manos, que todo él era una llaga; y conociendo lo que podía ser y cuánto necesitaba de consuelo, le reparó y esforzó, y habiéndole encendido la luz que estaba muerta, luego que le vio más sosegado le dijo:

     -Hermano, el demonio es un león en cadena, que no puede hacer mal sino al que se le acerca. Este que es el verdadero mal, es el que hemos de huir, porque nadie nos le puede hacer si no es nosotros mismos; y el Señor, al siervo suyo que excusa este mal, le suele querer probar para los grandes premios que le tiene guardados, y así por algún tiempo permite al demonio que deje la cadena, y como ejecutor de los divinos mandatos le ponga en tribulación; con que debe estar muy contento con este suceso, viéndose declarado por su enemigo, y que le hace guerra con los ayunos, con la pobreza voluntaria, con la observancia regular, con el silencio, con la obediencia, con la mortificación, con la castidad, y especialmente con la oración; porque envidioso del Sumo Bien que perdió, quisiera cerrar al hombre la puerta principal por donde se entra a su comunicación, medios que nunca usa en esta vida con sus amigos, porque como Padre de toda alevosía y venganza, les da algún color de felicidad en este soplo temporal, para que después padezcan en eternos llantos; y a los que tiene por sus enemigos, virtualmente los declara por amigos de Dios, por partícipes de los bienes celestiales, por herederos de su gloria, pues siguen a Jesucristo por el camino de aflicciones y Cruz que Él escogió para sí y para los que son de su bando, que los purifica en este crisol; y así haga muchos actos de resignación, pidiendo a Nuestro Señor misericordia y dándole infinitas gracias de que hace estos favores a tan gran pecador, diciéndole que se haga su voluntad en tiempo y eternidad; y para que tenga en esta ocasión indecibles gozos y alientos, póngase a considerar de estas dos suertes que le he propuesto cuál elige para sí. Y dicho esto le dejó, retirándose a su celda.

 

 

CAPÍTULO IV

 

En que se prosigue esta materia, con sucesos dignos de admiración.

 

   Quedó nuestro Siervo de Dios por una parte muy contento con los consuelos referidos, y por otra con notable confusión, porque le pareció que, viéndole con tantas señales, había de ser causa de murmuración a los Religiosos; y llevado de este afecto, se hincó de rodillas, y haciendo presencia de Nuestro Señor Jesucristo con la Cruz a cuestas, que es la que había traído aquel día y con la que más se fervorizaba, porque como le quería para aquel camino le iba enamorando a ella, poniéndose todo con profunda humillación y resignación en sus manos, le pidió que remediase aquella necesidad y que, pues a su poder nada se resistía, fuese servido que no le viesen de aquella suerte; y volviéndose con la consideración a una Imagen de Nuestra Señora que hay en aquel convento muy milagrosa, con título del Socorro, la pidió con las veras de su alma que intercediese con su Hijo para que su divina clemencia le socorriese en esta ocasión, y que no fuese él causa a los Religiosos de discursos, viéndole con tantas señales de golpes; y así, que se sirviese de quitarlas o encubrirlas.

     Estando en esto vio, en visión imaginaria, causada con tal fuerza de aprehensión que le parecía que miraba con los ojos corporales, entrar a Nuestra Señora del Socorro en su aposento, toda cercada de tales resplandores, que no acertaría a decir cómo eran, y que se llegó a él y le dijo: -Confía en tu Señor y Criador, hijo Francisco, y persevera en el bien obrar y no des lugar a pecados; y dicho esto le echó su bendición y desapareció, dejándole con una valentía extraordinaria de ánimo, con una dulzura increíble en los sentidos, con una fortaleza grande para el cumplimiento de sus obligaciones, con un agradecimiento rendido y con singulares esfuerzos para padecer por Cristo. Y juzgando que caso tan nuevo era forzoso comunicarle con su Maestro, luego llamó al Padre Fray Juan de Herrera, el cual todavía estaba cuidadoso y se había puesto a estudiar un caso moral, y volvió a pasar a su celda; y al entrar en ella reconoció una fragancia suavísima, como cuando cae algún rocío y se mueven las hierbas y flores olorosas del campo; y mirando a Fray Francisco, le vio sin las señales de los golpes; y recibiendo grande admiración, le preguntó la causa de tan raro suceso y se la dijo. Entonces el Padre Fray Juan, como tan diestro en los caminos del espíritu, le mando que se desnudase de todo afecto y no se aficionase a visión alguna, y sólo pusiese todo su cuidado en el recogerse en el interior de su alma y en mirar con fe viva a Dios continuamente, y en ejercitarse en toda virtud, sin pedir jamás a Nuestro Señor merced señalada más que el cumplimiento de su voluntad santísima; pero que ahora se le mostrase de todo corazón agradecido, rindiéndole gracias incesantemente por las mercedes que de su larga mano en todo tiempo recibía, y también a la Madre de Dios del Socorro, protectora de aquella Santa Comunidad, pues debía a su intercesión (tan sin merecerla) el que hubiesen sido oídos sus ruegos. Y dicho esto, se volvió a retirar.

     Esta Señora es la devoción de toda la Mancha; vino al convento de la Alberca por un caso bien particular, y fue que se confesaba con el Padre Fray Antonio Maldonado, Religioso del Carmen de la Antigua Observancia, un soldado, y por ofrecérsele hacer ausencia le dejó en guarda un arca; y habiéndose pasado algunos años (teniéndole por muerto), se resolvió a abrirla, y halló en ella tres Imágenes de bulto de Nuestra Señora, y todas tres muy parecidas, que debieron ser hechas por un artífice, de rostros algo morenos, devotos y graves, de una vara o poco menos de alto, y a todas tres, con el Nombre de Nuestra Señora del Socorro, las colocó: en el convento de Valderas una, año de 1597; en el de Valdeolivas otra, año de 1612; en el de la Alberca otra, año de 1613; y en todas tres partes Nuestro Señor, por intercesión de su Madre y de éstas Imágenes suyas, ha obrado muchas maravillas.

     Fuéle al demonio siempre herida mortal la ardiente oración de nuestro Siervo de Dios. Una vez le acometió luchando con él; y como el partido era tan desigual, cuando le tenía en el mayor aprieto, de repente le dejó, y Francisco tuvo inteligencia de que diese gracias que por fuerza superior había sido socorrido en aquella necesidad.

      En otra ocasión, estando en su celda en este su continuo ejercicio, y siendo entre las once y doce de la noche, no pudiendo sufrir aquel recogimiento y trato con Dios, por embarazarle de alguna manera, empezó por la parte de afuera de la ventana a dar grandes risotadas repetidamente, como que hacía burla de él; y viendo que aquella diligencia no aprovechaba, se entró en la celda en figura de un ave de mucha mayor magnitud que la que arriba se dijo, y batiendo sus alas por las paredes con grande ruido, se vino cayendo sobre la cabeza de Fray Francisco, con golpe tan recio que le hacía dar con el rostro en la tierra, y esto repetidas veces; y como no pudiese con tan vivas diligencias conseguir su distracción, dando temerosos y desapacibles graznidos se salió por la ventana; y por no darse por vencido, conociendo que el natural de nuestro Hermano era verdaderamente compasivo y misericordioso, se quiso valer de una virtud para ejercitar un vicio, hiriéndole en tan piadoso afecto; y para esto empezó desde la calle con voz humana, como si fuera un hombre a quien estaban hiriendo, a dar lastimosas quejas, pidiendo que le socorriesen en aquel peligro de la vida; pero nada bastó a divertirle, porque antes se halló más quieto y sosegado en lo interior de su alma, repitiendo exteriormente innumerables veces el Dulcísimo Nombre de Jesús, tan aprisa y velozmente, que aunque procuraba detener los labios no podía, conociendo que aquel impulso era violento y extraño; y era de suerte la fuerza suave que padecía y la amorosa violencia con que era llevado en la presteza de su pronunciación, que en el tiempo en que solía pronunciar una vez este Santo Nombre, ahora lo pronunciaba veinticuatro veces sin poderse resistir, intentando usar de este costoso y desapacible medio por la extrañeza del suceso. Y habiendo durado esto menos de un cuarto de hora, cuando acabó el último movimiento le quedaron los labios y paladar con tan extraordinaria dulzura, y con una suavidad tan natural y agradable, que todos los deleites y regalos del mundo no se pueden comparar con ella; y de allí a breve rato conoció que poco a poco le iba faltando tan deliciosa amorosidad de aquel sentido exterior, y la empezó a reconocer en lo íntimo de su alma; y estando de ella toda apoderada y pendiente aquel soberano pronuncio de la gloria, dio fin a su oración con mayores fervores en el hacimiento de gracias; quedando tan fortalecido su corazón, que le parecía que padeciera todos los trabajos del mundo por sólo una invocación del Dulcísimo Nombre de Jesús, reconociendo en sí interiores y encendidos deseos de ser verdadero, humilde y obediente, y con un abierto desengaño de que siendo hombre mortal se hubiese atrevido a tanto número de ofensas como había cometido contra la Divina Majestad; proponiendo firmemente que, si fuese servido de darle su gracia, no la había de cometer ni grave ni leve en toda su vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO V

 

Del ejercicio de las virtudes en que su Maestro le puso, y lo que resultó de él, y de su rara

mortificación.

 

     El año 25, el Padre Fray Juan de Herrera, que tenía hecho concepto (viendo lo que su discípulo se avanzaba en la vida espiritual) que éste era el camino por donde agradaba más a Nuestro Señor, tenía puesto su cuidado y felicidad en su gobierno, templándole como la materia lo iba pidiendo; con que le pareció que ya era ocasión a propósito de ponerle en el ejercicio de las virtudes, y así lo ejecutó, mandándole que practicase una sola virtud por uno ó por dos meses, como reconocía que lo había menester y era más necesario, porque una virtud sola se obra con más perfección abstraído el cuidado de otras, y aquel punto superior en que se constituye un alma en la ejecución de una sola virtud le conserva después de adquirido, aunque en un mismo tiempo ejercite otras; y porque la oración es el instrumento con que todas se perfeccionan, le dispuso (o cuando llegó el caso de tratar de ella) para que continuamente la tuviese en cualquiera ocupación que se hallase; lo cual se había de conseguir teniendo una continua presencia de Nuestro Señor, hablándole dentro de su alma con tiernos soliloquios y diferentes jaculatorias, sacándolas de todo lo que viese, o de todo aquello en que se ocupase, espiritualizándose en ello.

     La materia de su oración, si se hubiera de tratar despacio, era menester para ello solo un libro. Basta decir que desde el año 26 lo que se ocupaba en este santo ejercicio era desde las nueve de la noche hasta que salía el sol; y porque algunas visiones, así imaginarias como intelectuales, que desde este año tuvo hasta que murió, no tienen conexión con lo que se va escribiendo, y son maravillosas, se reservan para otros lugares, donde más propiamente pertenecen, por no interrumpir lo sucesivo en la historia; y cuando en ellos se trataren, se ha de entender desde ahora hasta su muerte.

     Lo que resultó del puntual cumplimiento del ejercicio de las virtudes, fue que por este tiempo le dio la Divina Bondad una celestial inteligencia de las grandes mercedes que ha hecho a todas sus criaturas del Cielo y de la tierra, entre las cuales eran los hombres los que debían estar más agradecidos a Dios, por haberse humanado por ellos. Diósele conocimiento de las muchas almas que no le agradecen el ser y demás beneficios que de su mano han recibido; y reconociendo que los cinco más principales son la creación, redención, vocación, justificación y glorificación, pidió licencia a su Padre espiritual para que en su honra y reverencia, y para que de alguna manera en lo limitado que cabía en su cortedad, pudiese mostrar algún agradecimiento, ayunase a pan y agua

cinco cuarentenas continuas, sin interpolación, y se la dio y lo puso por obra en esta ocasión; y después todos los años en el tiempo que le alcanzaba, sin impedir otros ejercicios, ayunándolas todas, menos algunos días que no pudo de la última por haberle faltado la salud, los cuales cumplió después de haberla recobrado. Tenía una instrucción tolerada por su Maestro de cómo se había de gobernar desde la Cruz de Septiembre hasta la Cruz de Mayo, que es la siguiente:

 

INSTRUCCIÓN

 

     Desde la Cruz de Septiembre hasta el Adviento, se ha de ayunar a pan y agua miércoles, viernes y sábado; los demás días, abstinencia de carne. El viernes, mortificación particular de disciplina, o silencio (esto se entiende fuera de los ejercicios ordinarios). El Adviento se ha de ayunar a pan y agua todo él; y los viernes, abstinencia de comida y bebida, hasta el sábado a medio día inclusive. Desde la Pascua hasta los Reyes se puede comer carne. Desde los Reyes a Cuaresma, abstinencia de carne los lunes, martes y jueves, por esta razón; y los miércoles, viernes y sábados, por la Regla del Carmen. La Cuaresma toda se ha de ayunar a pan y agua; y los viernes de ella, abstinencia de toda comida y bebida hasta el sábado, como está dicho. En el lunes, miércoles y viernes, mortificaciones particulares, además de las que tiene la Religión. El lunes, mortificación de los ojos, no levantándolos a mirar cosa alguna. El miércoles, guardar dos horas de silencio en el día, fuera del tiempo de la oración. El viernes, desde la hora de sexta a la hora de nona, traer en la boca alguna cosa desapacible o amarga, como es genciana, gordolobo o acíbar. Desde la Pascua hasta la Cruz de Mayo, se puede comer carne; y desde este día, volver a empezar las cinco cuarentenas con la aplicación referida.

     En el estado que le cogían, porque el tiempo no alcanzaba hasta la Cruz de Septiembre, las dejaba, y luego volvía a repetir sus ejercicios, viviendo en la tierra sin las impresiones de tierra.

     Las comuniones de Adviento y Cuaresma, fuera de los domingos, eran por los que están en pecado mortal y por los que no han venido a la Iglesia, y los domingos por las Ánimas del Purgatorio.

     También fue efecto del ejercicio de las virtudes el pedir continuamente a Nuestro Señor Jesucristo, poniéndole por intercesores los soberanos Misterios de su vida y muerte y la poderosa intercesión de su Madre santísima, que le concediese tres virtudes, que son: caridad, mortificación y oración, y las ejecutase con tan ardiente y rendida voluntad, que le agradase en su cumplimiento. Sucedió por el fin del año que vamos refiriendo que antes de Pascua de Navidad se preparó con extraordinarias mortificaciones y otras tantas diligencias para pedir a Nuestro Señor más fervorosamente le concediese los dones de estas tres virtudes; y un día en que la Obediencia le envió a Villargordo, llegó por la tarde a la Puebla del Castillo de Garcí-Muñoz, y por estar cerrada la puerta de San Blas, que es la iglesia de aquel lugar, hizo oración al Santísimo Sacramento desde afuera, instando con esta su continua petición; y aunque se le había dado a entender diversas veces que prosiguiese en pedir y desear esta misericordia, que tendrían efecto sus justos deseos y que se le concedería, en esta ocasión le fue dado a entender intelectualmente que ya sus fervorosos afectos se veían cumplidos y que se le había concedido lo que tanto deseaba. ¡Bendito sea para siempre Señor tan piadoso, que moviéndose a comunicarnos la grandeza de sus tesoros, siendo el principal motivo su liberalidad, también hace aprecio de nuestras peticiones y nos las purifica para admitirlas, y nos da esfuerzo para que le pidamos, y siendo autor del premio lo es también del merecimiento; con que nos hallamos tan a poca costa inmensos bienes, o, provocando más su justa indignación con dejar pasar sus santas inspiraciones, nos hacemos inexcusables!

 

 

CAPÍTULO VI

 

En que se prosigue su mortificación y de su

humildad y obediencia.

 

   

 A todas horas traía en la memoria nuestro Siervo de Dios las ofensas que había cometido contra la Divina Majestad, que le servían de torcedor eficacísimo para afligirse y aborrecerse como a instrumento de ellas; y en orden a esto, si alguna alegría o respiración admitía, era cuando se trataba mal, porque nunca se veía satisfecho de mortificaciones y penitencias: unas, que conociendo su espíritu le mandaba la Obediencia; y otras voluntarias, que le permitía  su Confesor, porque él siempre andaba discurriendo e inventando nuevos instrumentos y modos con que atormentarse más, y solía decir al P. Fray Juan de Herrera:

     -Vuestra paternidad gobierne esta bestia, atendiendo a que, no estando muy sujeta y enfrenada, se ha de desbocar.

     Era tanta la puntualidad con que hacía memoria de sus culpas, que un día desde por la mañana hasta la noche estuvo llorando, haciéndose arroyos de lágrimas, en que al principio, como le conocían por hombre penitente, no se hizo reparo; y viendo que duraba tanto y con tal copia, y que preguntándole la causa no daba más respuesta que llorar, el Padre Prior le mandó con Obediencia que la dijese, a lo cual respondió: - “Padre mío, ¿cómo no ha de ser mi llanto incesable, hoy hace años que perdí la gracia bautismal?” – De esta suerte miran las culpas los hombres temerosos de Dios, y la misma causa que hace a los que están dados a los sentidos que no vean que son las muchas tinieblas que emba-

razan la luz de sus entendimientos, quitada esta, hacen a los que no lo están que sean largos de vista.

     Las penitencias de Fray Francisco eran tan sobre las fuerzas naturales, que a no ser hechas con especial movimiento de Dios y asistencia suya, ni pudiera vivir con ellas, ni la prudencia de su Maestro se las permitiera; pero el Espíritu Soberano, que le movía a obrar sobre toda prudencia humana, le conservaba la vida, y movía también a sus confesores y Prelados a que le dejasen seguir su espíritu para empresas tan arduas; y se dejaba llevar de él nuestro Hermano, de modo que parecía tener todos sus gustos y placeres en todo cuanto era mortificación y penitencia; tanto, que hasta los instrumentos que conducían para este fin le causaban una alegría y un gozo tan singular, que le salía al rostro y aun a la boca, rompiendo más fácilmente para este intento la ley rigurosa de su silencio; no había fiesta para nuestro Hermano como adquirir cilicios y disciplinas; éstas eran sus alhajas; y aunque no eran pocas, no necesitaba de muchas piezas para acomodarlas, porque siempre las traía consigo: las cadenas y cilicios, puestos siempre en su cuerpo; las disciplinas, para no perder ninguna ocasión de castigarse. En una ocasión le dio unas disciplinas muy a su propósito otro Religioso de su misma Profesión; y se lo agradeció tanto y tantas veces, que nunca acababa de agradecérselas, y era sin duda porque casi todos los días experimentaba en su pobre cuerpo el bien que le había hecho; así es que, eran tantas las disciplinas rigurosas que tomaba, que apenas se pueden reducir a número; pero ¿qué no se puede presumir de quien tomó por su cuenta castigar en sí, no sólo los propios pecados, sino también los pecados de todos los demás?

     Lo que es digno de atención y que se vino a saber casualmente, fue que siendo Prior en Santa Ana de la Alberca el Padre Fray Pedro Fernández Barredo, y estando enfermo, no se sabe con qué causa mandó al Superior que hiciese a los Hermanos de vida activa que fuesen a su celda aparejados para recibir una disciplina, a nuestro Hermano no le había acontecido otra vez en la Religión este caso, y se llegó al Hermano Fray Gregorio Roca y le pidió le enseñara cómo se había de componer para recibirla, y con esta ocasión vio el dicho Fray Gregorio que la túnica interior era de estameña, y alrededor de la carne, de medio cuerpo arriba, traía una cadena de hierro de eslabones de medio dedo de grueso, la cual daba dos vueltas al cuerpo, y que el eslabón que caía sobre el hombro izquierdo tenía comida toda la carne, y sobre el mismo hueso había un callo de un dedo de alto, el cual estaba abierto por donde se descubría; de que recibió tal compasión el Hermano Fray Gregorio, que dio cuenta al Prelado, y se le mandó a Fray Francisco que se quitase la cadena, y él obedeció; pero en su lugar se vistió un cilicio largo de hierro que pesaba siete libras.

     La mortificación en la comida fue rara; su ordinario alimento era pan y agua, y el extraordinario, para su regalo, algunas hierbas cocidas en agua, y las más veces eran tomadas de las raeduras de las que se guisaban para la Comunidad; y aun no contento con esto, solía espolvorear lo que comía con ceniza y con acíbar, buscando en todo modos exquisitos de negarse a todo gusto y alivio, y darse a cuanto era mortificación y amargura. Llegó a estar tan delicado por esta causa, que se le encendió una fiebre maliciosa, de que el médico le desahució, diciendo que no tenía más remedio que el de Dios. A que respondió: -Bastante es ese; - y encomendándose muy de veras a Nuestra Señora del Socorro, le dio un vómito copioso de gusanos, que tenían las cabezas negras, y luego mejoró; aquel socorro solo era sin duda la causa de su vida y de su conservación, porque, según lo natural, no parece que podía haber otro recurso; pues llegó su abstinencia a tal extremo, que apenas comía, faltando días en el año para cumplir con sus ayunos y cuaresmas que establecía; pero entre todo es digno de singular admiración el propósito que hizo, y cumplió a la letra, de ayunar tres años continuos a pan y agua, y esto se entiende comiendo sólo a tercer día, y en éste una vez solamente; esto fue desde el día 1º de enero de 1643 hasta el mismo día del año 1646, en que se incluyó el tiempo de su viaje a Jerusalén con la Cruz a cuestas; y habiendo dicho esto, será ocioso el ponderar que, en medio de tantos ayunos, siempre estaba trabajando en las ocupaciones del convento, ya en la labranza, ya caminando, porque era el único limosnero, en los lugares del contorno, de su convento; siendo su modo de caminar siempre a pie, sin alforjas y sin alzarse los hábitos y sin comer jamás hasta llegar a la posada; y siendo esto así, era cosa maravillosa ver con la ligereza y presteza con que caminaba, ya fuese de noche, ya hiciese mal tiempo, en lo cual jamás reparaba, porque todo su reparo era de huir todos los modos de alivio y conveniencia; pero si todos sus pasos eran de espíritu, ¡qué mucho que fuesen tan veloces! Por esto decía él mismo que el comer le estorbaba para caminar; y era así que cierto día caminó nueve leguas sin cesar, ni comer en todo el día un bocado; y el día siguiente, que era domingo, comió algo y no pudo andar más de cuatro leguas trabajosamente, según se halló de pesado.

     La cama del Siervo de Dios era el duro suelo, y aun éste le sobraba, porque no sabemos cuándo dormía el que todo el día estaba trabajando y toda la noche en oración y ejercicios de penitencia; no hacía más caso de su vida ni de su salud que de la tierra que pisaba, siendo todo su estudio y cuidado saber morir, disponiendo las cosas de modo que toda su vida fuese un ensayo de la muerte, para vivir y morir crucificado; porque, como otro Apóstol, toda su gloria era la Cruz de Jesucristo, que ésta es la que echa el sello a todas las ponderaciones que pudiéramos hacer de sus continuas penitencias; pues con ella sobre sus hombros, ya viejo, flaco y sin fuerzas, visitó los Santos Lugares de Jerusalén, Roma y Santiago de Galicia, a pie, ayunando y padeciendo, como se dirá en su lugar.

     En la humildad, como fundamento de las demás virtudes, fue muy extremado; en teniendo un hábito nuevo, luego lo trocaba por el más roto del convento; y como en los lugares donde pedía limosna le querían tanto, le solían vestir, y para que se pusiese alguna cosa nueva se la hacían sin que lo supiese, y le quitaban la que traía y la ponían en su lugar, con que le instaban a que se la vistiese; pero en yendo al convento, luego la volvía a trocar, y siempre era con condición de que el Padre Prior lo permitiese; él limpiaba las celdas de todos, las cocinas, las caballerizas y hasta los lugares inmundos. Cuando estaba fuera del convento a pedir las ordinarias limosnas, en las casas donde se hospedaba atendía a que se descuidasen las criadas, y él iba y fregaba los platos y limpiaba las cocinas; y reprendiéndole porque tomaba aquel trabajo, solía decir con mucha gracia: “Amargos os veáis como la miel; si yo no valgo para otra cosa, ¿puede ser bueno estar ocioso?”

     En la Obediencia fue rara su prontitud; apenas el Padre Prior o su Padre espiritual habían insinuado alguna cosa, cuando partía a ejecutarla; jamás puso dificultad en lo que se le mandaba. Hicieron Prior de aquel convento al Padre Fray Juan de Herrera; y como se halló con los dos imperios de Prelado y Confesor, le solía hace ejercitar la Obediencia en cosas contrarias; mandábale que fuese a comulgar, y estando para recibir a Nuestro Señor Sacramentado y con los afectos que de su devoción se pueden considerar, le mandaba que no comulgase, y obedecía luego, en caso que para él no podía haber otro más sensible. Solía mandarle, en lo riguroso de los Caniculares, que fuese a algún lugar a pie, y enviaba en su seguimiento un criado a caballo, que al llegar al lugar le dijera que se volviese sin entrar en él, y al instante se volvía; y en una ocasión que volvió al convento muy fatigado del calor, al dar la Obediencia dijo al Padre Prior: -Pague Nuestro Señor a V.P. el bien que me hace; ¿qué fuera de mí si me mandara otro que no conociera mi ruin natural?

     Sucedió que una mañana, el Padre Fray Juan de Herrera (siendo ya Prior) le mandó que fuese a la caballeriza y se atase junto a las bestias con un cabestro a un pesebre y se ajustase a él con una soga al cuello de manera que ni se pudiese sentar ni hincar de rodillas. El obediente Hermano ejecutó el precepto con las puntualidades que se le habían puesto; y el Padre Prior (habiéndosele ofrecido ocupaciones en el convento) no se acordó de lo que había mandado hasta medio día, que le echó (de) menos; entonces envió al Hermano Fray Pedro Vázquez que le desatase; y habiéndolo hecho, le preguntó el Siervo de Dios si el Padre Prior le había mandado otras cosa más que el que le desatara; y respondiéndole que no, él le dijo: -Pues Hermano, váyase, que ya está hecho; y habiéndole parecido al Padre Prior que Fray Francisco con lo que le envió a decir acudiría a sus ministerios en el convento, no hizo más reparo, hasta que a las seis de la tarde volvió a ver al Hermano Fray Pedro Vázquez y le preguntó si había desatado a Fray Francisco, el cual dijo lo que le había pasado con él; el Prior entonces reconoció que, aunque su ánimo había sido que le desatara para que viniera a acudir a su obligación, no había explicado más que la una parte, pareciéndole que bastaba; pero que eran tales los quilates de la obediencia del Siervo de Dios, que no se dio por entendido de lo que le quería decir, sino de lo que le decían; y así se le envió a llamar con el mismo Hermano, y él fue siguiéndole, y le hallaron hincado de rodillas, puestas las manos en tan profunda oración, que estaba enajenado de sí, de suerte que fue menester darle muchas voces para que volviese, quedando admirados de aquel raro ejemplo de obediencia.

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VII

 

De su pobreza y castidad.

 

 

     La virtud de la pobreza es la que menos novedad hizo a Fray Francisco de la Cruz en el estado Religioso, porque toda su vida fue una continua necesidad; pero se debe aquí advertir que cuando los Apóstoles dejaron todas las cosas y siguieron a Nuestro Redentor, no porque eran pobres y no tuvieron que dejar se privaron de los altos merecimientos de esta virtud; pues habiéndose de atender al efecto y no al censo, no dejaron poco los que se dejaron a sí; con que imitando Nuestro Siervo de Dios la perfección apostólica, de tal suerte se dejó a sí, que no quedaron señas en él del hombre antiguo. Fue pobre, verdaderamente evangélico; nunca tuvo más de lo que vestía, menos dos túnicas interiores que, como cosa tan precisa, suplen por una; nunca tomó dinero que le diesen, o por limosna personal o en otra manera, sino en caso que la Obediencia le mandase ir a alguna cobranza, que luego en viniendo lo entregaba al Prelado sin que entrase en su celda, o llevándolo a los pobres de la cárcel, para quien solía pedir; si alguna vez hallaba alguna moneda en el suelo, hacía que otra persona la levantase y entregase al Cura o Alcalde del lugar, para que, no apareciendo dueño, la diese de limosna. Su cama era un jergón de pajas de centeno, y de ésta usaba alguna vez. En el viaje de Jerusalén jamás admitió limosna de dinero (habiendo sucedido sobre esto casos particulares), ni de comida y bebida recibió más limosna que aquella que por entonces había menester, sin reservar cosa alguna para otro día. Estando en Madrid, fue con la Comunidad a un entierro, junto a Provincia, y le dieron una vela como a los demás Religiosos; y pareciéndole que tenía una cosa superflua, se la dio de limosna a un pobre preso, que la pedía desde una ventana de la cárcel de Corte. En otra ocasión, enviado de la santa Obediencia, caminaba por tierra muy áspera (siempre a pie, como tenía costumbre); y como nunca llevaba más provisión que la de la Divina Providencia, al pie de una cuesta que había de subir se halló tan fatigado, que se sentó, por la mucha flaqueza que tenía, para tomar algún alivio, y entonces vio que bajando la cuesta venía hacia él un hombre con un pollinejo cargado de muy poca leña, y llegando a él le dijo: Toma ese pan (que sería cantidad de media libra) y ves aquí agua, come y te esforzarás y quedarás satisfecho en la necesidad que padeces. No hubo comido dos onzas de pan, cuando tomó el agua y bebió, y mientras bebía se desapareció el hombre y el jumentillo, y él quedó alabando a Dios que con entrañas amorosas de Padre así acudía a un hombre que tanto le había ofendido, y con aquel socorro caminó (reconociendo en sí grande esfuerzo) tres leguas de tierra muy fragosa.

     En materia de castidad era singularísimo; puédese decir en esta ocasión lo que en otra fue tan celebrado: que una larga castidad equivale a la Virginidad. El recato de sus ojos era tan grande, así fuera del convento como en él, que casi siempre estaban fijos en la tierra. En los lugares de la Mancha, donde pedía ordinariamente limosna para el convento, redujo a muchas personas de amistades ilícitas muy antiguas a penitencia, y en esta parte le concedió Nuestro Señor rara capacidad y fuerza en el persuadir: decía que no sólo temblaba cuando le era forzoso hablar con alguna mujer, sino también cuando se le representaba al entendimiento. El P. Fray Juan de Herrera, su Confesor, en los apuntamientos que escribió de la vida de este Venerable Siervo de Dios hasta que empezó su peregrinación, dice que, en veintidós años y medio que le confesó, nunca hizo materia de cosa que desdijese de la castidad, ni en mucho, ni en poco: ¡ Bendito sea para siempre el Señor, que en un hombre nada continente quiso formar tal ejemplo de pureza, y que reservó para Fray Francisco de la Cruz lo que en todos los siglos sólo había concedido al casto José en Egipto, en el caso siguiente!

     Ya dejamos dicho en el capítulo VII del libro primero como nuestro Hermano tuvo una amistad en Cuenca con una mujer principal; y en el capítulo XIV del mismo libro, como la misma mujer, estando herido en el Carmen de Madrid, le quiso sacar a curar a su costa, y que el fin era casarse con él, y con cuánto empeño el demonio la tomaba por instrumento para embarazar su vocación. Ahora, pareciéndole que necesitaba de armas auxiliares, se valió de esta propia mujer como de instrumento de guerra que ha conseguido tantas victorias de nuestra naturaleza; y pasando Fray Francisco en Cuenca por la calle de la Carretería pidiendo limosna para los pobres de la cárcel, empleo en que algunas veces se ocupaba con licencia de su Prelado y Confesor, en compañía del Hermano Portillo, un hidalgo de Villargordo, hombre con quien tenía grande intimidad, porque trataba mucho de espíritu y se ocupaba frecuentemente en estas y otras piedades, el cual habiéndose apartado a pedir la misma limosna por la otra acera de casas, desde una ventana dijo una mujer a Fray Francisco que entrase en el portal de la misma casa por limosna; él lo hizo así, y volviendo a decir la misma mujer desde una sala baja de aquella casa que entrase por la limosna, él entró y se halló con la mujer referida, y al punto que la conoció, sin aguardar más palabra, queriendo volverse, ella se abrazó con él, solicitándole con afectos y palabras, que si en aquel caso fueron excusadas, más lo será ahora el repetirlas. Como nuestro Hermano era hombre de fuerzas, le fue fácil el desasirse de la mujer, pero no de suerte que ella no se quedase con parte de la capa, prosiguiendo sus instancias y a un mismo tiempo procurando él apartarse tirando de la capa para poderse ir. Esto no le fue posible por la tenaz molestia de la inhonesta mujer; entonces, rompiendo el broche, se la dejó en las manos y tomó la puerta. Ella, volviendo en sí o no volviendo, le dio voces para que tomase la capa; él, sin atender a la capa, por no atender a la mujer, se fue corriendo en cuerpo por toda la calle, mirándole todos, como que había perdido el juicio cuando más le había logrado, diciendo repetidas veces: Jesús, María, José, alzando la voz destempladamente. El Hermano Portillo, que salía de pedir la limosna de una casa para irla pidiendo por las otras, viéndole correr de aquella manera, quedó fuera de sí con tan extraña novedad; y Fray Francisco, que le vio, le dijo: Hermano Portillo, vamos presto de aquí a la posada; fuéronse, y en ella fue preciso contarle el suceso, recatando la persona y la casa; que siendo hombres que trataban de perfección y tan amigos, y en la ocasión presente, se pudo referir sin nota.

     El demonio, habiendo hallado cerrada esta puerta, le quiso entrar por la de la vanidad, y tomando ocasión de que la mujer se había declarado con un hombre principal y dádole la capa para que buscase a Fray Francisco y se la entregase, el hombre, imprudente o lisonjero, pareciéndole que con no declarar la persona estaba todo hecho, llevó la capa al Señor Don Enrique Pimentel, Obispo de aquella ciudad, el cual, queriendo hacer estimación del Siervo de Dios, mandó que viniese a su presencia, y entregándole la capa y rogándole que en sus oraciones le encomendase a Dios, motivó el que toda su familia supiese el caso y que, al irse, los criados se llegasen a él, unos diciendo que era Santo, otros exagerando el suceso, otros encomendándosele, otros queriendo besarle la mano, otros dándole gracias por la victoria conseguida, y alguna falseando el rostro con alguna risa sobre el desacierto de la mujer y sentimientos de menor disculpa que el mismo caso, y todos haciéndole nueva guerra, tanto más exagerada y cruel, cuanto menos era la intención de hacerla; con que nuestro Hermano, reconociendo todos estos escollos, se salió huyendo también del Palacio del señor Obispo y de la ciudad, pareciéndole que en todo peligraba, y que no es consuelo de una herida mortal el diferente nombre del instrumento; con que no se sosegó hasta tomar el puerto seguro de su Religión.

 

 

 

CAPÍTULO VIII

 

De la Hermandad que fundó y altares que erigió, con título de la Santa Fe Católica, y del cuadro de la Fe que formó por ilustración divina.

 

 

     Por muchos años y a todas horas traía nuestro Siervo de Dios siempre al oído una voz que le decía: Fe, Fe, Fe; de donde le resultó el que en todo lo que escribía siempre empezaba: Ensalzada Sea la Santa Fe Católica; y en sus pláticas esta era la última salutación ordinaria, por cuya intención aplicaba sus oraciones y penitencias, y todo lo acomodaba a este fin, pareciéndole (y con razón) que en esto consistía el mayor bien. En hombre de tan fervorosa oración y de tan incansable mortificación, y que en lo natural era de limitado discurso, bien cierto es que todo lo que hacía, de donde resultaban fines tan soberanos, ejemplos tan dignos de ser imitados y fábricas que argüían talento y movían a edificación, sería con luces superiores e ilustraciones celestiales, en orden a que fuese ensalzada nuestra Santa Fe Católica en todos los lugares en que  entraba; y en donde no había puestas Vías Sacras luego las formaba, disponiéndolo con las Justicias, aplicando esta intención, y con religioso culto de los pueblos se conservan hoy tan ejemplares memorias por toda la Mancha.

     Fundó, con licencia de sus Prelados y de los Ordinarios, Congregaciones en muchos lugares con el título de nuestra Santa Fe Católica, dándolas piadosas y devotas Constituciones, y se admiraba mucho de que, siendo éste el principal motivo de nuestra Religión y habiendo tantas fundaciones de sus Divinos Misterios, no se hubiese fundado Hermandad alguna con este universal motivo; aunque esto no es de admirar, porque siempre ha sido estilo de Nuestro Señor conceder a su Iglesia, a diferentes tiempos, diversos favores y privilegios. Bien se conoce que era obra suya el que un Religioso Lego hiciese estas fundaciones, dándolas Constituciones tales, que personas de mucho ingenio y letras no las pudieran disponer ni más en razón, ni más eficaces, ni más devotas, y que, presentadas ante los Ordinarios de Toledo, Cuenca, Prioratos de Santiago y de San Juan, en los reinos de Castilla y León, y siendo examinadas con particular atención, movida del curioso concepto de la persona que las había ordenado, fueron aprobadas y aplaudidas debajo del título de nuestra Santa Fe Católica, firmándose los que en ellas eran recibidos esclavos de la Fe.

     También se conoce la asistencia divina que tenía, pues erigiéndose altares con el título de Santa Fe Católica, significada en el cuadro que se referirá, y colocado en ellos en la Alberca, Villarrobledo, San Clemente, Tembleque, Argamasilla, Alcázar de San Juan, Madridejos, Campo de Criptana, Toledo y otras partes, en todas se celebró la festividad de la erección de estos altares con suntuosos aparatos y grandes gastos, siendo tan pobre el fundador que jamás tuvo un real suyo. En la ocasión en que se fundó en Tembleque la dicha Hermandad de la Santa Fe, tuvo el Siervo de Dios un particular desconsuelo, y fue que dos mozos, o inadvertidos o temerarios, viendo que la gente más principal de la villa se inscribían por esclavos de la Fe, le dijeron: -Que ellos no habían menester inscribirse, que bastante Fe tenían; a que Fray Francisco, arrebatado del celo de la Casa de Dios, dijo: -Pues bien; pueden desengañarse que el que tuviere tanta Fe como un grano de mostaza pasará los montes de una parte a otra; exclamación digna de un corazón a quien se le había dado la virtud de la Fe en tan alto grado. También se conoce cuán agradable ha sido a Nuestro Señor el que a su Madre Santísima se le dé nombre de la Fe; pues por sus Imágenes que con este título se han colocado ha obrado muchas maravillas, no sólo en España, sino en el Paraguay, donde una Imagen de Nuestra Señora, con el nombre de la Fe, es la devoción de aquel Nuevo Mundo, participada de la Mancha. La pintura que formó este Venerable Siervo de Dios de los Misterios de nuestra Santa Fe Católica, como materia nueva, por donde otro alguno por aquel lado no había discurrido ni delineado, la reconoció con examen particular el Consejo Real de Castilla, y aprobó y se le dio licencia para que la estampase y publicase por Cédula, firmada por su Majestad en 6 de julio del año de 1637, refrendada de Francisco Gómez de Lasprilla, su Secretario, la cual pintura de la Santa Fe Católica se significa y explica de esta forma:

 

Explicación del cuadro de la Santa Fe Católica

 

    

 

 

En el triángulo se significa la unidad de esencia en Dios; y en las tres coronas que tiene en las tres esquinas de él, que en Dios hay tres personas distintas; en el ramo y la espada que están dentro del triángulo, los dos atributos divinos, Justicia y Misericordia. En las palmas que nacen del pie de la Cruz que atraviesa el triángulo, el triunfo de la Iglesia Romana; en los Ángeles que están debajo de las palmas coronando multitud de Mártires, la Congregación de los Fieles; en los encadenados, que están en la parte baja del globo sobre que estriba el pie de la Cruz, los enemigos de la Santa Fe Católica; en las siete letras que están en el triángulo a la mano derecha de la Cruz, los siete Artículos que pertenecen a la Divinidad; en la primera significado el primer Artículo, y así en las demás; y en las otras siete que están a la mano izquierda de la Cruz, los otros siete Artículos que pertenecen a la Santa Humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, colocadas con la misma significación que las primeras; en el Ángel y la Imagen de la Virgen Santísima Madre de Dios, que están a los dos lados del pie de la Cruz, la Encarnación del Verbo Divino; en las letras que están alrededor del triángulo y de la Cruz sobre cabezas de Ángeles, que dicen: Quis sicut Deus, el poder de Dios; en el Cáliz y la Hostia que están en medio de la Cruz, tomando parte de los brazos de ella, y tienen encima una corona, debajo del rótulo de la Cruz, los dos sacrificios, el cruento en la Cruz y el incruento en el Cáliz; a esto se sigue alrededor de la orla del cuadro, que significan lo que representan los cuatro Evangelistas que escribieron los Sagrados Evangelios, los cuatro Doctores de la Iglesia que los explican; las cuatro Religiones mendicantes y las cuatro Militares, que los defienden; en la Tiara que está debajo del triángulo, al pie de la Cruz, el Sumo Pontífice, Cabeza de la Iglesia; en las armas que están en la parte alta del globo, el Rey de España, que con ellas devela los enemigos de la Fe en las cuatro partes del mundo; en la serpiente que está debajo del globo, abrazada de la parte inferior de él, el demonio, que siempre está echando lazos; y en la maza que tiene en la boca, la mordaza que la Fe le pone, con que le hace callar; en las tres dicciones que están en la orla del cuadro, encima del triángulo y a los dos lados de él, y dicen: Creo en Dios, espero en Dios y amo a Dios, las Virtudes Teologales, que significan; en la pintura de una paloma que está en la esquina del lado derecho del cuadro, junto a los Doctores, y en el rótulo que está alrededor de la orla, que dice, valiéndose del verso del salmo cincuenta. Ecce enim veritatem dilexisti incerta, et oculta sapientiae tuae manifestati Ecclesiae, la manifestación de la Fe por el Espíritu Santo a la Iglesia Católica; en las letras que están entre el pie de la Cruz y el globo del mundo y dicen: Ensalzada sea nuestra Santa Fe Católica, el motivo de esta empresa; en las saetas de fuego que caen de lo alto del globo por la parte de adentro, a los lados de una muerte, sobre las pinturas de los principales Heresiarcas, como son: Arrio, Calvino y Lutero y del infiel Mahoma, presos entre llamas, y en las letras que están como orla del globo y dicen las palabras del verso del Salmo ciento diez y nueve: Sagitae potentis acutae, cum carbonibus desolatoris, las herejías diversas que han de afligir a la Iglesia por toda la vida del mundo, y que el  fin de todas es el ser despojos de la Fe, quedando vencidas y asoladas.

     Este es el cuadro que Fray Francisco de la Cruz dispuso para significación de nuestra Santa Fe Católica, o por mejor decir, el que dispuso Dios por medio de su Siervo, puesto que estuvo Su Majestad diez años en revelársele, y cada cosa de él se la dijo tres veces; y a lo último, le dijo estas palabras: Esto quiero que saques a luz, porque entiendan que no es cosa tuya, sino mía; y para ello te he escogido a ti, que eres ignorante, que es para prevenir un gran daño en los tiempos venideros.

     Con que debemos reverenciar este cuadro como venido del Cielo, y como efecto de una providencia muy singular para los fines grandes que su Majestad sabe; por lo cual le dio a entender a su Siervo que convenía y era servido que se publicase y erigiesen altares donde los fieles renueven y conformen los votos de la Fe que profesaron en el Bautismo.

 

 

 

CAPÍTULO IX

 

De algunas prevenciones con que Nuestro Señor iba disponiendo a Fray Francisco de la Cruz para la peregrinación de Jerusalén.

 

 

     Los sentimientos que Nuestro Señor comunicaba a Fray Francisco de la Cruz eran muy frecuentes y diversos, pero en todos labrándole para la peregrinación a que le tenía destinado, y para que por este medio se consiguiese el cumplimiento de su santísima voluntad, concediendo al mundo conversiones nunca esperadas, prodigios no prevenidos y maravillas tan repetidas, que han sido empeños de su amor, ostentación de su poder.

     Algunos años antes que tuviese las primeras luces de su viaje a la Tierra Santa, parece que Nuestro Señor le dio inteligencia de que a pocos ratos de amargura se seguían colmos abundantes de gozos sobrenaturales, pues en un camino de tierra estéril de los que ordinariamente hacía por la santa Obediencia, hallándose cansado se sentó, y por no tener rato ocioso se puso a leer en un libro espiritual, y estando leyendo sintió que el aire traía a su olfato olor de unas hierbas que él conocía por amargas. Hizo reparo, y advirtió que no había causa de que se pudiese originar; suspendiendo lo que leía, puso el espíritu en Dios, para que fuese servido de alumbrarle qué determinación era la suya en aquella situación, y le fue dado a entender esta palabra: Mirra. Él entonces, bañada su alma en gozos indecibles y soberanos, como quien recibe un gran beneficio no esperado, rompiendo de lo íntimo de ella suspiros ardientes y amorosos, dijo: -“Señor, bien conozco la tibieza con que doy cumplimiento a mis obligaciones, y también el sinnúmero de mis culpas, y que estáis justamente conmigo indignado; pero engrandezco vuestro inmediato poder y clemencia, pues me habéis dado a entender en la palabra Mirra que me queréis mortificado; dad claridad a mi entendimiento y fortaleza a mi alma para que yo elija la mortificación que os sea más agradable, y la ejecute con humildad y esfuerzo en Vos y por Vos, pues lo sois de humildes. Concededme, Señor, para que la consiga, que me aparte, por vuestro amor, de todo aquello a que se inclina mi natural, aunque sea lícito y honesto, y abrace todo lo que aborrece, por más penoso y desconsolado que sea, y que rinda mi voluntad mal ordenada en la porción inferior de la inclinación, apetito y parte sensitiva, al superior dictamen de la razón, para que, dando repetidas aflicciones al cuerpo, muera en él y viva en Vos”

     Prosiguió su viaje, y en él le fue repetida esta palabra Mirra doce veces, y otras muchas en otras ocasiones antes de empezar su peregrinación. Pero nuestro Señor, que es fiel remunerador de voluntades resignadas, aquella misma noche le ofreció, estando en oración, en visión imaginaria, un Ángel muy hermoso y resplandeciente, todo cercado de zarzas y muy agudas espinas, que tenía el brazo derecho levantado y en él una corona hermosísima tejida de hojas de laurel y flores, dando a entender a Fray Francisco, con la acción y demostración que hacía, que aquella corona era para él; con que su corazón se fortificó a servir y padecer, viendo que tenía un Señor que, a afectos tan limitados, daba premios tan sin medida. No entendió el Siervo de Dios la calidad de las aflicciones que le esperaban, porque las juzgaba corporales como siempre habían sido; y no juzgó bien, porque lo que resultó de esta visión fue que empezó a sentir en su espíritu algunas sequedades y substracciones, y a reconocer notable mudanza en su gobierno espiritual, con que andaba confuso y desordenado; porque aunque procuraba con verdaderos actos de compunción recobrar la perdida devoción, no le era posible; y aunque conocía las razones con que su Padre espiritual le esforzaba, la guerra interior que traía sobrepujaba al Discípulo y a la segura doctrina del Maestro. Acordábase de aquel sosiego de los sentidos que tenía en sus ejercicios ordinarios, y como convaleciente a quien se le ha quitado el báculo, vacilaba a una parte y a otra, desanimada el alma de todo consuelo, sin quedarla más pie firme que el de la resignación; porque aunque ardía incesantemente el fuego divino en su pecho, estaba a su conocimiento cubierta la llama con sombras, para que de aquellas fraguas celestiales saliese a su tiempo acrisolada su fidelidad y paciencia, y para que la joya de tantos quilates hallada hiciese verdaderamente feliz al que la juzgaba perdida; nuestro Hermano, en borrasca tan desecha y en mar tan proceloso, se daba totalmente por perdido; porque si la memoria le recordaba la devoción sensible, conocía el desamparo en que se hallaba; si le representaba los consuelos interiores de su alma, veía la sequedad que la cubría cuando le proponía la voluntad con que prontamente se entregaba a todo lo que era servicio de Nuestro Señor; miraba el tedio que a esto mismo tenía y la tristeza que le causaba; andaba todo desbaratado, porque las batallas que había tenido eran del cuerpo y por tiempo limitado, y ahora eran del espíritu y le parecían eternas. Persuadióse, viendo las obscuridades en que se miraba, que totalmente Dios le había dejado, pues ni podía meditar, ni contemplar, ni se conocía a sí mismo; y si algo conocía en sí, era que ni obraba lo sensible, ni se excitaba lo imaginario, ni entendía lo intelectual.

     El P. Fray Juan de Herrera, como tan gran Maestro, reconociendo por la conciencia de Fray Francisco que esta mudanza no se causaba de desorden en ella, sino que venía por impulso de Dios, le prometió de su parte la suavidad y consolación de su alma; con que, persuadido de alguna manera que el crédito de la doctrina es la primera perfección del discípulo, y no extrañada tanto la novedad con la costumbre, aunque duró por mucho tiempo este género de ejercicio, poco a poco se fue ilustrando su alma con resplandores divinos; y habiéndosele dado conocimiento de que los instrumentos con que había sido labrado no habían causado destrucción, sino perfección en su espíritu, volvió, como raudal detenido y luego desembarazado, con más ímpetu a la templanza y quietud que gozaba: porque la memoria ya devotamente sentía; el entendimiento, ya libre del velo de tantas obscuridades, veía la luz clara; la voluntad, ya perdido el tedio y la tristeza que la oprimía, había convertido el fastidio en ímpetus de afectos amorosos; y lo sensible, lo imaginario y lo intelectual que se habían perdido, se hallaban con la dulzura de haber vuelto a hallar su casa; con que rendido ante el divino acatamiento, y más y más fervorizado, le faltaban palabras y agradecimientos para aclamar tantos favores y misericordias.

 

 

 

CAPÍTULO  X

 

De los motivos que tuvo para la peregrinación a los Santos Lugares y cómo se dispuso para ella, y de una gran desgracia que estorbó por ilustración divina.

 

 

     Después de haber Fray Francisco de la Cruz vuelto a la paz y serenidad que solía gozar en sus continuos ejercicios, hallóse en ellos tan mejorado, que llegó a tener una quietud de oración tan sobrenatural que, si de antes todas las cosas que veía le servían de instrumento para dar en cada una gracias al Criador, ahora estaba tan dentro de sí en Dios, que no le movían a hacer reparo en ellas. Íbale previniendo para que llevara su Cruz a la Tierra Santa, y quería aplacar, por medio de esta penitencia, su justa indignación contra los hombres; y para esto le quiso dar a entender aquel presente estado en las visiones siguientes:

     Vio una vez, durmiendo, que llovía con grande tempestad, y que lo que llovía eran rayos de fuego.

     Vio otra vez, durmiendo, que llovía sangre en una villa, seis leguas de Toledo.

     Vio otra vez, durmiendo, que la tierra se ardía junto a Madrid, y que el fuego bajaba del Cielo.

     Vio, otra vez, con los ojos corporales, una serpiente en el aire de muchas leguas de magnitud que con la cola llegaba junto a Madrid, como que amenazaba, y que haciendo Fray Francisco la señal de la Cruz se deshizo luego, con que conoció que el remedio estaba en la Cruz.

    Vio otra vez con visión imaginaria en unas tinieblas una Corona de oro.

     Vio otra vez en visión imaginaria, entre tinieblas, una Corona de espinas, y conoció que se la daban a él, sin ver quién se la daba.

     Vio otra vez, también imaginariamente, un Clavo de Cruz, de la misma manera que vio la Corona de espinas entre tinieblas.

      Vio otra vez, con los ojos corporales, dos nubes en el cielo, muy encendidas, que se apartaban y se volvían a juntar, a modo de pelea, y se le dio a entender que significaban guerras en España.

     Vio otra vez la Cruz en visión imaginaria; y siendo este instrumento de nuestra Redención todas sus delicias, y lo que más regalo y consuelo le causaba, en esta ocasión le dio tal sobresalto el verla, que de la pena que sintió pensó morir de repente, sin que en esto le fuese dado locución ni significación alguna.

     Otra vez le dijeron, estando en la más ardiente de su oración: Está el mundo lleno de vicios, está para perderse.

     Otra vez le dijeron: Está Dios enojado con los hombres por sus muchos pecados; es cierto que se los perdonará, si hiciesen penitencia.

     Persuadióse que sus culpas eran la causa de que el mundo se perdiese, y que los enojos divinos eran contra él, porque habiéndole traído a la Religión no había hecho penitencia; y que, si a vista de tantos avisos no se enmendaba y hacía alguna singular mortificación, no solamente él se perdería, sino que sería causa de que muchos se perdiesen. ¡Oh bien ordenada y útil consideración, que el que ama, sirve, agrada y es premiado, amado y favorecido, vuelto en sí, no sólo dice: Siervo inútil soy, sino: causa de todos los daños soy! Luego quien ni ama, ni sirve, ni agrada, ni por sus obras es premiado, ni amado, ni favorecido, y respira sin cuidado y duerme sin zozobra, y vive sin aflicción, y en lugar de muchos méritos buenos tiene muchos méritos malos, claro es que no está en sí.

     Apoderóse esta santa idea tanto de su entendimiento, que ni sosegaba, ni vivía hasta que hallase modo de hacer una mortificación muy desigual de las que hasta ahora había hecho, asegurándose que todas eran tibias e imperfectas, y de que estaba totalmente inmortificado; y que si en orden a esto había hecho algo, no había sido agradable a Nuestro Señor, y así no podía producir buenos efectos; con que llevado de estas santas y debidas consideraciones, andaba buscando un género de aflicción corporal que, rindiendo en él y casi aniquilando todas las impresiones de tierra, sin estas contradicciones levantase el espíritu a Dios y de esta suerte fuese de grande valor: también reconocía que acción suya no le podía tener. Estando ocupado en estos discursos, previno que esto sólo se podía conseguir en alguna imitación de Nuestro Redentor, con que le llevó luego la memoria y el afecto a los quebrantos de su Pasión; y una vez empezado a tomar este camino, claro está que le había de andar, hasta tropezar con el valor infinito de su misteriosa crucifixión. Aquí hizo alto, pareciéndole que, para llevar a crucificar sus culpas, era menester ir como fue el Señor a borrar las de todo el mundo, clavándolas en su Cruz, llevándola como Él a cuestas y colocándola en el mismo sitio en que estuvo el Sagrado Leño, y en él pendiente nuestra salud: con que se resolvió (viendo que el Salvador había caminado a tomar aquel puesto con aquel precioso Madero en sus hombros con tantos dolores y afrentas) imitarle, como mejor le fuese posible, sin perdonar angustia, descomodidad, trabajo ni aflicción, llevando una Cruz sobre los suyos, desde esta Provincia de Castilla, en peregrinación, hasta ponerla en el Sagrado Monte donde estuvo la de Cristo Jesús, nuestro bien, para procurar conseguir su aplacación y propiciación.

     Permítaseme decir en el modo que se puede que este pensamiento de nuestro Siervo de Dios fue dichoso de mal fundado, o que fue un engaño piadoso; porque certificarse con tan vivos discursos de que era el mayor pecador, y de que era causa de todos los males, sólo parece pudo ser para que se lograsen tan buenos afectos; porque aunque la justificación se nos da toda de limosna, comprendiendo la gracia de la disposición, y nadie puede certificarse de que la recibe, todavía por la bondad de Dios, por el inmenso precio de la Sangre de Jesucristo su Hijo, por la virtud de los Sacramentos y por la falta de acusación de la propia conciencia, se puede piadosamente persuadir un alma a que está en amistad de Dios; pero Fray Francisco de la Cruz, en quien parece concurrían estas razones, le hacían mucha fuerza las contrarias, por el santo recelo con que los hombres espirituales, mientras más ilustrado tienen el conocimiento, siempre se temen más y obran más, porque siempre es incomparable la distancia de lo que son a lo que deben ser.

  Esto, que en su alma propuso con piedad, devoción y providencia, lo ejecutó con resolución, presteza y valentía; que en los hombres de su espíritu todo lo que mira a Dios camina arrebatado, porque va a su centro; y desde esta ocasión fue disponiendo los medios para la consecución de tan alto fin.

     Esto que vamos refiriendo pasaba por el año 1641, en que esta materia se empezó a consultar por su Confesor y Prelados, reconociéndose las grandes dificultades que tenía.

    Por este mismo tiempo le fue dada inteligencia de que lo que intentaba era muy del agrado de Nuestro Señor, y de que aplicase el principal intento de esta penitencia por la exaltación de la Santa Fe Católica, por la paz, en aquellas presentes guerras, entre los Príncipes cristianos, y enmienda de costumbres, y que en su viaje siempre fuese exhortando a oración y penitencia; con que desestimados los inconvenientes, se aseguró del cumplimiento de esta proposición.

     Pero como sabía que la Obediencias es el norte fijo de todos los movimientos santos, dispuso consultar su determinación con su Prelado inmediato, que entonces era el mismo Padre Fray Juan de Herrera, Confesor y Maestro espiritual de nuestro Hermano, pidiéndole licencia por escrito para hacerlo con más expresión y claridad, y para significar cabalmente sus motivos, causas y razones; y así lo hizo, en la forma siguiente, según está sacado al pie de la letra de los papeles originales, los cuales, con los demás que nos han dado materia para las adiciones de esta segunda impresión, paran en el archivo del convento de Madrid.

  

Ensalzada sea la Santa Fe Católica. Amén.

 

REVERENDO PADRE PRIOR:

 

     Fray Francisco de la Cruz, el gran pecador, indigno súbdito de V. P. R., hablando con la humildad, devoción y reverencia que debo, y protestando ante todas las cosas que soy, por la gracia de Dios Nuestro Señor, cristiano, hijo fiel de nuestra Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana, y como tal me someto a su corrección en todo lo contenido en esta petición; y así digo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, tres Personas y un solo Dios verdadero: Que viendo en la manera que puedo, con el divino favor, los admirables beneficios que Dios por su bondad nos hizo a los hombres en criarnos a su imagen y semejanza, haciéndonos capaces de conocerle y amarle, por lo cual le debemos toda adoración, obediencia y reverencia, como a nuestro Criador; y viendo Su Majestad la perdición nuestra, causada por la culpa original, nos hizo otro admirable beneficio dándonos a su Unigénito Hijo por Redentor y Maestro, el cual fue concebido por obra del Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen, y padeció y murió, y fue sepultado por nosotros, y después de haber resucitado subió a los Cielos con su propia virtud, y desde la diestra de su Padre Eterno, donde está, ha de venir a juzgarnos a todos los vivos y muertos; por todo lo cual le debemos ser agradecidos y servirle y amarle, y mucho más por ser su bondad la que es y por el infinito amor con que nos ama.

     Y para que participemos de sus infinitos merecimientos nos dejó en la Iglesia Santa los siete Sacramentos, por medio de los cuales nos comunica su divina gracia y nos hace hijos suyos y herederos de su divina gloria. Y viendo el demonio, enemigo de Dios y nuestro, que nuestro buen Dios nos ama tanto, lleno de envidia ha procurado introducir en el mundo horribles tinieblas en los corazones de los hombres: en unos, para que no vean la certísima luz de nuestra Santa Fe Católica; y en otros, para enfriar el amoroso fuego de la santa caridad; de las cuales tinieblas han resultado innumerables culpas y pecados, de los cuales está Nuestro Divino Dios muy ofendido, lo cual creo por las calamidades, nunca otra vez vistas semejantes entre cristianos, como al presente se ven entre los muy católicos y cristianísimos Reyes de España y Francia, y entre sus vasallos y entre otras muchas Provincias de la Cristiandad, que son las encendidas guerras, con las cuales los Reyes gastan sus tesoros, con menoscabo de sus municiones, y los vasallos padecen, no sólo gastando sus haciendas por ayudar a sus Reyes y señores, sino dejando sus Patrias y casas, haciendas, mujeres, hijos y familias, arriesgando la salud, vidas y sus honras, de que se ocasionan muchas culpas y se aumentan las ofensas contra Nuestro Señor Dios; y permitir Dios nuevas caídas de pecados sobre tantos como habemos cometido, que es indicio de nuestra perdición, la cual temo con grandísimo dolor de mi ánima, fundándome en ver que falta la paz y en ver que los Reinos están divididos; y Dios dice que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Según lo cual nuestro remedio está en que nos convirtamos y hagamos penitencia, para que Dios nos perdone como hizo a los de Nínive; y la Iglesia, Nuestra Madre, dice que a Dios, a quien ofende la culpa, la penitencia le aplaca.

     Por tanto, pues, el remedio es la penitencia; en confianza de Dios añadiré a mis pobres ejercicios la penitencia siguiente: En el nombre de Dios Todopoderoso y de la Virgen Santísima, María del Monte Carmelo, y de todos los Santos Apóstoles y Evangelistas, y de todos los Santos de la Corte celestial, pido licencia a V.P. para ayunar tres años continuos, sin faltar ningún día, excepto los domingos; y que los ayunos hayan de ser, no sólo con abstinencia de carne, sino con abstinencia de todos los manjares, comiendo solamente pan y agua, y no más de una vez al día, sin hacer colación de noche, excepto los domingos, que podré comer más de una vez y usar de comer cualesquiera frutas o legumbres, guardando siempre la abstinencia de carne, huevos, pescado y cosas de leche, que esto nunca se ha de comer; tengo de caminar siempre a pie, y pedir de limosna lo que comiere y dar a pobres lo que me sobrare, sin reservar nada de un día para otro; tengo de observar la pobreza evangélica, sin poseer ni tener moneda alguna, ni recibirla de limosna, ni tocarla, ni levantarla del suelo, aunque la halle caída; usaré siempre de traer cilicio, y los días que pudiere tomaré disciplina; sufriré las injurias por Dios, y desde luego las perdono a quien me las hiciere y a los que me las hubieren hecho antes de ahora en cualquiera manera; llevaré una Cruz a cuestas desde aquí a Roma, y allí visitaré con ella las siete iglesias principales y más las que pudiere; y en el camino visitaré en cada lugar, ciudad o villa el Santísimo Sacramento del Altar, por lo menos una iglesia y más las que hubiere lugar. Y si en Roma nuestro Santísimo Padre el Pontífice y nuestro Reverendísimo Padre General me dieran licencia para llegar a la ciudad de Jerusalén, iré con la Cruz a cuestas a visitar el Santo Sepulcro de Cristo, Nuestro Redentor, y los demás Santos Lugares de la Tierra Santa; y desde allá volveré a esta santa Provincia, y en todo siempre con la Santa Cruz a cuestas; todo en confianza de Dios, de quien espero su divino favor y fuerza, mediante su divina gracia.

     Y aunque conozco y confieso que mis culpas y pecados son tan grandes, que no bastarán todos los hombres del mundo para satisfacer la divina justicia con toda la penitencia que pudieran hacer, con todo eso digo, con el pesar que puedo de haber ofendido a Dios nuestro bien; digo que en satisfacción ofrezco a su bondad infinita los infinitos merecimientos de su Unigénito Hijo, Nuestro Redentor y Maestro Jesucristo, y los merecimientos de su Santísima Madre y de todos los Santos, y confío en la divina misericordia que perdonará mis pecados y las penas debidas por ellos; y si fuere servido de que yo haga alguna satisfacción, la remito para después de pasado los tres años primeros siguientes, que se contarán desde el día de la Circuncisión del Señor, del año que viene de mil seiscientos cuarenta y tres, hasta el mismo día del año de cuarenta y seis, porque en estos tres años siguientes es mi intención ofrecer lo dicho por la paz y concordia entre todos los Reyes y Príncipes cristianos, y de todas las Repúblicas y Provincias de la Cristiandad, y en recompensa de todas las injurias, ofensas y agravios que todas las criaturas del universo hemos hecho contra Nuestro Dios, Criador, Señor Nuestro y Salvador, de quien esperamos los fieles la Bienaventuranza. Y mis ansias son que la Santa Fe Católica se dilate por todo el mundo, pues por todos padeció y murió nuestro Señor, y que haya paz, porque podamos mejor obedecer, servir y amar a Dios, y así se coja copioso fruto de su Redención, y nosotros participemos de los merecimientos de Cristo, mediante la misericordia divina, y así le gocemos y alabemos en la bienaventuranza eternamente, donde vive y reina con Dios en Trinidad de Personas, por todos los siglos de los siglos. Amén, Amén. Y así lo firmo de mi nombre, en este Santo convento de Señora Santa Ana de la villa del Alberca.

     En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Un esclavo de nuestra Santa Fe Católica. Y un indigno súbdito de V. P. R.

 

                                  FRAY FRANCISCO DE LA CRUZ

                                                                                el gran Pecador

 

 

Ensalzada sea la Santa Fe Católica, por siempre jamás

Amén. Amén. Amén.

 

 

     Esta fue la petición que presentó nuestro Hermano ante su Prelado inmediato, pidiendo licencia para ejecutar lo contenido en ella; y si esta obra diera lugar para las ponderaciones que se ofrecen, se pasara, de los términos de una historia singular, a panegírico interminable, que no es sujeto de menos una obra tan heroica y de circunstancias tan heroicas, que aun fuera mucho voto para la criatura más esforzada de todo el mundo, puesto que no cabe en humanas fuerzas, aun ayudadas de los auxilios divinos de esta Providencia ordinaria, obligarse a hacer milagros. Y si llevar una Cruz a cuestas desde Castilla hasta Roma y Jerusalén, y volver con ella a pie, cargado de cilicios de hierro y muy pesados, comiendo solamente pan y agua, y esto muy pocas veces, tomando disciplinas lo más días, en tiempo que, con los muchos años y el rigor de las penitencias continuas se hallaba tan deshecho, que pudiera decir lo que el Santo Job, que, consumidas sus carnes, tenía pegada la piel con sus huesos y apenas le habían quedado labios para poder pronunciar; digo que si esto es milagroso, o milagros, lo juzgará a quien le toca; sólo diré yo una palabra, y es: que fue sin duda ilustración de Dios que fuesen tan soberanos los motivos de su empresa como se descubren en su petición; que una hazaña tan gloriosa, dejara de serlo a no mirar fines tan altos.

     Consideró su Prelado la petición de nuestro Hermano, y le concedió por escrito la licencia y sin mucha dificultad; y a mí me parece no pudo tener otra razón concluyente que persuadirse a que en Fray Francisco asistía aquel espíritu mismo que en San Pablo, cuando decía: Todo lo puedo con Dios, que me conforta. Firmó, pues, la licencia en 29 de diciembre de 1642.

     En el Capítulo de la Orden que se celebró en Valladolid por mayo de 1642, pareció Fray Francisco pretendiendo licencia para ejecutar esta sin ejemplar determinación; y reconociendo su edad, y los graves embarazos que tenía la pretensión por una parte, y por otra su espíritu y trato con Dios, se le dio licencia para que fuese a Roma a conseguir aprobación de la Hermandad y Altares que había fundado con título de la Santa Fe Católica, con calidad que no la cumpliese hasta fin de febrero del año siguiente de 43, para con más tiempo (respecto del limitado que tiene el Capítulo) consultar si convendría dársela para la visita de los Santos Lugares con Cruz a cuestas.

     Este mismo año, dos meses antes de Santa María Magdalena, el Padre Fray Pedro de Borja, Religioso de aquella conventualidad, salió a Villarrobledo a predicar el sermón de la Santa, en la fiesta que en su día se había de hacer en aquella villa. El día antes en la noche se entró Fray Francisco en el coro a tener oración, y al salir de Maitines dijo al Padre Prior: -Vuesa Paternidad se ha de servir de darme licencia para que luego me parta a Villarrobledo (aunque la noche es tenebrosa y amenaza tempestad) para llevar al Padre Fray Pedro de Borja dos espejos que se le han olvidado, que son un Santo Cristo y una calavera, que en el sermón de la Magdalena son precisos. El Padre Prior le dijo: - Que aquellas insignias no eran necesarias en sermón de festividad. Fray Francisco le replicó: -Que era muy del servicio de Nuestro Señor que él se partiese luego, y así, que convenía le permitiese ir, porque era de suma importancia. El Padre Prior, con el conocimiento que tenía del sujeto, entró en recelo y le dio licencia, y con ella se puso en camino, y al día siguiente llegó a Villarrobledo cuando Fray Pedro estaba para subir al púlpito, y extrañó mucho el verle, y nuestro Hermano le dijo que venía a traerle aquellos espejos, porque sin ellos no era bien que hubiese quien predicase de la Magdalena. Con que pareciéndole al predicador que allí había luz superior, los mostró en su ocasión al auditorio, haciendo con ellos una general exhortación, y causó grande movimiento. Los efectos interiores que de esto resultarían no se llegaron a conocer, pero bien se dejan presumir. Lo público fue que, después de acabada la fiesta, el Mayordomo de ella llevó, con otros convidados, a su casa a comer a los dos Religiosos, y estando para empezar en unas escudillas de caldo, dijo Fray Francisco: -Ninguno las pruebe, porque están envenenadas. Entonces entraron todos en confusión, y volvió a decir que, para que lo viesen, trajesen la olla; y la trajeron, y prosiguió diciendo: - Saquen el repollo, y abran una de esas dos partes en que está dividido, y hallarán dentro un sapo que se ha cocido con ella y la tiene envenenada. Hiciéronlo así, y hallaron el sapo, y enterraron la olla y comieron de otras cosas prevenidas, y Fray Francisco no quiso comer con ellos, por lograr su pan y agua; y todos dieron gracias a Dios del peligro de que milagrosamente se veían libres, reconociendo la admirable santidad de aquel Religioso, el cual daba también gracias a Nuestro Señor, muy cumplidas, de que le hubiese tomado por instrumento para socorrer al prójimo en riesgo tan evidente, y de que hubiese querido que pasase las inclemencias de aquella noche para estorbar tan grande mal, teniéndolo por singular favor, pues imitaba de algún modo al que tan a costa suya libertó nuestra humana cautividad.

 

CAPÍTULO XI

 

En que se resuelve que se haga el viaje a Jerusalén con Cruz a cuestas, y se empieza con algunas circunstancias particulares.

 

 

     En el tiempo que le reservó el Capítulo para volver a consultar la licencia que con grande solicitud procuraba nuestro Siervo de Dios para la visita de la Tierra Santa con Cruz a cuestas, se hacían muchas juntas por los mayores sujetos de la Religión, en virtud y en letras, que en todas edades han florecido en ella tan grandes, que han sido, no sólo lustre glorioso de su Familia, sino adorno y resplandor de toda la Iglesia Católica.

     Por este mismo tiempo vio una maravillosa visión (que fue la tercera que tuvo de la Santa Cruz), apareciéndosele en el aire y dándole Dios clara inteligencia de que gustaba que hiciese otra como aquella y la llevase en peregrinación a Roma, a Jerusalén y a Santiago de Galicia, y que con esta penitencia se aplacaría, para estorbar un mal grande que amenazaba a la Cristiandad; quedando Fray Francisco de la Cruz con ardentísimos deseos de ejecutar la voluntad divina y cada día más certificado que conseguiría la licencia que casi dos años había pretendido. También el P. Fray Juan de Herrera, su Confesor y Prelado, como Ministro más íntimo de esta pretensión, hacía fuertes instancias para que se le diese la licencia, y es cierto que fue lo que hizo mas peso en el aprecio de la Religión. En fin, se le concedió, con grande consuelo de todos (porque esta fue una expectación universal en toda la Provincia), en 7 de febrero de 1643, con calidad que el peso de la Santa Cruz no excediese de quince libras castellanas; y Fray Francisco, habiendo conseguido la del Señor Nuncio de Su Santidad, y después de haber hecho extraordinarias mortificaciones y penitencias por el buen suceso de negocio tan arduo, pasó a San Clemente a disponer que se hiciese la Cruz, la cual labró un carpintero que se llamaba Alonso de Haro; y es de advertir que desde luego quiso Nuestro Señor mostrar cuánto era de su agrado la formación de esta Santa Cruz, porque el dicho oficial andaba enfermo, y desde que dio el primer golpe en su labor se halló libre de la dolencia que le afligía. Formóse un letrero en los brazos de ella, con las palabras de San Mateo al cap. XVI de la Sagrada Historia, que dice:

      Qui vult venire post me, tollat Cruce suam et sequatur me.

     Y otro a lo largo del lugar, de San Pablo, al cap. II de la Epístola ad Philipenses, que dice:

       Humilliavis se metipsum usque ad mortem, mortem autem Crucis.

     Los cuales dos lugares de las divinas letras se pusieron en la Santa Cruz por especial inspiración de Dios que para ello tuvo nuestro Hermano, para que no faltase circunstancia en la obra que no fuese digna de veneración.

      Fabricada la Santa Cruz, faltaba pagar al carpintero; y estando nuestro Hermano con él a la puerta de su casa tratando del precio para saber qué cantidad había de pedir de limosna para la paga, pasó por allí D. Juan Pacheco de Guzmán, Caballero de la Orden de Alcántara, y sabiendo lo que se trataba y conociendo la suma pobreza del Religioso, sacó el dinero y pagó la santa hechura, y Fray Francisco la llevó a un aposento que le daba en su casa Doña Ana de la Torre, en donde estaba cuando salía a pedir en aquel lugar las limosnas que le mandaba la santa Obediencia. Desde allí la llevó a su convento; y en las dos leguas que hay desde San Clemente a la Alberca, ¿quién podrá significar los gozos de su alma y los coloquios amorosos que iba diciendo a su Cruz? ¿Quién duda que se valdría de los que nos dejó San Andrés en la proclamación del Sagrado Madero?

     Fue muy bien recibido en el convento, y habiendo llegado el dichoso día del cumplimiento de sus licencias y principio de su peregrinación, se despidió tiernamente de la Imagen de Nuestra Señora del Socorro, para no apartarla de su corazón en todo el camino, y con muchas lágrimas de aquellos Observantes Religiosos, y en especial del Padre Fray Juan de Herrera, que le puso precepto que al entrar en cualquier lugar siempre fuese vía recta a la iglesia e hiciese oración al Santísimo Sacramento, el cual empezó a ejecutar en la de su mismo convento en el nombre de la Santísima Trinidad y de su Madre Santísima del Carmen; salió a la peregrinación en forma apostólica, con su Cruz a cuestas, que pesaba quince libras, en diez y seis de marzo del año mil seiscientos y cuarenta y tres, siendo de edad de cincuenta y siete años, dos meses y veinte días.

     Salió a campaña este soldado valeroso con aquel Estandarte Real desde donde reinó Dios, con aquel Leño que tuvo en sí pendiente el precio de todo el mundo y que al perderle se estremeció la tierra en temblores confusos y vergonzosos por lo que hacían sus hijos, o porque no le habían conocido antes con la Sagrada insignia de la Cruz, digo, en donde se hizo posible (aunque a tanta costa) borrarse lo infinito de una culpa, siendo instrumento de la mayor victoria, a cuya vista, no sólo se desarman las furias infernales, sino que se pasman los Cielos. Iba caminando Fray Francisco de la Cruz, con la alegría que se puede considerar de que ejecutaba la voluntad divina; y como ésta era por el camino de Cruz, quiso que gozase de sus efectos y que fuese acrisolado en los sobresaltos siguientes:

     Aquel mismo día, prosiguiendo su viaje, iba en su continua oración, cuando reparó que se ponían delante, como embarazándole el paso, diversos animales en varias formas, y cada uno en la suya, con notable desproporción de grande, y que mirándole con vista espantosa, le amenazaban con horribles demostraciones. Al principio, como iba tan fervoroso, no puso bastante atención, queriendo ir caminando; pero como tantas veces le rodeaban y se le ponían delante embarazándole los pasos, conoció lo que podía ser, y valiéndose de sus armas, se quitó la Cruz del hombro, y tomándola en ambas manos, como quien la lleva en procesión dijo:

     -¿Quién es bastante a impedir los caminos de Dios?                                              

     Y apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando se vio libre de aquella infernal molestia y volvió a seguir su viaje en la forma que de antes.

     Otro día, estando en Alconcher sentado descansando, junto a una casa donde está el horno del pan, vio venir hacia donde estaba un gato negro, y en un instante le dejó de ver, y en la misma parte por donde venía el gato vio un hombre que, llegándose a él, le dijo:                            

      -Quisiera saber para qué un viejo intenta un viaje tan largo con Cruz a cuestas.

        A que le respondió el Siervo de Dios:

       -Supuesto que no es suyo el Fraile, ¿quién le mete en ello?

        Y entonces el hombre le dijo:

      -Antes que veas cumplido tu deseo, yo me vengaré de ti.

      Y desapareció con grande ruido y espanto.

        El mismo día se llegaron a él dos mancebos vestidos de negro, y en buena conversación le iban acompañando, y en diferentes pláticas que se movieron una fue, usando de amistad compasiva, decirle que se había metido en intentar lo que no cabía en fuerzas humanas, y que muchas veces, envuelta en la presumida perfección, viene la tentación, y que hacía empeño en un imposible, y que confiar tanto de sí era parte de soberbia. Él les respondió con la misma razón antecedente:

     -¿Qué se meten ellos en esto? Que no es suyo el Fraile.

     Y dicho esto, vio otros dos mancebos junto a sí, de mucha gala, que dijeron a los primeros:

      -Váyanse luego y no estorben el camino de este Religioso.

      Dicho lo cual se desaparecieron todos cuatro, y reconociendo que no se pasaba momento de tiempo en que no recibiese alguna particular misericordia de la poderosa mano de Dios, aclamando su bondad y grandeza entró en segura y alta confianza de que había de ver el dichoso fin de su peregrinación.

 

 

CAPÍTULO XII

 

De un singular favor que le hizo la  Virgen del Carmen, y de cómo llegó a Navarra y entró en la Francia.

 

     Amaneció el día siguiente; y bien se puede decir amaneció, pues a las tinieblas más obscuras y horrorosas sucedió la mejor aurora disipándolas y confundiéndolas. Caminaba Fray Francisco en profunda meditación, cuando, suspendido algo de una apacible novedad, reconoció que traía el aire fragancia tan delectable y olorosa, que se recreaban en ella los sentidos; tan extraordinaria, que no pudiéndose declarar con flores, rosas, hierbas ni aromas, no siendo como de alguna, sobrepujaba a todas; tan suave y excesiva, sin embarazar lo excesivo a lo suave, que en ella amorosamente se regalaba el olfato y fervorosamente se encendía el espíritu. Admiró también que a un mismo tiempo se cubría el aire de pájaros de varias naturalezas y de varios géneros de música y sólo no varios en la perfección y destreza con que cantaban, pues cada uno recreaba el oído, y todos juntos le aplaudían y admiraban, componiendo la hermosa unión de una música la concertada diversidad de diferentes voces y músicos.

     Estaba sin poder dar fondo a caso tan raro y ameno, a suceso tan extraño y amable, cuando advertidamente reconoció con los ojos corporales que le salían al encuentro doce hermosísimas doncella, divididas seis en cada lado, todas ricamente vestidas y adornadas de resplandores excesivos, trayendo cada una en la mano una antorcha, y que al fin de todas venía una niña con el Hábito de su Religión, vestida de blanco y pardo, cercada de tales resplandores, que en su comparación pierden el lucimiento las estrellas, padece eclipses la Luna y confusiones y embarazos el Sol, y que llegándose a él le dijo:

     -Prosigue tu camino sin que te embaracen trabajos ni adversidades, que yo, que soy tu Madre, te ampararé.

     Dicho esto, acordando más sus dulces acentos las aves, excediendo más las fragancias que ocupaban el ambiente, brillando más las galas de aquellas perfectísimas criadas, luciendo más las antorchas que tenían en las manos, y obscureciendo más sus resplandores el día, bajó una nube con rojos brilladores matices, con lucidos apacibles reflejos, cubriendo a los ojos del Siervo de Dios este hermosísimo teatro.

     Quedó agradecido y confuso, pidiendo a Nuestro Señor trabajos y adversidades por lograr tan celestiales amparos, y haciendo en todos los lugares en que entraba oración al Santísimo Sacramento, conforme al precepto que tenía (que observó puntualmente hasta volver a su convento de Santa Ana de la Alberca), proseguía su viaje, saliendo los pueblos a verle y a acompañarle por largas distancias, edificados de su devoción, edad y penitencia, rogando todos a Dios fuese servido que celo tan piadoso y fervor tan sin ejemplar llegase a conseguir dichosamente el virtuoso fin de su empresa.

     Iba Fray Francisco con una voz edificadora exhortando a todos a oración y penitencia, aclamando la Exaltación de la Santa Fe Católica.

     De esta suerte llegó al reino de Navarra y a su Corte, la ciudad de Pamplona, víspera de la Santa Cruz de Mayo, en donde causó tal novedad el verle, que se conmovió toda la ciudad, asegurándose todos que esta era obra del Cielo, y que Nuestro Señor se había de apiadar de las dos Coronas, España y Francia, en aquellas presente guerras, concediéndoles la deseada paz. Fue al convento de su Orden, y el Padre Prior al día siguiente, por serlo de la Santa Cruz, en la procesión conventual permitió que Fray Francisco llevase la suya; donde asistió tanto concurso que, después de acabada, fue necesario retirarle porque no le cortaran los hábitos. El Cabildo Secular de aquella ciudad le envió dos Caballeros Comisarios para que de su parte le ofreciesen todo el dinero que fuese menester para el camino, y para pagar los tributos que tienen impuestos los turcos en sus Aduanas a los peregrinos que pasan a la veneración de los Santos Lugares trasmarinos. Él se excusó, agradeciendo demostración tan cristiana y generosa, diciendo que iba confiado sólo en la Divina Providencia, persuadido a que, en valiéndose de medios humanos, no había de conseguir su intento. Los Caballeros Comisarios, viendo que sus ruegos no eran bastantes para que recibiese la liberal ofrenda de aquella nobilísima ciudad, el día que se partió de ella le fueron acompañando hasta que la perdió de vista. Entró en la Francia por la parte de Bayona, y en aquella antigua y célebre villa, que ésta y las demás numerosas poblaciones de la Francia, por más antiguas y nobles que sean, se nombran así porque en ella no se usa del nombre de ciudad, y causó diferentes rumores su venida: unos decían que era loco de tema extravagante; otros, que era embustero y que por allegar limosnas quería mover los ánimos con aquella no común resolución; otros, que se valía del Hábito del Carmen por tener tan general filiación; otros, que era Santo fingido y que desdichada y trabajosamente afectaba aquella costosa virtud; otros, que era algún buen hombre devoto que presto se cansaría.

     El Sr. Obispo, armado de su jurisdicción, antes que llegase al convento de su Orden le hizo prender y pidió las licencias; y viendo que estaban en forma, dijo que eran falsas, y le mandó llevar a la cárcel y que en tres días no le diesen de comer; no se sabe con qué espíritu se resolvió a tan extraña y arriesgada determinación, y siempre debemos presumir que asiste Dios a los jueces, y de aquí resultó gloria suya en el crédito de su Siervo; aunque lo más cierto parece fue que el Sr. Obispo juzgó que era embuste mal cimentado y quiso embarazarle en su origen, y que no se alborotase la Francia con descrédito suyo, pues era el primer Prelado que lo debía remediar. Discurso político, fundado sólo en razón humana, que nuestro Señor quiso que no prevaleciese, pues no era principio para motivar de él resolución tan rigurosa; y así como tantos años sustentó a su Siervo con pan y agua y algunas legumbres, ahora le quiso sustentar estos tres días sin alimento alguno; de lo cual certificado el Sr. Obispo, por la persona en cuya custodia había estado, de que en todos tres días no había comido y de que, si no es algunos breves ratos que había dado al sueño, lo demás del tiempo había gastado en oración, le mandó traer de la cárcel a su presencia con demostraciones de honra y aplauso, y le recibió mostrando afectos y urbanidades, encomendándose en sus oraciones y refrendado las licencias, y mandando le diesen una copiosa limosna, la cual, viendo que casi por fuerza le obligaban a que la recibiese, pidió al Sr. Obispo fuese servido de mandar se diese al convento de su Orden; con que causó general desengaño un desinterés tan absoluto, y las dudas se convirtieron en estimaciones, y el Sr. Obispo mandó llevar al convento la limosna y en él estuvo el Siervo de Dios cuatro días, donde tuvo una singular mortificación, porque el Prelado, viendo que en los tres días primeros no había comido más que pan y agua, al último le puso obediencia para que comiese pescado y bebiese vino; y aunque suplicó del precepto, que fue para él de mucho rigor y sentimiento, no lo pudo conseguir; con que probó el pescado y gustó el vino, pero se partió luego de aquella villa, dejándola toda movida, con edificación de los católicos y confusión de los herejes.

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO XIII

 

En que se prosigue su viaje, y de los grandes prodigios que obró Nuestro Señor con él hasta que salió de la baja Languedoc.

 

 

     Prosiguió su viaje, padeciendo por la Gascuña muchas contumelias y afrentas; y porque desde esta ocasión fueron raros los favores que recibió de la Divina mano y de la Reina de los Ángeles, ha parecido forzoso, para declararlos con puntualidad, poner aquí la relación en lengua francesa (que era la Provincia donde sucedieron), que impresa en un libro pequeño se remitió desde Languedoc a París, como a Corte en que asisten los Reyes, desde donde se comunicó a toda la Francia, y después se divulgó por toda la Cristiandad, y llegó a esta Corte de Madrid: y para que los que no entienden el idioma castellano y entienden el francés, por ser común a mucha parte de Europa, participen con particular noticia lo que en general habrán oído de los milagrosos consuelos con que fue favorecido el Siervo de Dios Fray Francisco de la Cruz en la Francia, donde tanto ejemplo causó, y se alienten a imitar sus generosos esfuerzos y raras virtudes, se pone aquí el original francés, que es como sigue:

 

RELATION DU VOYAGE DE FRÈRE FRANÇOIS DE LA CROIX, CARME ESPAGNOL, DE LA VISION QU`IL EUT DANS TOULOUSE ET DES MIRACLES QU`IL A FAITS DANS LE BAS LANGUEDOC

 

Comme d`un côté les actions les plus saintes et les plus louables sont le plus souvant mal interpretées et les dévotions extraordinaries sont la plupart du temps condamnées d`extravagance et de folie, aussi d`autre part Dieu, pour confondre le jugement des hommes, se plait d`autoriser les ouvrages qu`ils condamnent, et pour les faire connaître qu`ils sont de mise, Il les marque du sceau de ses miracles hunc Pater signavit Deus, et c`est lorqu`ayant reconnu la fausseté de leurs opinions ils reçurent ce qu`ils avaient autre fois méprisé et sont contraints d`avoir recours pour la santé du corps, à ceux qui, pendant leur aveuglement, leur semblaient depourvu de celle de l`esprit.

    Ainsi Dieu, ayant permis que le dessein merveilleux de Frère François de la Croix, Carme espagnol, d`ont vous avez vu ci-devant la  relation, ne trouverait point généralement des approbateurs, et que ou les uns condamneraient absolument son dessein de faiblesse et de mélancolie, ou que si les autres lui donnaient leur approbation, ils jugeraient son enterprise vaine et d`une execution  impossible, Il a voulu faire connaître par de signes extraordinaires qu`ll en était l`auteur, digitus Dei hic est, et qu`on ne devait pas trouver étrange qu`un vieillard chargé d`une si grande Croix, dans un jeûne perpetuel peut travailler un si long espace de terre et de nations si différentes en moeurs, en langue et en Religion, puis qu`ll est le courage des vieillards, la force des faibles, le pain de vie, le truchement des étrangers, le chemin et le port des voyageurs, c`est pourquoi il a autorisé sa maison par des signalés miracles, animé son courage par des visions glorieuses et promis une fin heureuse a sòn religieux dessein.

     Aussi ce sont les patentes qu`ll met dans les mains de ses serviteurs pour les faire reconnaîte; et lorsqu`ll a présagé leur venue Il a découvert leur livrée, exurgent Prophetae, et facient signa et prodigia multa, Il chérit l`humilité qui les oblige à chercher les ténèbres, mais Il l`a recompensé pour tant, en les exposant au jour qu`ils fuient et en les comblant de la gloire dont ils sont mortels ennemis, Il leur en donne parce qu`ils n`en veulent pas et qu`ils ne la reçoivent que pour la lui rendre.

     Vous avez appriz par la relation précédente comme quoi frèr Fraçois de la Croix, castillan de nation, Religieux laic de l`Ordre des Carmes, ensuite d`une sainte inspiration qu`il eut du Ciel, délibera de porter de Castille à Rome, et de là en Jerusalem, une grande croix sur les épaules pour l`aller planter au même lieu où la véritable Croix fut élévée pour notre salut, avec ce dessein d`obtenir, par une si longue et grande pénitence, la paix universelle de la Chrétienté, et comme quoi ayant eut la permission de ses Supérieurs, après une poursuite de deux ans, il commença son voyage chargé de ce pesant fardeau, et arriva dans Toulouse le vingtième de Mai, après avoir fait deux cents lieues, parmi un jeûne perpetuel au pain et à l`eau, non sans avoir rempli sans doute les lieux de son passage de l`admiration de sa vertu et des miracles de sa vie, lesquels pourtant son humilité nous ayant caché, nous ne pouvons vous donner la connaissance que de ce qu`il a fait de merveilleux, où dans Toulouse, où dans les villes du bas Languedoc, par où il a poursuivi son voyage.

Il fut de sejour douze jours dans cette ville, pendant lesquels, dans le convent des  Pères Carmes où il était logé, il fut visité d´un grand concours de peuple qui faisait foule pour le voir et pour couper quelque morceau de son habit; mais sa grande piété et son zèle ardent le tenait tellement attaché à la prière, que ses yeux étaient perpetuellement collés au grand autel de l`eglise, devant lequel il était quasi toujours à genoux; aussi sa modestie souffrait avec déplaisir certe foule curieuse jusques l`a pendant son séjour deux processions générales ayant été faites dans la ville, et s`étant trouvé a la première son habit y fut tellement rompu et déchiré qu`il fut obligé d`exiger du Supérieur de lui permettre de ne point se trouver à la seconde; il aima mieux se priver du fruit de cette dévotion publique que de voir avec regret le progrès de sa gloire particulière; et qu`on fit plus de cas de son chetif habit que du satin et de la pourpre; en quoi il faut admirer en passant les divins secrets de la Providencie éternelle, qui aime tant la pauvreté qu`Elle a pratiquée qu´après qu`un saint Religieux s`est dépouillé des choses du monde pour son saint amour, et ne s`est reservé qu`un simple habit pour marque de sa retraite, Elle se plait à la mettre à nu, et lui suscite de pieux larrons qui lui ravisent la seule chose dont il se pouvait dire le maître.

     Mais, pour revenir à notre sujet ce bon Frère fut commandé par son Supérieur d`exercer une oeuvre de charité chez Mr. Martin, Trésorier général de France, ami et voisin du convent, lequel avait une jeune fille qu`on n`avait pu depuis longtemps ni par prière ni menace obligé à prendre son repas en présence de ses parents, et qui par quelque humeur mélancolique ne mangeait qu`à l`écart et dans la solitude. Des que ce bon Frère fut dans sa maison et que cette fille avec ses parents furent en sa présence, en même temps elle demanda à manger, et se vit délivrée de cettte humeur fâcheuse qui lui avait fait si longtemps fuir la compagnie des siens, ceux qui savent la différence des maladies de l`esprit et du corps, et combien celles qui s`attachent a cette plus noble partie de nous sont d`une plus difficile cure que les autres qui ont un sujet materiel trouveront cette guérison miraculeuse; mais s`il s`en trouve qui ne croient point qu`il y aient autre miracle que de rendre la vue aux aveugles ils auront de quoi se satisfaire dans la suite de cette relation après avoir lu comme ce bon Frère la nuit avant son départ fut comble de ses travaux passés et animé pour ceux de l`avenir par la vision glorieuse de la Mère de Dieu qui lui apparut dans sa chambre envirionée d`un troupe d`Anges lui asurant qu`il verait la fin heureuse de son dessein, et lui apprit le chemin qu`il devait suivre, ce que ce bon Frère communique à son Père Confesseur, qui l`a révelé pour la gloire de Dieu et il ne faut pas craindre d`ajouter foi à cette vision puis qu`elle a été suivie de miracles, n`etaient point étrange que Dieu ne puisse communiquer sa présence visible à ceux qu`il communique sa vertu, et étant probable que ce bon Frère qui a rendu depuis la vue aux aveugles a puisé ce pouvoir dans cette grande source de lumière lorsqu`il a été honnoré de son apparition: aussi le lendemain premier jour de Juin il partit de Toulouse, et passant a Montgiscard suivant sa coutûme il s`arrêta devant la grand`église du lieu pour y faire sa prière où en même temps le peuple y accourut, et parmi la foule une femme appellée Anne Colombière, mariée avec un nommé Massot, affligée depuis six mois d`une fièvre continuée ayant approché ce Frère lui coupa un morceau de son habit, mais ce pieux larcin lui fut si profitable qu`en même temps elle en fut soulagée, et l`est encore à présent de là en avant il fut au convent des Pères Cordeliers pour les prier de lui prêter un serviteur pour le conduire jusques à Castelnaudarry, avec lequel, ayant repris son chemin il trouva un grand ruisseau appellé de Gardouch et deux cavaliers bien montés qui étaient obligés de retourner sur leurs pas, parce qu`ayant sondé le passage ils en avaient connu l`imposibilité; mais ce qui avait arrêté ces cavaliers n`arrêta point un vieux piéton chargé d`un pesant fardeau ni son guide: In multitudine non est situm robur tuum, Domine, equorum vires non expetis.

     Ils passent ce ruisseau, large de deux cannes et extrêmement profond sands être mouillés pour tout ni l`un ni l`autre, aussi était il juste que puis qu`une grande mer n`avait pu arrêter le cours des enfants d`Israel lorsqu´ils allaient à la terre promise qu`un ruisseau n`arrête point le juste dessein de ce bon Religieux, puisque ses pas étaient dressés vers le Calvaire, vraie terre promise qui a porté le sacré Fruit de notre salut, et dont la première n`était qu`une figure, spiritus Domini ferebatur super aquas.

     La nouvelle de ces miracles étant épandue par le lieux circonvoisins dès qu`il fut à Castelnaudarry un aveugle lui fut présenté avec prière  de lui toucher les yeux et lui donner sa bénédiction de quoi il s`excusa avec humilité; mais ceux qui conduisaient cet aveugle, ayant reconnu qu`un saint homme est prenable par l`obéissance plus que par autre endroit, eurent recours au Père Prieur des Carmes du dit Castelnaudarry, lequel interposa son autorité, et commanda au Frère de toucher les yeux de cet aveugle, à quoi il aurait obéi et ses yeux furent ouverts et jouirent de la lumière qu`ils n`avaient jamais connue. Combien est précieuse devant Dieu cette obéissance aveugle puis qu`il lui donne la puissance d`illuminer. Quelque temps après étant arrivé à Carcassonne; l`Évêque du lieu, surpris par la nouveauté de cette dévotion crut qu`il était insensé, et usant d´une précaution no blâmable, le fit arrêter prisonnier; mais s`étant depuis informé de la vérité et vu ses passeports loua hautement son dessein, témoigna gran déplaisir de sa prison, et l´ayant mis en liberté, le fit honorablement  accompagner par ses Vicaires généraux, ainsi la réputation de sa sainteté devançant ses pas, le sieur de Ricardelle, Gouverneur de Narbonne eut avis de son arrivée, et pour empêcher qu`il ne reçoit du dommage par la foule du peuple, envoya deux lieues au devant de lui des hommes armés pour lui servir d`escorte, ausi en consideration de ce religieux devoir, Dieu permit que cette ville fut le théâtre d`un célébre miracle qui fut fait à la vue de tout le peuple sur une fille aveugle du sieur la Palme, laquelle en baisant la Croix de ce bon Frère recouvra tout à coup la vue il y a sujet de croire que ce n`est que le commancement des merveilles que Dieu veut opérer par ce bon Frère et que la paix pour laquelle il a entrepris un si grand dessein, et qui ayant été si souvent proposé mais non encore conclu, a fait juger qu`elle ne pouvait être obtenue que par miracle, sera le plus signalé de ceux que nous attendons de la sainteté de sa vie, la Reine du Ciel l`a promisse dans son apparition à ce saint Pélerin.

 

   

     La cual, traducida en castellano en todo el rigor de su letra, dice así

 

RELACIÓN DEL VIAJE DEL HERMANO FRANCISCO  DE LA CRUZ, DEL CARMEN, ESPAÑOL, DE LA REVELACIÓN QUE TUVO EN TOLOSA, Y DE LOS MILAGROS QUE HIZO EN LA BAJA LENGUEDOC.

 

     Como de una parte las acciones más santas y loables son las más veces mal interpretadas, y las devociones extraordinarias son la mayor parte del tiempo condenadas de extravagancias y de locura, también por otra parte Dios, para confundir el juicio de los hombres, se sirve de autorizar las obras que ellos condenan, y para hacerles conocer que son ciertas los señala con el sello de sus milagros, hunc Pater signant Deus; y entonces es que, habiendo reconocido la falsedad de sus opiniones, admitieron lo que otras veces menospreciaron, y se vieron obligados a recurrir, por la salud del cuerpo, a los que en su ceguedad les parecía estaban faltos de la del espíritu; con que Dios permitió que el designio maravilloso del Hermano Francisco de la Cruz, del Carmen, español, del cual ya habéis visto la relación, no hallaría generalmente aprobadores, y que donde unos condenaron absolutamente su designio de flaqueza y de melancolía, o que si los otros les diesen su aprobación, ellos juzgarían su empresa vana y de ejecución imposible. Él ha querido hacer conocer, por señales extraordinarias, que Él era el autor, de itus Dei hicest, y que no debía extrañarse que un viejo cargado de una Cruz tan grande en un ayuno perpetuo pudiese andar un tan largo espacio de tierra y de naciones tan diferentes en costumbres, en lengua y en religión; ya que Él es el ánimo de los viejos, la fuerza de los flacos, el pan de caminantes, el intérprete de los forasteros, el camino y puerto de los viandantes, por lo cual ha autorizado su casa por milagros señalados y por revelaciones gloriosas, y prometido un fin dichoso a su religioso designio. También lo son las patentes que pone en las manos de sus siervos para hacerlos reconocer, y cuando tiene algún presagio de su venida ha descubierto su librea: Exurgent Prophetae, et facient signa, et prodigia multa; Él ama la humildad, que les obliga a buscar las tinieblas; pero sin embargo les recompensa exponiéndoles al día de que huyen y dándoles la gloria, de la cual son enemigos mortales; Él se la da porque ellos no la quieren y no la reciben más que para volvérsela. Habréis sabido por la relación precedente como Fray Francisco de la Cruz, castellano de nación, Religioso Lego de la Orden del Carmen, en seguimiento de una santa inspiración que tuvo del Cielo, determinó de llevar de Castilla a Roma, y de allí a Jerusalén, una grande Cruz sobre sus espaldas para ir a plantarla en el mismo puesto donde la verdadera Cruz se levantó por nuestra salvación, con el intento de obtener por tan larga y grande penitencia la paz universal de la Cristiandad; y como habiendo tenido licencia de sus Superiores después de haberla solicitado dos años continuos, comenzó su viaje cargado de tan gran peso, y llegó a Tolosa a 20 de mayo, después de haber hecho doscientas leguas con un ayuno perpetuo a pan y agua, y sin duda no dejando de llenar por todos los lugares de su pasaje la admiración de su virtud y de los milagros de su vida, los cuales por su humildad nos ha callado. No podemos omitir el daros conocimiento de lo que hizo de maravilloso, ya en Tolosa, y ya en las villas de Lenguedoc la Baja, por donde prosiguió su viaje. Hizo alto en esta villa doce días, en los cuales en el convento de los Padres del Carmen, donde estuvo alojado, fue visitado de un gran concurso de pueblo que hacía gran ruido por verle y para cortarle algún pedazo de su hábito; pero su grande celo y piedad ardiente le tenía de tal manera fijado en la oración, que sus ojos estaban perpetuamente clavados en el Altar mayor de la iglesia y casi siempre de rodillas.

     Asimismo su modestia sufría con disgusto este pueblo curioso, y en el tiempo de su detención se hicieron dos procesiones generales en la villa; y habiéndose hallado en la primera le hicieron de manera pedazos el vestido, que se vio obligado a pedir al Superior que le permitiese de no hallarse en la segunda, y que más quería privarse del fruto de esta devoción pública que de ver con sentimiento el progreso de su gloria particular y que se hiciese más caso de su pobre vestido que del raso y púrpura en que ha de admirarse de paso los secretos divinos de la Providencia eterna, que tanto ama la pobreza que practicó: después que un santo Religioso se ha despojado de las cosas del mundo por su Santísimo Nombre, sin reservarse más que sólo vestido muy llano, para señal de su retiro, se sirve de desnudarle y levantar ladrones piadosos que le tomen la cosa sólo de la cual puede decirse que era dueño. Pero, para volver a nuestro caso, a este buen Hermano le mandó su Superior ejerciese una obra de caridad en casa del Sr. Martín, Tesorero General de Francia, amigo y vecino del convento, el cual tenía una hija moza, a quien de mucho tiempo ha por ningunos ruegos ni amenazas pudo obligarse a que comiese y tomase un pasto en presencia de sus padres, y que por algún humor melancólico no comía sino aparte y desviada y en la soledad. Desde que este buen Hermano estuvo en aquella casa, y que esta hija con sus padres estuvieron en su presencia, al mismo tiempo pidió ella de comer, y se vio libre de este trabajoso humor que tan largo tiempo la hacía huir la compañía de los suyos. Los que saben la diferencia de las enfermedades del espíritu y del cuerpo, y cuantas se pegan a esta tan noble parte nuestra, son de una más difícil cura que las otras que tienen un sujeto material, hallarán esta cura milagrosa; pero si se hallare que no hay quien crea que no hay otros milagros que de dar vista a los ciegos, tendrá de qué satisfacerse en lo que se sigue de esta relación. Después de haber leído como este buen Hermano la noche antes de su partida fue favorecido de sus trabajos pasados y animado para los futuros por la visión gloriosa de la Madre de Dios, que se le apareció en su aposento, rodeada de una tropa de ángeles, asegurándole que vería el fin dichoso de su deseo, que es lo que este buen Hermano comunicó a su Padre Confesor, que reveló para la gloria de Dios; y no ha de temerse el dar fe a esta visión, ya que fue seguida de milagros, no siendo cosa nueva que Dios no pueda comunicar su presencia visible a los que comunica su virtud; y siendo probable que este buen Hermano, que después acá ha dado vista a los ciegos, ha sacado este poder de la grande fuente y corriente de la luz, cuando fue honrado de su aparición. También al día siguiente, primer día del mes de junio, partió de Tolosa, y pasando a Montgiscad, según su costumbre, se detuvo delante de la iglesia mayor del lugar para hacer la oración, donde al mismo tiempo el pueblo concurrió, y por medio del aprieto del pueblo, una mujer, llamada Ana Colombire, casada con un tal llamado Massor, afligida desde seis meses de una calentura continua, habiéndose acercado a este Hermano le cortó un pedazo de su vestido, y este piadoso latrocinio la fue tan útil y provechoso, que al mismo punto se vio aliviada, y lo que está aún de presente; y de allí, pasando adelante, estuvo en el convento de los Padres de San Francisco, para rogarles de prestarle un criado que le condujese hasta Castel-Naudarry, con el cual, tomado su camino, halló un arroyo, llamado Guarduch, y a dos caballeros bien montados, que se vieron obligados a volver atrás, porque habiendo sondado el vado, conocieron la imposibilidad de él; pero lo que detuvo a estos caballeros no detuvo a un viejo de a pie, cargado de un embarazo pesado y sin guía. In multitudine non est situm robur tuum, Domine, equorum vires non expetis. Ellos pasaron este arroyo ancho de dos canas y extremadamente profundo, sin mojarse de ninguna cosa ni el  uno ni el otro; también era justo que pues un gran mar no había podido detener el curso de los hijos de Israel cuando iban a la Tierra de promisión, que un arroyo no detuviese el justo designio de este buen Religioso, supuesto que enderezaba sus pasos al Calvario, verdadera Tierra de promisión, que trajo el sagrado fruto de nuestra salvación, y de la cual la primera no fue más que una figura: Spiritus Domini ferebatur super aquas. La nueva de estos milagros estando esparcida por los lugares circunvecinos desde que estuvo en Castel-Naudarry, un ciego se le presentó con ruego de tocarle los ojos y darle su bendición, de que se excusó con humildad; pero los que llevaban al ciego habían reconocido que a un hombre Santo es menester tomarle por la obediencia más que por otra vía; recurrieron al Padre Prior del Carmen del dicho Castel-Naudarry, el cual interpuso su autoridad y mandó al Hermano tocar los ojos de este ciego, a lo cual obedeció, y se abrieron los ojos, y gozaron de la vista, que jamás habían conocido. Lo tanto, que es preciosa delante de Dios esta obediencia ciega, pues la da el poder iluminar.

     Algún tiempo después de haber llegado a Carcasona, el Obispo de aquel lugar, alterado de la novedad de esta devoción, creía que estaba loco, y usando de una prevención que no podía llamarse indiscreta, le hizo poner preso; pero habiéndole después informado de la verdad, y visto sus pasaportes, alabó superiormente su designio y manifestó el mucho sentimiento y disgusto que tuvo de su prisión, y habiéndole puesto en libertad, le hizo acompañar, con mucho honor, por sus Vicarios generales; de manera que la reputación de su santidad adelantando sus pasos, el Señor de Ricaldelle, Gobernador de Narbona, tuvo aviso de su llegada, y para impedir que se le hiciese agravio y daño por el concurso del pueblo, envió, dos leguas al encuentro de él, hombres armados que le sirviesen de escolta; y así, en consideración de este religioso obsequio, Dios permitió que esta villa fuese el teatro de un tan célebre milagro que fue hecho a vista de todo el pueblo; fue una doncella, ciega, hija del Señor de la Palma, la cual, besando la Cruz de este buen hermano cobró de golpe la vista. Hay motivo de creer que esto no es más que principio de las maravillas que Dios quiere obrar por medio de tan buen Hermano, y que la paz, por la cual ha emprendido un tan gran designio y que habiéndose propuesto tantas veces y no concluido, ha hecho juzgar que ésta no puede conseguirse, que por medio de algún milagro será el más señalado de los que aguardamos de la santidad de su vida: la Reina de los Cielos lo ha prometido en su aparición a este Santo Peregrino.

 

 

 

CAPÍTULO XIV

 

De lo que le sucedió en Narbona y Montpeller.

 

 

    Débese advertir que Fray Francisco de la Cruz, en todo su viaje, siempre que podía (aunque le fuese dilatando algo) procuraba entrar en conventos de su Religión, por gozar los frutos de estar debajo de Obediencia y la celestial consonancia que tienen las Comunidades Religiosas de la asistencia a las horas del convento y distribución del tiempo; también que por la Francia llevó diferentes tratamientos según las diversas Religiones y diversos conceptos de los hombres; en unas partes le miraban con reverencia y crédito, y en otras le afligían y atropellaban. La entrada que hizo en Narbona (bien contra su voluntad) fue plausible de todas maneras, porque el numeroso pueblo de aquella villa, con la demostración de su Gobernador y por haber sido en todos tiempos raro ejemplo de constancia en la obediencia y rendimiento a la Silla de San Pedro, y por esto tan estimada de sus Cristianísimos Reyes, faltando a conveniencias políticas por estar siempre en la sujeción Católica de la Iglesia Romana, de donde la ha resultado, con grandes colmos de glorias, la verdadera política, humana y divina, por razón de su venida se vio poblado todo el campo una legua antes de llegar a Narbona, que con lucimiento de las vistosas galas que usan los franceses parecía una primavera, y con los festivos clamores y gente de guerra que iba delante del Siervo de Dios, parecía un triunfo.

     Como había llegado a aquella villa la fama de los prodigios que Nuestro Señor había obrado y actualmente estaba obrando por él, y en ella son todos católicos, hicieron empeño (como por causa de Religión) los aplausos y aclamaciones, pareciéndoles no era mucho lo celebrara la tierra cuando los había declarado el Cielo, y que a su parecer no era el menor ver un hombre viejo, con una Cruz a cuestas y un ayuno a pan y agua continuo, emprender y sobrepujar tantas dificultades donde, faltando toda la razón humana, sólo se podía sostener resolución tan gloriosa en la asistencia divina; argumento que hizo tanta fuerza, que al señor Obispo de Naure, en el Arzobispado de Tolosano, le aseguró un Canónigo de su Iglesia que, movidos por esta razón, se habían, en aquel Obispado sólo, reducido al gremio de la Iglesia Católica más de tres mil personas; con que el demonio bien se recelaba de Fray Francisco, aun cuando parecía que no le embarazaba.

     En la forma referida entró en Narbona, y después de haber hecho su acostumbrada estación en la iglesia mayor de la villa, fue a su convento, donde por el concurso se vieron obligados aquellos santos Religiosos a cerrar las puertas: dijéronle que en la Francia la Religión del Carmen es de reformados, y él entonces tomó unas tijeras y cortó la capa dejándola como la de los otros Religiosos; este pedazo cortado de la capa le tienen en aquel convento en estimación por haber sido de este Siervo de Dios, de que es buen testigo el Hermano Fray Roque Serrano, Corista, hijo de la casa de Alcalá, que viniendo de Roma y pasando por Narbona, en aquel convento le enseñaron la parte de la capa dicha, y asimismo en la puerta del coro una estampa de Fray Francisco de la Cruz, hincado de rodillas, con su Cruz a cuestas delante de una Imagen de Nuestra Señora, en memoria de la aparición que tuvo en Francia de esta Soberana Reina de los Ángeles, y en un cuadro de la misma estampa Fray Francisco caminando con su Cruz y dos caballeros que le iban acompañando a caballo, y al pie de la estampa un letrero que decía: Effigies Fratris Francisci a Cruce Carmelitaní Hispani.

     En esta villa estuvo tres días y luego partió a Mompeller, que dista de ella veinte leguas, y al salir le estaban aguardando dos caballeros montados a caballo, que le fueron acompañando, y habiendo caminado dos leguas le quisieron quitar la Cruz, y viendo su constancia en defenderla, le tiraron un pistoletazo y reventó la pistola sin hacer mal a nadie, y entonces se fueron, dejándole confuso, atribuyendo este suceso a que debían de ser herejes, y a que, celosos de los aplausos de los católicos de Narbona, de aquella manera querían impedir la aclamación que iba haciendo de la Santa Fe, pareciéndoles que quitándole su Cruz embarazaban la prosecución del intento o le hacían desestimable. Llegó a Mompeller, donde halló todo lo contrario de lo que había pasado en Narbona; y no es de maravillar, porque en Mompeller no hay la conformidad de Religión que en Narbona.

     Apenas había entrado en ella, cuando el Magistrado parece que le estaba aguardando y luego le mandó prender, y le llevaron a la cárcel pública, le quitaron la Cruz y echaron grillos y cadena y le metieron en un encerramiento que no tenía más luz que la de una ventanilla, con reja de hierro que caía a la calle; aquí le tuvieron dos meses, dándole a comer por castigo lo que él comía por elección (sin atender a las instancias que hacían los Religiosos Carmelitas de aquella villa por él): la conformidad que tenía con la voluntad divina era tal, que nada le servía de desconsuelo sino lo que resultaba en estimación suya. Llegóse una mañana el Siervo de Dios a la rejilla por donde entraba la luz al encerramiento, y vio un niño de muy pequeña edad que por la parte de afuera estaba arrimado a ella, y díjole: -Niño, ¿quiéres decir en tu casa que hagan una obra de caridad y me envíen recado de escribir? El niño le dijo en castellano que sí, y después a poco rato volvió y le dio recado de escribir, y Fray Francisco le dijo: -Que si se atrevería a llevar al Magistrado de la Villa un papel; y le dijo que sí, que le escribiese, que le llevaría e informaría muy bien por él; con que le escribió en la forma que acostumbraba y le envió con el niño, el cual contenía estas o semejantes razones.

 

 

ENSALZADA SEA LA SANTA FE CATÓLICA

    

     Señores: ¿O me queréis hacer bien o mal? Si bien, para conseguir con prisión de grillos y cadena mi enmienda, ¿cómo la puedo tener? ¿En lo que es toda mi defensa vuestra acusación? Si me queréis hacer mal, mirad el motivo de vuestra justicia, de cualquier modo que me consideréis. Si esta obra que he emprendido es de Dios, no la podéis estorbar; y si no lo es, con fundamento tan flaco como soy yo, ella de suyo se vendrá al suelo. Y así, permitidme que prosiga mi camino con mi Cruz; que si vuestro pueblo me mira con devoción, vosotros le servís de escándalo; y si me mira con ofensa, vosotros sois la causa de que le escandalice yo; con que a todo os sirvo de embarazo. Dios os guarde.

 

                                       FRANCISCO DE LA CRUZ

                                                            (el gran pecador)

 

     Leyeron el papel los del Magistrado y oyeron al niño que le llevaba, que les dijo que aquel hombre que tenían preso era bueno y que no le hiciesen mal; y extrañando la diligencia y la calidad de ella, sin hacer aprecio de las razones por que le prendieron, fueron a la cárcel y le soltaron de ella y le entregaron su Cruz; y sin haber vuelto a parecer el niño, abogado de tan buena diligencia, Fray Francisco salió de Mompeller sin que le permitiesen ir al convento de su Orden, dando muchas gracias al instrumento de su libertad, aclamándole en su alma, sin otro conocimiento más que el de libertador y consolador.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO XV

 

En que prosigue su viaje y entra en Roma.

 

 

     Prosiguiendo su camino nuestro Siervo de Dios, es digna de ponderación la desigualdad con que era tratado; en unas partes le gritaban diciendo que era espía y que llevaba escondido el dinero en la Cruz (y es verdad que ella era todo su tesoro); en otras se llenaban los campos de gente a ver aquel espectáculo de mortificación: día hubo en que salieron a verle pasar más de tres mil personas; él siempre iba intimando su pregón de que todos hiciesen oración y penitencia y de que fuese ensalzada la Santa Fe Católica. Otro día encontró unos batallones de caballería que pasaban a la frontera, y todos hicieron salva a la Santa Cruz y se apearon, y postrados de rodillas por el suelo, la adoraron y le besaron la mano (aunque lo resistió cuanto le fue posible).

     Muchas veces le sucedió dormir en el campo; y como todo su cuidado era su Cruz, temeroso de que se la hurtasen, dormía encima de ella, porque no hubiera rato en que no estuviese en Cruz; y porque hasta con la reacción que toman los sentidos con el sueño los tuviese crucificados.

     Al entrar en un lugar en los confines de la Francia, entre el concurso de la gente le cortaron un pedazo del hábito y se le llevaron a una mujer principal que estaba baldada de los brazos, y de repente se halló sana.

     Proseguía su viaje, y dirigiéndose hacia Saboya, determinó pasar por Niza; pero antes de llegar a esta ciudad alcanzó a ver una confusa multitud que salía a recibirle; mas como ponía todo su cuidado en huir los aplausos humanos, lo ejecutó en esta ocasión mudando de propósito en el camino, por conservar el intento perpetuo de su profunda humildad; para lo cual, dejando a Niza a la mano derecha, tomó el camino de la siniestra hacia los Alpes; y aunque consiguió con esto no entrar entonces en aquella ciudad, con todo eso no pudo excusar la multitud de sus vecinos, los cuales, habiéndole alcanzado a ver y que se apartaba del camino derecho, le siguieron por el otro hasta darle alcance, y fue de modo que se atropellaban unos a otros, unos por verle, otros por hablarle, y todos por acercarse a él; y fue tan molestamente, que ya le ahogaban, hasta hallarse del tumulto casi sin aliento y sin poder respirar; lo cual reconocido por los que le ponían en tal aprieto, se determinaron a sacarle en hombros casi con violencia y llevarle a un alto, donde le pusieron, para satisfacer el deseo y devoción de tantos; pero la de una mujer hubo de sobresalir, como la de Marcela entre las turbas, pues llegando ansiosa con un hijo suyo notablemente disforme, por ser giboso en las espaldas y en el pecho, pedía al Siervo de Dios con fe y humildad se dignase de rogar a Su Divina Majestad por la salud de su hijo: lo cual hizo Fray Francisco movido de verdadera caridad, y así consiguió el enfermo y su madre muy en breve la salud que deseaban; porque las obras de caridad perfecta, ¿cuándo no fueron milagrosas?

     Desde que salió de la Francia prosiguió su viaje por Saboya, Génova, Milán, Parma y Florencia, y entró en Roma el día de la Santa Cruz, a 14 de septiembre de 1643; y de lo sucedido en los tránsitos por estas provincias no hay más memoria que la carta que escribió al Padre Provincial de Castilla en 14 de abril del año siguiente de 44 al partirse a Jerusalén, en que le dice que pasó algunos trabajos; y para que se conozca del modo que los siervos de Dios hablan de los favores que reciben de su misericordiosa mano (habiendo sido tantos los que le hizo en la Francia), los refiere, después de haber mostrado un profundo rendimiento y humildad, en las palabras siguientes:

     “Vine por Pamplona y por Francia, y por las provincias de Saboya, Génova y Milán, Parma y Florencia, y en el camino pasé algunos trabajos; mas todos fueron pocos para los que yo debo padecer por Nuestro Señor Jesucristo, que tanto padeció por mí. Alégrome de haberlos padecido por su amor, y de las glorias que resultaron de los efectos de la Santa Cruz, que vino en mi compañía”

         Fue recibido en Roma con mucha estimación por las nuevas que a aquella Corte habían venido de las provincias por donde había pasado y por lo que se granjeaba su persona digna de todo respeto; y el tiempo que estuvo en el convento de su Orden de Transpontina, fue un raro ejemplo de regular observancia. La santidad de Urbano VIII, por su natural inclinación, fue grande apreciador de la virtud y de todo lo que argüía espíritus generosos, principalmente cuando se reducían a edificación del pueblo cristiano, a ejemplos de piedad y de fortaleza y a conseguir la clemencia Divina. Hizo particular estimación de Fray Francisco de la Cruz y concepto grande del empeño que había tomado sobre sus hombros, persuadiéndose a que fábrica tan especial y por senda que hasta ahora ni la devoción ni el esfuerzo cristiano habían hallado, era toda obra de Dios, y le honró mucho y le mandó que le fuese a ver algunas veces, mostrando lo bien que sentía de esta peregrinación favoreciéndole con el Breve que en este capítulo se referirá; y así dio orden al Eminentísimo Sr. Cardenal Francisco Barberino, su sobrino, para que le oyese y tratase con él y le diese cuenta de todo, y que del Cementerio de Calixto le diesen las reliquias siguientes:

 

Sancti Clementis,                  Martyris.

Sancti Feliciani,                    Martyris.

Sancti Vitalis,                        Martyris.

Sancti Valentini,                   Martyris.

Sancti  Vincentii,                  Martyris.

Sancti Victoris,                     Martyris.

 

     Las cuales de orden de dicho Señor Eminentísimo Cardenal le entregó, en virtud de dicha comisión, su Confesor el Padre Fray Juan de la Anunciación, Procurador general del Orden de Trinitarios Descalzos en la Curia Romana y Ministro del convento de San Carlos.

     Después mandó Su Santidad al Eminentísimo Sr. Cardenal Gineti, Protector del Carmen, diese a Fray Francisco de la Cruz, del Cementerio de Calixto y del Cementerio de Lucina, las reliquias siguientes, que en virtud de dicha orden Pontificia le entregó:

 

Sancti Oratii,                                          Martyris.

Sancti Pii,                                               Martyris.

Sancti Valentini,                                     Martyris.

Sanctae Valentinae,                                Martyris.

Sanctae Juliae                                        Martyris.

Sanctae Jeminiae,                                  Martyris.

Sanctorum Flabiani, et Sociorum,            Martyrum,

Sanctae Victorae                   Virginis et Martyris.

Sanctae Primae                                      Martyris.

Sancti Thomae                                       Martyris.

Sancti Viti,                                             Martyris.

Sancti Theodori,                                      Martyris.

Sanctae Blandae,                                    Martyris.

Alii Sancti Flabiani,                                 Martyris.

Sanctorum Luci et Sociorum                   Martyrum.

Sancti Martiani                                     Martyris.

Sancti  Gabini,                                     Martyris.

Alii Sancti Martiani,                             Martyris.

 

    Todas las cuales trajo de Roma el Padre Maestro Fray Diego Sánchez Sagrameña, Provincial de Castilla, y están en el convento del Carmen de Santa Ana de la Villa de la Alberca, con sus testimonios auténticos; y habiéndose abierto el cofrecito cerrado y sellado en que venían por autoridad ordinaria, se publicaron por verdaderas reliquias, y como a tales se les da culto y veneración. Algunos Religiosos Carmelitas que en aquella ocasión se hallaron en Roma aseguraron que la Santidad de Urbano VIII había mandado que le hiciesen un retrato de este Siervo de Dios con la Cruz a cuestas, y que se hizo, y que Su Santidad le tenía en su Sacro Palacio; y esto parece muy digno de aquel gran Pontífice; porque hombre que consiguió tan religiosa determinación, mereció que su efigie se guardase para ejemplo de los siglos venideros; y aun abstraída esta gloriosa acción de todo lo espiritual y mirada sólo en términos humanos de fortaleza en el aprecio de la antigüedad, siempre tan respetable memoria se conservará en mármoles y bronces.

     De esta pintura aseguraron dichos Religiosos es copia la que hoy existe de este Venerable Hermano en la escalera del convento del Carmen de Transpontina, en Roma, y otra que está en la escalera del convento del Carmen de Madrid, de la cual se han copiado las que en diferentes partes, con grande estimación, algunos devotos suyos tienen.

     Ofreciéronse muchas dificultades para que pasase con Cruz a cuestas a Jerusalén, que fueron causa de su detención en aquella ciudad, en la cual, después de haber visitado las santas Estaciones llevando su Cruz, y tocándola en todas, se prometió humildemente de la bondad divina le había de conceder las indulgencias y privilegios aplicados a quien debidamente hiciese aquellas diligencia, recelándose de que sus culpas no fuesen causa de impedirle tan gran tesoro. Las dificultades para su pasaje a los Santos Lugares no se podían desestimar, porque tenían graves fundamentos, pero la piadosa afección del Santo Pontífice las venció todas; y en dos de abril de cuarenta y cuatro, al año veintiuno de su pontificado, expidió Breve para que Fray Francisco de la Cruz pasase a la visita del Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo y demás Santos Lugares transmarinos, en ejecución de las licencias que tenía de sus Prelados; el cual Breve presentó ante el P. Fray León Bonfilio, Vicario General Apostólico de los Carmelitas de la Antigua y Regular Observancia, y le aceptó, reverenció y mandó cumplir en doce de abril del dicho año de cuarenta y cuatro y en quince del dicho mes salió de Roma en la forma de su peregrinación, pregonando oración y penitencia y aclamando la exaltación de la Santa Fe Católica, camino de Loreto, Bolonia y Venecia, para pasar desde allí, en ofreciéndose ocasión, a Jerusalén.

   Asistía en aquella Corte romana por aquel tiempo el Ilustrísimo Arzobispo de Estrigonia, aunque de secreto, a fin de solicitar algunos socorros de Su Santidad a favor de Hungría contra los turcos, que afligían notablemente aquel pobre reino con invasiones y tiranías; y habiendo tenido noticias de la singular virtud del Siervo de Dios, quiso valerse de sus oraciones para el mismo intento, y para conseguirlo le refirió el desgraciado estado de las cosas de Hungría; lo cual oyó con grave dolor de su corazón, por cuanto sus ardientes ansias fueron siempre por la exaltación de nuestra Santa Fe Católica; y así, aunque todas sus penitencias y oraciones se dirigían siempre a este intento, con todo eso quiso añadir otras mortificaciones a su continua oración, para lo cual pidió licencia a su Confesor, que entonces lo era el P. M. Fray Vicente Susto, el cual se la dio para ayunos más rigurosos, por algunas semanas; mas no pudo dejar de ponderar algo la providencia de Dios en mover a su Siervo para que se emplease todo en solicitar los auxilios divinos contra los enemigos de la Iglesia en la ocasión que Hungría padecía sus mayores calamidades causadas por los turcos; y si las providencias especiales de Dios nunca carecen de misterios, permítaseme una breve digresión para reconocer el que pudo contener la que Su Majestad tuvo con su Siervo, y será referir lo mismo que contienen las Lecciones del Oficio de San Gerardo como están en el Breviario carmelitano el día 24 de Septiembre.

     Fue San Gerardo hijo el más glorioso que ha tenido Venecia, el cual desde su infancia fue tan amante de Jesucristo, que este mismo fue la luz que amaneció su razón, la cual siguió sin perderla de vista hasta morir; y para conseguirlo cabalmente dio su primer paso apartándose del mundo y negándose a sí mismo, que eso fue entrar en la Religión como se debe, escogiendo, con el espíritu de Dios, la de Nuestra Señora del Carmen, y así tomó su santo Hábito en el convento de Venecia; y como todo su corazón se halla únicamente lleno de  Cristo, produjo en su alma un vehemente deseo de visitar y venerar los Santos Lugares que consagró aquel Señor con su presencia; para lo cual, habiendo conseguido licencia de sus Prelados, salió de Venecia con algunos compañeros, disponiendo Dios que tomase el camino por Hungría, adonde llegó a la sazón que reinaba aquel santo Rey Esteban, que fue el primero que introdujo nuestra Santa Fe en aquellas partes, causa en que entonces se empleaba todo, y así era su cuidado de hallar un Prelado y Pastor de los rebaños Sagrados tal como lo pide el Apóstol San Pablo, y más cuando había de ser la primera piedra de la Iglesia en aquel reino; pues habiendo sabido de la venida de Gerardo, quiso experimentar por sí mismo qué hombre era, de qué deseos, de qué progresos, y al fin si era capaz para primer Operario de aquella Viña Sagrada que entonces se plantaba: y habiendo reconocido en él que no había más que desear, le declaró su dictamen, y despidiendo a sus compañeros le obligó a quedarse en Hungría, venciendo con el poder la resistencia invencible de Gerardo. Creciendo, pues, el número de los nuevos soldados de Cristo, solicitó con el Rey que se redujesen sus deseos a las obras, pues ya era tiempo, y así fundo diferentes iglesias por Hungría muy en breve; pero la mayor y que erigió como matriz y metrópoli de todas las demás, fue en las riberas del río Morifio, y allí puso por Obispo a Gerardo; el cual lo fue con tan generoso espíritu, que nada dejó de intentar ni conseguir que pudiese conducir para el aumento de su Iglesia, siendo las armas para tanto triunfo el poderoso ejemplo de su vida; pues era tal, que no teniendo nada en ella que enmendar, pudo enmendar con ella las de todo aquel reino; pero el enemigo común de los hombres, envidioso de tanto bien, empezó a sembrar cizañas y mover sediciones con el Santo Obispo, lo cual pudo introducir porque el Rey San Esteban había ya mejorado de reino pasando de esta vida; que mientras vive un Rey Santo, dificultosamente puede vivir el demonio en su reino; proseguía la tormenta creciendo por instantes contra el Santo Prelado, hasta tanto que llegaron a apedrearle, recibiendo las piedras con la generosidad que el Protomártir, pues fue puesto de rodillas y orando por sus enemigos con las mismas palabras que otro Esteban; consiguiendo el último y mayor triunfo atravesado con una lanza, en que consiguió la gloriosa corona del martirio, con que vive eternidades.

     Habiendo, pues, sido San Gerardo hijo glorioso del Carmelo, y en Hungría el primer pastor de los rebaños de Cristo; el primer Padre que con su doctrina y ejemplo engendró tantos hijos; el primer Mártir o Protomártir de Hungría que con su sangre regó y fertilizó las plantas tiernas de aquel Vergel Sagrado, ¿quién duda que será perpetuo intercesor por la Iglesia de Hungría? ¿Quién podrá dudar que no es misterio haber resucitado Dios el mismo espíritu en otro hijo del Carmelo, para que si el primero con empleos más altos plantó la Fe en Hungría contra el poder de los turcos, este segundo, con oraciones y penitencias, la restaure? De que en estos años estamos puestos en altas esperanzas por la misericordia de Dios y aliento de las almas cristianas, principalmente de las invictas del augusto Emperador Leopoldo y el más glorioso de los siglos.

     Pero, volviendo ya a nuestro intento, me ha parecido no pasar en silencio lo que a Fray Francisco le sucedió con un señor Auditor de Rota, español, el cual le encontró un día con su Cruz a cuestas cerca de Santa María la Mayor, que iba visitando así las siete iglesias, y llegándose a él, movido de piedad, reconoció sus intentos de pasar a visitar los Santos Lugares de Palestina; y queriendo concurrir a obra tan heroica de algún modo, le ofreció de contado una limosna considerable para el pasaje; pero el siervo de Dios rehusó con humildad y fortaleza el recibirla, pareciéndole tentación contra su propósito magnánimo lo mismo que fue magnificencia en aquel Prelado, y así le respondió con sumisión que no acostumbraba tomar dineros; de lo cual se edificó mucho, y se le aumentó el concepto que había formado de su virtud, por lo cual al día siguiente por la mañana le fue a visitar con mucha devoción a su convento de Transpontina, por gozar de su conversación y encomendarse a sus oraciones.

     En todo el tiempo que estuvo en Roma, era su ocupación cotidiana ayudar a Misas, y al tiempo de salir con el Sacerdote desde la sacristía al altar y volver desde el altar a la sacristía, se llegaba a él tanta gente por quitarle a porfía algunos hilos o cabos del hábito, que defendiéndose a dos manos, apenas podía estorbarlo; tal fue el concepto en que se pusieron los romanos de la virtud del Siervo de Dios; o por mejor decir, tal fue el concepto en que los puso Dios, acaso con especial providencia suya, que era muy justo que generalmente estimasen y venerasen a quien tan a costa suya hacía por todos, procurando siempre la causa tan pública y común como es la exaltación de nuestra Santa Fe y la paz entre los príncipes cristianos.

     Lo que notó de nuestro Hermano el P. M. Fray Jacobo Emans fue el sumo silencio; pues siendo quien más le trató en el tiempo que perseveró en aquella Corte, afirma que apenas podía moverle a hablar una palabra; pero si su conversación era en el Cielo, ¿qué mucho era que le costase trabajo el divertirse a hablar con los hombres en la tierra?

 

 

 

 

CAPÍTULO XVI

 

De cómo llegó a Venecia y se embarcó para Egipto.

 

 

     Salió de Roma, y la primera visita que hizo de los Santos Lugares fue la celestial Casa de Nuestra Señora de Loreto, y en ella dio principio a la contemplación que siguió después en los más principales transmarinos. Entrando en consideración dentro de su alma y fervorizándola toda, viendo que allí se celebraron las bodas de las Naturalezas divina y humana, con tantos logros de la tierra, que pasó a ser Cielo, y con tanta caridad del Cielo, que se humilló a ser tierra, tomando por objeto la desigualdad del partido y haciendo en orden a él actos de profundísima reverencia y humildad, reconociendo que con ella se consiguieron tales efectos, y de agradecimientos indecibles, viendo que tal dicha se adquirió sin méritos nuestros.

     Pasó a Bolonia, y allí estuvo con el Rdo. P. Fray Domingo de San Alberto, Carmelita Descalzo de la Congregación de España, el cual nos pudo dar noticia de un caso digno de admiración que le sucedió al Siervo de Dios en las montañas de Espoleto; pero antes de referirle pondré a la letra las palabras de la carta de aquel Religioso escrita a un Padre, Fray Vicente, de su misma Congregación, residente a la sazón en su Hospicio de Roma, su data en Bolonia a 16 de mayo de 1644. Dice así: “Aquí llegó el jueves el Hermano Fray Francisco de la Cruz, con su Cruz a cuestas, y tan fatigado, que parecía quería espirar; porque nos ha contado todo lo que le ha pasado de Roma aquí, que es cosa notable; y en todo el camino de España a Roma, con pasar entre herejes, no ha padecido la vigésima parte.”

     De modo que al paso de su espíritu le venían sin duda los trabajos; y como cada día se adelantaba en aquél, cada día iban éstos en aumento; lo que no me admira es de que pareciese quería espirar entonces, cuando era forzoso que siempre pareciese lo mismo en quien vivía siempre puesto en la Cruz de Cristo, verificándose de él lo que San Pablo decía de sí: “Con Cristo estoy crucificado en su misma Cruz”; en consecuencia de lo cual (pasando al caso prometido) sucedió que, pasando nuestro Hermano por las montañas dichas, muy fatigado de calor y sed, alcanzó a ver seis hombres con armas de bandidos, y llegándose a ellos, les pidió le diesen de beber, mas ellos le respondieron con más sequedad que la que le causaba su mucha sed; preguntáronle de dónde era, y habiendo respondido que español y que caminaba a Jerusalén, formaron juicio de que llevaba muchos dineros, y así, le despidieron diciendo: “Anda, anda”, con intención dañada de reconocerle, siguiéndole, cuando les conviniese; mas poca diligencia pusieron para conseguirlo; porque habiendo sucedido esto poco antes de anochecer, le hallaron poco después en una hostería, en donde se había quedado nuestro Hermano por no haber podido llegar a la ciudad de cansado; ellos trataban de cenar, mientras que nuestro Hermano estaba en una caballeriza y recogido en un pesebre, que esta fue la acogida que le había hecho el hostelero, aunque después, ya movido a devoción, le mejoró pasándole a una pieza en donde había algunas camas; pero Fray Francisco, que desde allí estaba oyendo la conversación que los bandoleros habían trabado con el hostelero sobre decir éste que era un pobrecillo y un Santo, y aquéllos que era un bellaco ladrón, trataba (medroso) de encomendarse a Dios y reconocer si había algún medio humano para huir de la mala intención de que aquellos hombres perdidos daban muestras; pero se encendió tanto la porfía entre los dichos, los ladrones a acusarle y el hostelero a defenderle, que, enfadados con éste, le dispararon una carabina a los pechos, y habiendo oído el estallido nuestro Hermano, salió de la pieza desnudo hasta la túnica (cosa que nunca hacía, y ahora lo había hecho delante del hostelero por darle satisfacción de que no traía dinero escondido), y salió por una puertecilla falsa que había en lo alto de la hostería, la cual salía a la misma montaña, por donde huyó a esconderse; lo cual reconocido por aquellos hombres malvados, salieron al punto a buscarle por ella como unas crueles fieras: reconocieron los sitios, se entraron por lo fragoso, registraron las cavidades de las peñas; pero nuestro Hermano, que los sentía, se iba apartando de ellos continuamente, hecho un ovillo y escondiéndose entre las mismas matas; al fin no le pudieron descubrir; pero consideremos a este pobre Religioso desnudo, casi en carnes, vertiendo sangre por 30 heridas que se había hecho, desgarrándose entre la maleza del monte, porque no podía ver ni atender adónde ponía los pies ni si eran espinas las matas por donde pasaba, y esto en ocasión que padecía calenturas ardientes, como él mismo lo escribió a su General, perseguido de seis fieras crueles, en las soledades de una montañas, perdido su tesoro y su consuelo único, que era la santa Cruz, que se había quedado en la hostería: ¿qué diremos de semejante providencia de Dios con su Siervo? Pero ¿qué podemos decir si no es que quiso dar muestras de todos modos de que era su amigo verdadero y que le amaba cordialmente, pues le trataba como trató a su mismo Hijo? Pero ¿a quién  persuadiremos a la práctica de esta certísima doctrina? Lo qué yo sé es que nuestro Hermano lo estaba tanto, que sólo estaba gustoso cuando se hallaba como le hemos pintado. Inspiróle, pues, Dios, ya cuando amanecía, que volviese a la hostería, y halló que cuando el bandolero disparó la carabina contra el hostelero, que le defendía, se había reventado y vuéltose las balas contra el agresor que, mal herido, se hallaba ya de otro dictamen para con el pobre Hermano, y con el mismo sus compañeros, a los cuales todos exhortó a penitencia y al santo temor de Dios; y habiéndole pedido alguna cosa de devoción, les dio unas medallas, y con esto se despidió, prosiguiendo su viaje.

     Pasó a Venecia, donde le sobrevinieron nuevas dificultades sobre su viaje con Cruz a cuestas, por los riesgos de las indecencias que se propusieron a aquel Senado entre los infieles, enemigos de la Cruz de Cristo, viendo a Fray Francisco con ella, cosa tan nueva para los bárbaros, que no habían tenido otro ejemplar. Los inconvenientes se vencieron con el Breve de Su Santidad y licencias de los Prelados y las noticias de Francia y de Roma de este Religioso, y que habiéndose reparado esta materia por Su Santidad, le habían dado la facultad que pedía, y así se la concedió también el Senado, con que se embarcó día de San Juan Bautista; habiendo concurrido con limosna para pagar el flete y hacer provisión para el navío, por lo que tocaba a Fray Francisco, el mismo Senado y el Sr. Embajador de Alemania, pero principalmente, más que todos, el Sr. Embajador de España, como el mismo Hermano lo escribió a su Vicario General, que entonces lo era el P. M. Fray León Bonfilio, cuya carta original está leyendo actualmente el que esto escribe, con su data en la isla del Zante a 16 de julio de 1644; pero aunque nuestro Hermano vino en que se pagase de las limosnas lo dicho, no quiso vencerse a tomar ni un maravedí de otros muchos que los mismos le ofrecían para las Aduanas de los turcos y demás gastos del pasaje por aquellas partes de infieles, y asegurándole que de otro modo le sería imposible cumplir sus deseos de visitar aquellos Santos Lugares (en la verdad le aconsejaban según buena prudencia); pero como nuestro Hermano obraba sobre toda prudencia humana, que es el modo de obrar en los que proceden movidos especialmente del Espíritu Santo, no quiso admitir cosa alguna, respondiendo que él tenía esperanza de cumplir sus deseos, confiando sólo en Dios.

     Padeció en el navío grandes tribulaciones con los pasajeros, que eran de diferentes sectas, y con la gente de mar, porque habían juzgado que llevaba dinero escondido, y que por guardarle había pedido le llevasen de limosna, y cuando reconocieron la verdad lo desquitaron en baldones y agravios, siendo la risa de todos, afrentándose de llevarle consigo, culpándole los hombres la determinación de peregrinar con Cruz a cuestas, que era envidia de los Ángeles y veneración de los Cielos.

     Arribaron a la isla del Zante por la causa que el mismo Fray Francisco expresa en su carta de que hicimos mención; y así, para dar noticias más fundadas y que signifiquen su continuación en padecer, y la providencia del Señor con su Siervo, me ha parecido trasladar de su carta a la letra lo que a esto pertenece. Dice así:

      “A la vuelta de una isla que se llama del Zante, tuvimos nueva de la Armada del Gran Turco que iba hacia las fronteras de Italia, y nos retiramos a la dicha isla del Zante (en este país tienen paces con los turcos); en el puerto no hicieron mal a nuestro bajel, por estar en el puerto y por ser venecianos, mas fueron descontentos y ha más de diez días que estamos en el puerto y no osamos salir de él; los Religiosos y peregrinos salimos a la isla, y ellos están en un convento suyo, que son Franciscanos; y yo, con otro peregrino, estamos en casa del Ilmo. Sr. Obispo, el cual me ha tenido en una cama malo, y me ha curado y regalado, y proveído de ropa y provisión de comida (para el navío), y asimismo un caballero que es cónsul de españoles. En esta isla hay de todas naciones de gentes; la mayor parte es de griegos; los demás son hebreos y turcos, y ateístas y de otras sectas; cristianos son muy pocos, digo, de los latinos obedientes al Pontífice nuestro Romano, a quien Dios guarde muchos años; Sacerdotes sólo dos, el uno el Sr. Obispo, y el otro su Vicario. Además de éstos hay otros ocho Religiosos de San Francisco y de Santo Domingo, en tres conventos repartidos, todos los cuales están como rosas entre espinas y como corderos entre lobos.

     “Ya me siento para poder navegar, y presto proseguiremos nuestro santo viaje; con la Cruz visité las iglesias, y la iglesia del Sr. Obispo, que se llama San Marcos, y en su casa la he tenido y ya la he tornado al bajel”

     Muchas cosas se descubren en el contenido de esta carta dignas de toda ponderación; mas por no molestar con digresiones, las dejamos al juicio de los lectores; solamente diré yo las gracias que debemos dar a Dios los que hemos nacido en partes donde tan fácilmente y con tanta abundancia podemos gozar de los beneficios de la Iglesia y de los consuelos verdaderos del alma; quiera Su Majestad que esto no sea para hacer más riguroso nuestro juicio.

     Adviértese que el no declarar con puntualidad los tránsitos de este viaje y circunstancias de los Santos Lugares, omitiendo su descripción, que pudiera hacer más agradable esta lectura con hermosa variedad, principalmente es por ser otro el fin de esta historia y porque, aunque por incidencia de la vida de Fray Francisco de la Cruz (que es el único intento) se podía detener la pluma en las noticias de ellos, no es ocasión respecto del libro que con tal verdad, puntualidad y devoción ha impreso con título del Devoto Peregrino y Viaje de Tierra Santa el Padre Fray Antonio del Castillo, Comisario General de Jerusalén y Guardián  que fue de Belén, sujeto de todas manera venerable y de particular recomendación por este libro, que parece ofensa de la piedad cristiana no haberle visto en culto y reverencia de tan celestiales memorias; y así en éste nuestro (por ser más propio del sujeto de él), dejada la parte de la descripción, nos valdremos de los principales puntos de la meditación.

     También se debe advertir que no es digno de reparo el que Fray Francisco de la Cruz, sin tener caudal para pagar en las Aduanas de los moros, le dejasen pasar, siendo tan codiciosos, porque todo su viaje fue un empeño continuado de la Divina Providencia y el que dispuso que un hombre viejo hiciese tal peregrinación, sin que en ella le faltase ni la comida, ni el vestido, ni la salud. También quiso esto porque es el todo de todo, y lo quiso, unas veces por los medios de intercesiones de los peregrinos que iban con él, otras por los de quitarle sus pobres hábitos y detenerlos hasta asegurarse de que no llevaba dinero, otras contentándose con maltratarle, y otras con los socorros que por él hizo el padre Próspero del Espíritu Santo, Vicario de los Descalzos Carmelitas que habitan el Monte Carmelo y Visitador Apostólico, que movido de la grandeza de esta obra o con inspiración Divina, luego que tuvo noticia de este peregrino Religioso Carmelita, le salió al encuentro y le acompañó en las sagradas estaciones y pagó por él los tributos, que fue el único consuelo temporal que tuvo el Siervo de Dios.

     Desembarcó en Egipto, y tomando la vuelta del Cairo en compañía de otros peregrinos de diferentes naciones, que llevaban el mismo intento, caminando todos sin sentir las incomodidades ni las inclemencias del tiempo, por los ardientes deseos de ver lograda su devoción, repararon en un perro negro que iba delante de nuestro Hermano, y de cuando en cuando volvía a mirarle; de que no se hizo caso, juzgando que sería de algún caminante que le habría perdido. Estando todos en esta consideración, el perro se llegó a Fray Francisco y le mordió en una pierna, con tal fuerza y enojo, que los demás compañeros no le podían desasir, hasta que a todos se les desapareció de entre las manos, dejándole hecha una herida muy grande, con que el demonio cumplió la amenaza que le hizo a la salida de la Alberca, y Nuestro Señor se lo permitió para mayor confusión suya y acumular méritos y prerrogativas a esta peregrinación, para agradarse más en ella mientras más penas y aflicciones la acompañaban, pues sin ellas no se pudiera conseguir el que este acto fuese imitación alguna de quien los hizo precio de nuestra redención.

CAPÍTULO XVII

 

En que prosigue su viaje, y le sale a recibir el P. Próspero del Espíritu Santo, y en su compañía empieza a visitar los Santos Lugares.

 

 

     Los compañeros de Fray Francisco ataron con un paño la herida, y con grande trabajo suyo, respecto de lo que le molestaba para caminar, y del ardor de la tierra, llegaron al Cairo, y en él se fueron a hospedar al cuartel de los cristianos, y a nuestro peregrino le acogieron en una casa, para que durmiese en un pajar; salió con su Cruz a pedir de limosna por el cuartel algún pedazo de pan para sustentarse, y en el portal de una casa se le dieron, y agua para ir pasándole, a tiempo que entraron dos moros; y como aquella tierra es tan fértil y barata, extrañaron notablemente el género de comida; el uno de ellos traía un hacha de partir leña en la mano, y pareciéndole que aquel hombre debía de ser algún embustero, pues tenía la barba y cabello tan crecidos, porque no se los quitó en todo el tiempo de la peregrinación hasta que volvió a Castilla; con que al verle con aquellos hábitos y aquella Cruz, y el aborrecimiento natural que la tienen los moros (en odio de ella), pareciéndole que hacía sacrificio a su Profeta falso, alzó el hacha para dar a Fray Francisco, y a un mismo tiempo él se hincó de rodillas, cruzando los brazos, para recibir el golpe, y el otro moro le detuvo con impía miseración, pues le dejó la vida y le quitó la corona, pero no el afecto de conseguirla, no siendo menor el martirio, por dilatado, en la crucifixión de todos sus sentidos.

     Comido aquel pan de tribulación, que es el que aumenta las fuerzas del espíritu, hallándose mejor de la herida de la pierna, y visitados los Santuarios que hay en aquella ciudad y su comarca, se volvió a juntar con sus compañeros, y se embarcaron para Joppe o Jaffa, puerto de Tierra Santa y el más cercano a Jerusalén, donde llegaron felizmente; y luego que se desembarcaron, adoraron todos aquella Tierra hincándose de rodillas y dando gracias de haberla llegado a ver, besándola con sumo gozo y agradecimiento. Al tercer día que por tierra prosiguieron su viaje, salió al camino, en busca de Fray Francisco de la Cruz, el P. Fray Próspero del Espíritu Santo, Vicario del convento de Carmelitas Descalzos, que está en el Monte Carmelo, que habiendo tenido noticia que había de venir por mercaderes venecianos, y juzgando desembarcaría en otro puerto llamado San Juan de Acre o Cayfa, que está a la falda del monte, donde la arribada es más frecuente, supo por algunos árabes (de los que corren la tierra como bandoleros sólo por el sustento natural, y que en el convento les suelen dar de comer porque no les embaracen el camino para el comercio de lo que necesitan aquellos santos Religiosos), como había desembarcado en Jaffa; con que vino en su busca; y hallándose, ¿quién podrá significar los gozos de entrambos? EL P. Próspero era de nación portugués, varón de rarísima virtud y singular mortificación, y que en aquel convento gobernaba lo espiritual con ardiente fervor, y lo temporal con sagacidad prudente y religiosa, y que en su Orden está reverenciado como Santo, por quien ha obrado Nuestro Señor muchos milagros en vida y en muerte.

     Apartáronse los dos Religiosos de los demás peregrinos, y el P. Vicario del Carmelo solicitó el pasaje en las correrías que en él ordinariamente hay de árabes, porque a unos conocía y a otros daba algún socorro; con que caminaron sin recibir molestia hasta el Monte Carmelo, que dista de aquel puerto donde arribaron aun menos que Jerusalén, si bien los caminos son diversos, porque desde el puerto para Jerusalén se toma casi línea recta por Roma contra el Mediodía; mas para ir al Carmelo se vuelve sobre la mano siniestra, costeando el mar y caminando hacia el Oriente. Fue nuestro Hermano muy bien recibido de aquellos Santos Religiosos Carmelitas, a quien habían deseado conocer y a quien estimaron por verdadero hijo del Carmelo, consolándole en los trabajos que había padecido y esforzándole para los venideros hasta que consiguiese el logro de su empresa, de donde resultaba tanta honra y gloria a la Soberana Reina de los ángeles, Madre singularísima del Carmelo, por haber adornado con esta corona más su esclarecida familia.

     Y aunque hayamos de discurrir por la visita de los Lugares Santos omitiendo por la mayor parte lo que pertenece a descripción según lo prometido, me ha parecido, con todo ello, hacer una breve del Santo Monte Carmelo, ya porque de algún modo pertenece a la historia del viaje de nuestro Hermano, y ya principalmente por ser el solar feliz de su Religión antiquísima del Carmen, por quien consiguió y conserva este nombre tan glorioso en la Iglesia.

     Es, pues, el Carmelo un monte en Palestina, elevado entre los fines de Fenicia, Galilea y Samaria, a la parte septentrional del mar Mediterráneo, distinto del todo y separado de otros montes; pero a los más vecinos sobrepuja su eminencia, descollándose entre cuantos se alcanzan con la vista: no se ciñe fácilmente, puesto que es su circunferencia casi de cuarenta millas, en cuyos senos se incluyen diversos valles y collados, diferentes riscos y elevaciones; pero lo más excelso y encumbrado es hacia la parte septentrional, y es lo que comúnmente se llama el Promontorio del Carmelo, con lo cual pretende competir en altura (aunque no alcanza) lo que mira del mismo Monte hacia el Oriente; mas por la parte meridional y occidental se humilla mucho más y es lo más bajo: es, pues, todo el Monte, por la mayor parte, feraz de arbustos y de plantas, como de olivas y laureles en sus faldas, de pinos y de encinas por las cumbres; todo él es ameno, todo verde y fragante todo, por la indecible variedad de hierbas, de rosas y de flores, cuya vistosa hermosura y apacible temperatura no se causa poco de los abundantes regadíos, por ser muchas y caudalosas las fuentes que allí nacen, los arroyos que discurren por los sitios, las aguas cristalinas que de las eminencias se despeñan, hasta llegar a disponer una estancia (entre otras muchas) tan extendida en amenidades, en prados, en bosques, y de collados tan vistosos, que viene a componer otro paraíso de deleites, siendo este sitio el que se cree llamarse en las Divinas letras Saltus Carmeli o Bosque del Carmelo. Dista, pues, este celebrado Monte: de Jerusalén, como sesenta millas; del mar de Galilea y del Jordán, por consiguiente, no más que veintiocho; del Tabor, diez y seis, y dos leguas solamente de la insigne ciudad de Nazaret; que ésta, Cesarea de Palestina, Castillo de los Peregrinos y San Juan de Acre, Caife, y el mismo mar Mediterráneo, son los términos y fines de aquel Monte: Monte excelso, famoso y celebrado, no tanto por lo dicho, cuanto por haber sido la Casa Solariega de la Religión del Carmen; con tan sagradas circunstancias que, elevándose hasta el Cielo, pasó a ser Monte Santo; es sin duda uno de los lugares que llaman de la Tierra Santa, y según su situación el principio de toda ella, y todo incluso en la tierra feliz de Promisión. Dije que el Monte Carmelo es principio de la Tierra Santa, porque la entrada más frecuente es el puerto célebre de la ciudad de Accon, sita casi a la falda de aquel Monte, a la cual después el Rey de Egipto la puso por nombre Tolemayda, y después los insignes Caballeros de Rodas la nombraron San Juan de Acre, con el nombre de su gran Patrón, o Cayfe, que está más próximo.

     Aquel, pues, Monte Santo del Carmelo, fue el que escogió, con impulso soberano, el gran Profeta Elías para asiento suyo, en donde elevándose a sí sobre sí mismo, introdujo con su ejemplo entre los hombres un modo de vivir de ángeles, más espiritual que corpóreo, más divino que humano; siendo tan poderoso en el caudal de espíritu, que pudo dejarle doblado a su discípulo Elíseo, no sólo para éste, sino también para sus sucesores los Religiosos Carmelitas, que habiendo de durar, según revelación divina aprobada por la Iglesia hecha a San Pedro Tomás, hasta el fin del mundo, se habían de multiplicar con el mismo espíritu de Elías, más que los astros del cielo, al modo que en nuestro Venerable Hermano, cuya vida fue tal, que bastaría para ejemplo de tan dichosa sucesión.

     Todo lo dicho consideraría Fray Francisco cuando se determinó a empezar su visita por el Monte Carmelo, aunque le costó algunas leguas de rodeo, respecto de haber desembarcado en Jaffa, porque quiso empezar con aquella devoción de su espíritu por el mismo Monte por donde había empezado el espíritu de su devoción y la vida de su espíritu.

     Mas para poder hacer juicio de los Lugares Santos de aquel Monte famoso, que visitó y veneró nuestro Hermano, y que de nuevo ilustró con su presencia, me ha parecido conveniente hacer otra descripción, con la brevedad posible, de lo sagrado que contiene, pues aun más conduce para nuestro intento que la que hicimos de lo natural del Monte.

     En aquel valle, pues, el más ameno, que se llama, como dijimos, el Bosque del Carmelo, se hallan veinticuatro cavernas, doce por banda, dispuestas a modo de capillas de iglesia con igualdad y continuadas, y en el medio una mayor, que sirve como de coro, en cuyas ruinas se renueva la memoria y devoción de aquellos antiguos Padres del Carmelo que, dados del todo a la contemplación divina y a las alabanzas del Señor, vivían muertos para el mundo y como sepultados en aquellas cuevas para resucitar más gloriosos con Cristo.

     A la falda oriental del Monte se ve una fuente hermosa en un sitio que llaman los árabes Mocata, que quiere decir lugar de Occisión, porque fue en el que Elías, lleno de celo santo de Dios, hizo degollar los cuatrocientos cincuenta profetas falsos de Baal, que tenían engañado al pueblo de Dios y reducido a la idolatría, inicua adoración del demonio en aquel falsísimo dios.

     Una milla del Promontorio a la parte meridional, inclinando hacia el Occidente, está la famosa y celebradísima fuente de Elías, la cual baja a un valle hermoso por dos canales, las cuales se reciben vistosamente en una taza grande formada en la misma piedra viva; en esta fuente y sitio hizo alto Fray Francisco con la consideración, reconociendo en aquellas aguas cristalinas las purezas que dimanaron de aquel Monte para su Religión santa y para toda la Iglesia por los dos conductos de los Profetas Elías y Elíseo, siendo origen y principio aquella nubecita fecunda que vio el primero, símbolo de María Santísima como Madre natural de Dios y adoptiva de sus sucesores en el grado de excelencia que cabe en semejante maternidad, para que puedan llamarse hijos especialísimos de María Santísima. Esto consideraba nuestro Hermano cuando, ansioso de renovar su espíritu lavándole más y más en aquellas aguas de pureza, entró en ellas la Cruz y la bañó muy bien, y con eso bastó, porque todo su espíritu le tenía en la Cruz y en ella estaba todo él crucificado.

     En la otra banda del valle, a doscientos pasos, en un sitio que hace eminencia a la fuente de Elías, se ven ahora las ruinas de otro convento de Carmelitas que habían edificado San Alberto, Patriarca de Jerusalén, y San Brocardo, Prior General del Monte Carmelo, del cual sólo ha quedado una sala y un oratorio, y allí otra fuente, que sería del mismo convento y Fray Francisco la miraría como fuente perenne de lágrimas tristes, por verse desamparado y reducido a ruinas muertas el que fue en otros tiempos custodia de Santos vivos.

     Más arriba se extiende un campo que se hizo memorable por un milagro de Elías, y fue que preguntando el Profeta a un hombre qué llevaba, le respondió que piedras; a que replicó diciendo: “sean piedras en buena hora”; y así sucedió de improviso milagrosamente, porque lo que el hombre llevaba eran melones, y para prevenir que el santo no le pudiese pedir alguno, mintió diciendo que eran piedras, y piedras se quedaron para siempre en forma de melones, a modo de cristal transparentes. Y lo que es digno de mayor admiración, que hasta el día de hoy está todo aquel campo lleno de aquellos melones de piedra, para perpetua memoria de la mentira e impiedad de aquel hombre; el curioso que quisiere verlos, vaya al convento de los Padres Carmelitas Descalzos de Madrid, que allí hay uno de ellos: aquí admiraría Fray Francisco lo maravilloso de Dios en sus Santos, pues aun en las cosas menores los asiste con toda su Omnipotencia; y admírenla también los duros de corazón con los pobres, que por su amor y voluntariamente se han puesto en estado de necesitar de todos.

     En el sitio que dijimos del convento de San Brocardo hay tradición que había más de mil cavernas, habitadas todas de religiosos Carmelitas, a los cuales redujo a mejor forma de vida y regla aquel Santo, la cual le dio el dicho Patriarca de Jerusalén, San Alberto, habitador también del Carmelo, que es la misma que profesan hoy todos los Religiosos del Carmen, como consta claramente de su título y del último capítulo de ella misma.

     -Aquí- decía Fray Francisco- recibieron los antiguos Padres de mi Religión la misma Regla que yo profeso; aquéllos eran tan Santos, que el mundo no era digno de ellos; y yo soy tan gran pecador, que soy indigno de vivir en el mundo; aquéllos conservaban el espíritu de mi Padre Elías, yo le destruyo con mi mala vida; aquéllos con mucha razón se llamaban sus hijos y traían su Hábito Sagrado, pero yo nada de esto merezco; pero pues me hallo yo con las mismas obligaciones que aquéllos, haré cuanto pueda, con la gracia de Dios, para cumplir con ellas e imitarlos. Ea, Dios mío, ayudadme, que tan grande y tan bueno sois ahora como entonces.

     Pasando a la parte occidental, cinco millas de la Fuente de Elías, en un valle escondido entre los escollos, duran hoy 400 cavernas, con sus ventanas cada una, cavadas en la misma piedra viva y cada una con su fuente; delicias propias y disposiciones de Santos contemplativos en que Fray Francisco hallaba nuevos motivos para imitarlos entonces, fijando su mente en el Señor, que así sabe y puede elevar a los hombres a vivir sobre la tierra de su mismo ser, y aun estando en ella corporalmente, hacerlos, según el espíritu, habitadores del Cielo.

     En la eminencia del monte, hacia el Poniente, se ven las ruinas de un convento célebre que fundó el Cardenal Eimerico; duraba en tiempos de San Luis, Rey de Francia, el cual se aficionó tanto a la santa conversación y modo admirable de vida de aquellos Religiosos, con quien trató devotísimamente, que se llevó algunos consigo a Francia para establecer en su reino aquel modo de observancia; que como era Rey santo, sabía muy bien que la basa sobre que se conservan y aumentan las monarquías, según los fines de Dios, es la santidad y religión, porque el fin de los fines de todos los reinos y señoríos no es otro que el que haya hombres que se salven. ¡Qué altamente consideraría esto el que ofreció tantos trabajos y consagró toda su vida a este intento, como era nuestro Hermano, que iluminado especialmente con las luces de la Fe alcanzaba a conocer bien que el misterio de la providencia especial de Dios todo consiste en disponer medios para que haya criaturas que le gocen!

     Volviendo en contorno del Promontorio hacia Levante, se conservan vestigios del templo primero de todos los de mundo que se erigió, dedicó y consagró a honra y gloria de la Madre de Dios, aun viviendo esta Divina Señora, que fue siete años después de la Ascensión del Señor, la cual fue fundación de los Carmelitas, como se dice expresamente en las lecciones del Oficio de Nuestra Señora del Carmen su día 16 de julio, siendo el principal fundador San Agabo, Profeta, que fue discípulo de los Santos Apóstoles. ¡Oh, qué dulce sería esta memoria para quien deseaba ser verdadero hijo de María y tanto se preciaba del Santo Hábito que tanto acredita de esto y de descendiente y heredero del espíritu de aquellos Santos Padres del Carmelo!; el cual vivía fervoroso en nuestro Fray Francisco, pareciéndole que por esto mismo estaba en precisa obligación de imitar continuamente a aquellos Religiosos bienaventurados de su misma profesión, pues fueron los primeros del mundo que se juntaban en aquella iglesia santa a cantar himnos y alabanzas a su Madre, siendo así los maestros que empezaron a enseñar en la Iglesia con su ejemplo a dar cultos y veneraciones a la Madre de Dios.

     Pero prosiguendo con la descripción de estos lugares, digo que hacía lo más alto del Monte, a la banda del Oriente, se descubre una campaña que los arábigos llaman Kobar, que quiere decir sacrificio, porque fue el lugar de aquel sacrificio celebérrimo de Elías que hizo en presencia del Rey Acab, a contraposición de los Profetas falsos de Baal, concluyéndolos de tales a vista de todo el pueblo y estableciendo la Fe del verdadero Dios; el cual, para crédito perpetuo de su Ley y del celo santo del Profeta, envió fuego del Cielo visiblemente que consumió el sacrificio del altar, las piedras y el acueducto, obligando a que todos alzasen la voz, diciendo: ¡Viva el Dios de Israel! Por cuya causa hasta el día de hoy los judíos visitan este lugar con especial veneración y se hace eterna la memoria de este caso con 12 piedras que el mismo Elías colocó allí por su mano para este intento y hoy perseveran en el mismo sitio, en algunas de las cuales se reconocen algunos caracteres hebreos.

     ¿Quién puede dudar que, al reconocer este lugar Fray Francisco, se inflamaría de nuevo con el celo de su Profeta Celador, y que en adelante aquellas voces ordinarias suyas de ¡viva la Fe de Cristo y ensalzada sea la santa Fe católica!, serían ecos de las que daba aquel pueblo siguiendo las de su gran Padre?

     Antes de llegar a lo más eminente del Monte, será justo hacer memoria de la habitación del profeta Elíseo, inmediato heredero del espíritu doblado de su Maestro, y de su capa milagrosa (hoy se conserva esta capa en el Sagrario de Oviedo). Es aquella habitación una gruta que consta de dos piezas: la una mayor, en la cual hay un altar, y en otra menor, un pozo; siendo tradición que moraba en ella el Profeta en la ocasión que vino a visitarle Naamán Siro para que le sanase de la lepra que padecía; y siendo esta enfermedad símbolo el más significativo del pecado, luego se le ofrecería a Fray Francisco su antigua lepra, que era el mal que más le afligía y del que procuraba sanar con veras de su alma; y si la salud había de consistir en lavarse en el Jordán, no le hacían falta esta agua, cuando a todas horas se bañaba en lágrimas de su corazón; y aunque de ésta pudiera presumir que ya estaba limpio, nunca se podía asegurar, acordándose de la sentencia temerosa de San Pablo: “¿Quién sabe si es digno de amor o aborrecimiento, cuando los juicios de Dios, de que temía David, distan de los juicios nuestros más que dista el Cielo de la tierra?” Por lo cual, lleno de aquel temor santo, prorrumpiría de lo íntimo de su corazón en mil suspiros, diciendo: ¡0h Padre mío Elíseo, yo estoy más leproso que Naamán; ruega por mi salud a nuestro Dios para que yo sane con más ventajas que aquél!

     Llegando ya a lo más alto del Monte, que es el Promontorio dicho del Carmelo, se halla la cueva, gruta o caverna de San Elías, porque fue su habitación ordinaria. Es toda cavada en el escollo mismo, y tiene de largo como veinte pasos, y quince de ancho; es lugar de la mayor veneración y tenido por el más santo del Monte, y vulgarmente se llama el Kader, que quiere decir verde o florida, porque aquel sitio lo está siempre sin sentir las destemplanzas del tiempo, y no dejan a los cristianos visitarla si no es pagando alguna moneda a los mahometanos que la poseen. Allí hubo una iglesia, dedicada a la Virgen María, que se erigió el año de 83 del nacimiento de su Hijo, por los Religiosos Carmelitas que habitaban aquella cueva, la cual fue edificada en veneración de aquel lugar, por ser perpetua tradición que el mismo Hijo de Dios le consagró con su presencia, juntamente con su Madre Santísima, visitándole muchas veces; lo cual se hace fácilmente creíble, ya porque Nazaret de Galilea, ciudad de aquella divina Señora, tiene su situación casi a la falda del Carmelo, en donde vivió muchos años con su esposo San José y con su Hijo Dios, ya por lo que dice la Iglesia en las Lecciones del Oficio de Nuestra Señora del Carmen, que los Carmelitas tuvieron la felicidad de gozar de la familiaridad y coloquios de la Reina de los Ángeles.

     Dentro de aquella misma cueva de Elías hay otra menor, como de seis pasos de largo, y allí se venera hoy una Imagen de Nuestra Señora, con su Altar y lámpara, que arde siempre, en memoria también de que Su Majestad estuvo allí muchas veces con su madre Santa Ana y San Joaquín, porque la casa de campo de este gran Patriarca venía a estar dentro del mismo Monte; y si es digno de crédito San Juan Damasceno, él afirma expresamente que María Santísima nació en la casa de campo de Joaquín, y, por consiguiente, que el mismo Monte Carmelo fue el oriente de aquel Sol, y de esto puede ser profecía, entre otras cosas, la que tuvo Elías de María Santísima en el símbolo de aquella nubecita que vio sobre el Carmelo como vestigio de hombre, en quien halló idea y tomó forma de pureza y Religión para sí y para todos los que siguiesen su espíritu e instituto, siendo aquel sitio florido del Kader en el que tuvo visión tan misteriosa y celebrada de los Santos Padres y de la misma Iglesia nuestra Madre.

     Pero al verse Fray Francisco en aquel sitio ¡Qué consideraciones no tendría! ¡Qué afectos no se moverían en su corazón! ¡Qué conceptos no se formarían en un entendimiento tan ilustrado de Dios! Allí quisiera quedarse eternamente, a no parecerle que fuera todo gozar, y no se componía bien con su ánimo, que era todo de padecer. Mil veces besaría aquella tierra, tan dichosa por haberse visto hospicio del que no cabe en el Cielo; por haber sido trono, en algún tiempo, de la que le tiene eterno de los más excelentes Querubines. Allí tocaba su Cruz una y muchas veces, y quisiera traerse en ella toda la virtud del Monte, si se puede añadir virtud sobre la virtud de la misma Cruz; allí explicaba, con dulces lágrimas, las dulzuras de que gozaba su alma, y con las mismas lágrimas significaba el dolor de haberse de apartar de aquel lugar de deleites, y mucho más de verle en poder de los mayores enemigos de la Iglesia y de la Fe. -Justo eres, Señor (diría); pero justo será lo que te diga: ¿por qué permites que los caminos de los impíos mahometanos se prosperen en estas partes en que se abrieron los caminos para el Cielo? ¿Por qué ha de ser Jerusalén de un turco, y de un bárbaro el Carmelo? ¿Y por qué todos los Santos Lugares se han de hallar tan profanados de inicuas gentes y naciones? Si esto es por nuestros grandes pecados, y más por los míos, volvamos al dolor y penitencia. Penitencia; que este era el pregón ordinario de nuestro Hermano por cuantas partes pasaba, especialmente a la vuelta de su dichoso viaje.

     Llevóle al fin a su convento el V. P. Fray Próspero, el cual se intitula Santa Teresa y su situación es algo más abajo del Promontorio, y todo él, en suma, es una gruta, en donde los Padres Carmelitas Descalzos han formado cuatro celdicas con un Oratorio en medio de ellas, un Refectorio pequeñito, una cocinilla y horno, donde viven y perseveran, conservando cada uno en sí el espíritu de su Madre Santa Teresa, que es el mismo de su Padre Elías aunque sólo parece faltaba el nombre de aquella gran Virgen para los lustres cabales de aquel Monte.

     ¡Con qué caridad trataron aquellos santos Religiosos a Fray Francisco! Cómo le asistían y consolaban, especialmente el P. Fray Próspero, no es decible; pero tampoco lo es el agradecimiento justo de nuestro Hermano, como él mismo lo significa en una carta que escribió a Roma desde Leche, ciudad insigne en la Pulla, Provincia del Reino de Nápoles. Pagaba, pues, Fray Francisco, con amor recíproco, en oraciones lo que no podía de otro modo; que a la verdad debió mucho, porque sin la asistencia de aquellos Religiosos (según lo humano) no hubiera podido cumplir con su devoción de visitar aquellos Santos Lugares; pero ¿qué otra cosa se podía esperar de los que miraban a Fray Francisco como Hermano suyo del alma, pues lo eran, según el espíritu, la profesión y el Hábito?

     Esta unión de amor en Dios la explicó el Santo Fray Próspero no queriendo apartarse de nuestro Hermano en toda la visita de los Santos Lugares, para asistirle de todos los modos posibles, pues lo hizo con su intercesión, con sus Religiosos, con su convento, con sus oraciones, con dinero y con su misma persona, para lo cual se determinó a acompañar a Fray Francisco, sin perderle de vista hasta concluir con su visita, volver al Monte Carmelo y, finalmente, hasta que volvió a embarcarse para Europa.

     Concedióle, pues, el Señor a Fray Francisco con la compañía y comunicación del P. Próspero todo el consuelo humano que pudo adelantar la imaginación, y el divino que sabe dar su bondad, porque se participaron los incansables alientos que cada uno tenía de caminar a la perfección, gastando todo el tiempo que podían en divinos coloquios y fervorosas consideraciones.

     Bajaron, pues, los dos del Monte, empezando su visita, y tomaron lo primero el camino para la Santa Ciudad de Jerusalén, y el P. Fray Próspero solicitó el pasaje en las correrías que en él hay de árabes, porque a unos conocía y a otros daba algún socorro; con que caminaron sin recibir molestia, hasta que llegando a un alto desde donde se descubría parte de la Ciudad Santa, el P. Próspero, arrojando suspiros de su corazón, que daban bien a entender los incendios que dentro se ocultaban, se volvió a Fray Francisco y le dijo: -Esta es Jerusalén; la misma tierra es, el mismo cielo; sólo nosotros no somos los mismos cuando más lo debíamos ser, porque siempre somos peores. Aquí, si al Señor de la vida hubieran conocido, no le hubieran crucificado; y nosotros, conociéndole, le crucificamos cada día con nuestras culpas. Esta es Jerusalén, de donde tomó nombre la Celestial, como si hubiera dudado cuál era más Cielo. Esa tierra es donde padeció un Hombre-Dios, y ese cielo es donde padeció el Sol de verle padecer. Esa tierra es la que arrojó de sus sepulcros los muertos para que sintiesen lo que no sentían los vivos. Y ese cielo es el que se cubrió el rostro por no ver la mayor ingratitud en el mayor beneficio; y así, dispongamos nuestras almas en la mejor forma que nos sea posible, viendo que entramos a pisar Tierra Santa y consagrada. A lo cual nuestro Hermano, entre sollozos y lágrimas, le respondió: -Padre y señor mío, mi espíritu no se levanta del suelo por el gran peso que le hace en mí la parte de barro de que está asido. Bien conozco, con la luz que da la Divina gracia, que el lugar donde pretendemos entrar es Santo y que para haber de llegar a él hemos de apartar primero de nosotros todos los afectos de los sentidos. Bien conozco que esta ciudad fue teatro funesto de la mayor tragedia, y que en ella aquel Señor en cuya presencia tiemblan los espíritus más levantados y se estremecen las columnas del firmamento, entregó su Hijo por redimir su esclavo.

     Bien conozco que en esta misma entrega, en esta misma ciudad fue desamparado el Divino Hijo hecho Hombre, permitiendo que le llegase la hora de los ingratos y la potestad de las tinieblas, tanto, que se quejó a su Padre Dios de que veía su muerte, y de que con ella se extinguía la sed insaciable con que padecía su amor y de que moría sin que su pueblo le creyese. Bien conozco que justamente aquí se turbaron los elementos, y se pasmaron los Cielos al ver que no podía errar el Hijo en la queja, ni podía errar el Padre en el desamparo. Bien conozco que fue tal y tanta la grandeza del Redentor, que por lograr su redención copiosa hizo feliz la culpa. Bien conozco que a vista de esta tierra y de este cielo, frenéticos los hombres se enfurecieron contra el Médico que les venía a sanar, y que cuanto en él fue nos libertó del contagio total y suficientemente, y que si hoy no logramos esta absoluta libertad es por no guardar sus preceptos y por no recibir dignamente la virtud de sus Sacramentos. Y así, pues, el Reino de los Cielos padece fuerza y permite ser arrebatado violentamente; yo vengo a procurar conquistarle con la humildad que me enseñó el que abrió el camino para la conquista, Cristo Jesús, mi Maestro, y con esta Cruz, instrumento de guerra, en la que padeció tan cruel y sangrienta para que yo consiguiese la victoria por ella; y así, Padre mío, a Jerusalén, a imitar los Sagrados pasos de quien fue nuestro ejemplo.

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO XVIII

 

En que entra en Jerusalén, y en compañía del Padre Próspero empieza sus Estaciones.

 

      Bajaron los Siervos de Dios alternando el Te Deum Laudamus, y entraron por la puerta de Damasco, que está sola destinada para el ingreso de los peregrinos, y habiendo sido registrados y pagado el acostumbrado tributo el Padre Próspero por sí y por su compañero, lo cual fue tanto en esta Aduana como en las demás; limosna en esta ocasión de muchas calidades, aunque la mayor fue venir en su compañía, porque le sirvió de guía y de explicación de los Santos Lugares, por haberlos él frecuentado otras veces. Empezaron por la visita de la casa de Santa Ana, cuyo principio le fue muy agradable a nuestro Hermano, pues para el convento, con título de esta misma Santa fue su vocación. De allí pasaron a la de Simón Fariseo, en donde Nuestro Redentor concedió indulgencia plenaria a la Magdalena de sus pecados, que también alegorizó a su modo, porque, a su vocación, esperaba en la Divina Majestad se había de seguir la remisión de sus culpas. Desde allí pasaron a la casa de Pilatos, que aun hoy conserva su grandeza y no se deja visitar de peregrinos, porque es habitación de los Virreyes. Aquí empezaron con tiernos sentimientos a meditar estos Sagrados Misterios, viendo maniatado el poder de Dios; preguntado y juzgado el que tiene su potestad para ser Juez de vivos y muertos; coronado de espinas el que es Rey perpetuo y verdadero; azotado y desfigurado el espejo sin mancha y resplandor de la luz eterna, y con Cruz a cuestas el que tenía por la más pesada la representación de los que no se habían de aprovechar de ella.

     Dióle noticia el P. Próspero como desde lo alto de la casa de Pilatos se veían las ruinas del Templo de Salomón, reedificado muchas veces y tantas destruido, adonde no se permite llegar a los cristianos. Siguiendo sus estaciones llegaron al palacio de Herodes, en donde se burlaron del Redentor, tratándole como a loco, cuando no cabían en humano ni angélico entendimiento las finezas que estaba haciendo por los mismos que así le injuriaban; cerca de este sitio adoraron el lugar desde donde fue mostrado al pueblo, coronado de espinas, azotado y vestido de púrpura, cuando Pilatos dijo: Ecce Homo, como que ganaba grandísimos aplausos llamándole hombre por desdoro, siendo así que porque se hizo hombre se remedió el hombre.

     Desde allí pasaron al lugar que llaman el Pasmo de la Virgen, dicho así porque, llevándole a crucificar, le salió al encuentro y le vio tan desfigurado, que no era su rostro ni su hermosura la que traía; donde consideraron la fuerza de los tormentos, pues en tan pocas horas hicieron lo que aun no suele acontecer en tiempo más dilatado; y que si al primer hombre, después de causada su ruina y la nuestra, parece que no le conocía el mismo que le hizo, y preguntado por él, daba a entender lo desfigurado que estaba, al que le vino a remediar sucedió lo propio, para que, por los mismos términos que se causó el mal, se consiguiese tan perfectamente el reparo. También consideraron los intensos dolores de aquella Santísima Señora, que en cualquier mujer fueran de muerte, por razón de madre, y en ella, por la de saber con tan cierto conocimiento quién era el que padecía y por quién padecía, no lo fueron, porque el morir era alivio a su pena en ocasión de tal pasmo, que más propiamente fue admiración indecible de lo que veía y conocía en su Santísimo Hijo.

     Adviértase que en las distancias de unas Estaciones a otras siempre iban oyendo baldones y afrentas, así de turcos como de indios, y en algunas los muchachos les tiraban piedras; y también que no las seguían consecutivamente, como cuando se visitan las Vías Sacras que hay en España y en otras muchas partes de la Cristiandad, sino que iban por la ciudad adorando los lugares en que se obraron diferentes misterios de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, hasta llegar al Monte Calvario y Santo Sepulcro, reservando para otros días la visita de otros Santos Lugares dentro y fuera de Jerusalén. Llegó la ocasión de ver en una calle una piedra grande; y preguntándole al Padre Próspero si en ella había alguna significación, le respondió que allí había padecido el glorioso Protomártir San Esteban, y allí había perdonado a sus enemigos y visto los Cielos abiertos, que parece es consecuencia uno de otro; la cual, al tiempo del martirio del Santo, estaba fuera de la ciudad, y ahora con la nueva reedificación quedó dentro de ella, sucediendo lo mismo al Monte Calvario y Santo Sepulcro. Fray Francisco se inclinó a besar la piedra al tiempo que pasaba un Rabino de la sinagoga de Jerusalén, que hizo tanto sentimiento de ver aquella religiosa y devota demostración, que alzando una piedra le dio con ella al Siervo de Dios tan recio golpe en lo alto de la espalda del lado derecho, que pasando por encima de la cabeza le causó gran sentimiento, y también se hirió algo el rostro en la piedra del Santo, con el natural movimiento. Los efectos que resultaron de la vehemencia del dolor fueron quedarse un breve rato en oración, el rostro sobre la misma piedra, y levantarse de allí y seguir al Rabino que le hizo el agravio y decirle estas palabras:  -Por el bien que me has hecho en Nuestro Señor Jesucristo, que te ha de conceder la dicha de que entres en el gremio de su Iglesia. A que respondió el Rabino en idioma toscano, fácilmente inteligible: -Hombre, déjame, que me has herido en el alma: ¿qué Iglesia es esta que tiene hijos que saben perdonar injurias? Yo, siempre que pasaba por esta piedra, me reía de las memorias que celebráis de vuestro Esteban, creyendo por fábula lo que rezáis de él, que perdonó a los que le apedreaban; y lo que nunca he creído, ahora he experimentado: ¿qué Iglesia es esta, que aun después de tantos años tiene quien con Cruz a cuestas sabe imitar a su Maestro? ¿Y quién perdonando a su enemigo, acción que sobrepuja las fuerzas humanas, y que no teniendo su fundamento ni en la política ni en la naturaleza, siga tan costosos ejemplares, pretendiendo que trae su origen del mismo Dios? Vuelvo a decirte, hombre, que me has herido en el alma; yo te buscaré antes que te partas de esta ciudad. Fuese el indio, y el Padre Próspero dijo a Fray Francisco que se tenía por muy dichoso en haberle venido acompañando, por haber visto suceso tan extraordinario, que esperaba en Dios que había de resultar de él alguna grande gloria suya que prosiguiesen su camino al Monte Calvario y Santo Sepulcro; nuestro Hermano le dijo que era tan vehemente el dolor que tenía del sentimiento de la piedra, que apenas podía caminar. Entonces, llegando la mano el Padre Próspero a la parte del golpe, reconoció que se le había hecho un tumor grande, y le consoló, diciendo que diese repetidas gracias a Nuestro Señor, pues le concedía una tan grande misericordia como que anduviese aquellos Sagrados Lugares con dolores y afrentas.

     Este tumor, como no había entonces modo de hacerle algún remedio, se le quedó permanente en la proporción misma que cuando se hizo, y le duró hasta que fue a la sepultura.

     Volviendo a sus Estaciones, llegaron adonde cayó el Salvador llevando la Cruz a cuestas, aquí Fray Francisco se hincó de rodillas, pidiendo a su compañero se detuviesen algo; y ponderando este paso, que era en el que su corazón se encendía más fervorosamente, alumbrado con luz celestial, dijo:

 

 

 

CAPÍTULO XIX

 

En que prosigue esta materia, con la visita del Monte Calvario y Santo Sepulcro.

 

     -Señor, esta Cruz, representación de aquella con que en este mismo sitio caísteis, os pongo por intercesora, para que me permitáis (no atendiendo a mis indignidades) ponderar y pedir que esta Sangre precio-sísima que aquí derramasteis venga sobre mi corazón, más duro que el diamante, y le labre y justifique, para que, incorporado y enternecido con ella, sin malbaratar su virtud, siga vuestras sagradas huellas y las medite con aprovechamiento.

     Señor, aquí dos ladrones, justamente condenados, no llevan Cruz por menos pena y Vos la lleváis, habiendo sido declarado por el mismo Juez por inocente; Vos, desnudado de las vestiduras que os puso la irrisión y vuelto a poner las vuestras, venís a este lugar, para que no se equivocase nadie de que erais Vos y fuese la satisfacción del mundo la reprobación de este pueblo, cuando irreverente, sobre atrevido, no quiso arriesgar lo cierto de la ofensa en las dudas de la persona: concededme que, desnudo yo de las que me puso la culpa, me vista de verdadera mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y caridad, que son vestiduras vuestras.

     Vos aquí arrodillado con el peso de mis culpas, para que yo me pudiese levantar sin ellas; Vos quitada la Cruz aquí con sacrílega humanidad, para que no se frustrase el que después dieseis la vida en ella, y también con misteriosa, para que quitada de esos divinos hombros se repartiese entre vuestros fieles y os pudiésemos seguir llevándola: suplícoos, Señor, que la Cruz que con tanta piedad me habéis cortado a mi medida sea más pesada, para que yo caiga con ella, y con imitaros pueda gozar los frutos de vuestra caída.

     Concededme, Señor, que sea el extranjero Cirineo a quien la carguen, cuando los discípulos no la reciban de cobardía y los gentiles no la quieran, por mirarla como afrenta, y los indios la aborrezcan como a maldita, pues yo la adoro por honra, por dicha y por consagrada, y espero en Vos que, siguiendo estos pasos que disteis a la muerte temporal, me habéis de guiar a la vida eterna.

     Hecha esta humilde petición con toda reverencia, procedieron a la visita del Monte Calvario y Santo Sepulcro, y habiendo pasado por la casa del rico avariento, por la de la mujer Verónica, por la Puerta judiciaria y cárcel de San Pedro, reverenciaron el Santo Cenáculo, y el P. Próspero dijo a Fray Francisco: -¿Qué corazón devoto, agradecido y cristiano puede pasar adelante sin detenerse, primero a contemplar que aquí, después de haber el Señor lavado los pies a los Discípulos, instituyó el Santísimo Sacramento del Altar, para enseñarnos con la limpieza que se ha de llegar a él, por ser el mismo Cristo con presencia corporal y perpetua, y por ser la mayor ofrenda que se pueda hacer a Dios, en que se declara su amor, pues cuando los hombres le quitaban la vida, él instituía un Sacramento para dársela y para quedarse con ellos, haciendo alarde en su institución de sus grandezas, especialmente de su infinita sabiduría, omnipotencia, liberalidad, bondad y caridad, como obra que fue de sus manos, en que nos da la mejor que tiene, y esto al tiempo de morir, pudiendo ser después de resucitado, para que conociésemos a quién apartábamos de nosotros y quién era el que parece que no acertaba a dejarnos, y para que se consiguiese nuestra edificación se comulgó primero a sí, enseñándonos con el ejemplo, y luego con el precepto, queriendo quedar invisiblemente debajo de accidentes visibles para que ejercitásemos nuestra fe?

     Llegaron al convento de San Salvador, que es de Religiosos Franciscos, aguardando a que fuese ocasión de entrar, y después de pagada la tasada distribución que tienen impuesta los turcos entraron, siendo recibidos en procesión, causando en ella particular edificación Fray Francisco, maravillándose todos los Religiosos de aquel gran espectáculo de penitencia, y de ver una acción tan del esfuerzo cristiano y tan sin ejemplar, y en tanta edad y con tanta carga de cabellos, persuadiéndose a que la asistía con particular manutención el brazo poderoso de Dios, por altísimos fines suyos. Hechas las piadosas y edificativas ceremonias que aquellos hijos del Serafín Francisco acostumbran, y tratados con alguna prudente deferencia los dos Religiosos peregrinos; y después de haber comulgado todos de mano del Padre Guardián, como es costumbre, llegó el dichoso deseado día de poner nuestro Siervo de Dios la Cruz que traía en el mismo venerable y santificado hueco donde para  salud del mundo estuvo arbolada la de Nuestro Señor Jesucristo; fue día en aquel religiosísimo convento de grande y extraordinaria solemnidad, porque asistió toda la Comunidad  procesionalmente a acompañar a Fray Francisco a llevar la santa Cruz, el cual fue descalzo; y desde que vio el lugar consagrado con la Sangre de un Hombre Dios (allí en el mismo), pasible y mortal, caminó de rodillas, corriendo arroyos de lágrimas por el rostro y vestido; y habiendo llegado a él, entró todos cuatro extremos de su Cruz en el sagrado cóncavo, y dejándola allí (a ruegos suyos) la Comunidad, en compañía del P. Próspero, y estando colocada la Cruz por espacio de tres horas, en veneración de otras tres que estuvo Cristo nuestro bien pendiente de la suya, y ellos postrados reverentemente de rodillas, en alta y fervorosa oración: ¿quién duda que en ella le contemplarían en esta o en otra más significativa forma?

     Este mismo sitio, desestimado del mundo, lugar de calaveras, de facinerosos, que sirvió de poner horror para estorbar delitos, eligió para sí el que todo lo puede; misterio es de su Providencia, pues quiso, desde luego, ostentar el valor de su Sangre salpicando con ellas reliquias de delincuentes.

     Aquí le dieron vino mirado, para que no sintiese, al que tiene por blasón ser varón de dolores; al que inventó modos por padecer más, permitiendo que le quitasen la Corona para quitarle las vestiduras, y se la volviesen a poner para hacerle así otras tantas heridas de nuevo; al que el pueblo hizo la mayor ofensa ofreciéndole credulidad si dejaba de padecer; al que (cuando se dieron por vencido los cuatro crucificantes que les faltaban tormentos, habiéndole ya levantado en la Cruz), el amante de más penas se hizo del número de los que le afligían, causándole las mayores (por ser sobre tantas) estribando en los clavos con el mismo peso de su Cuerpo.

     Aquí añadieron hiel a la bebida, para que, atormentado también lo que se encubre a la vista, le faltase el consuelo de la compasión, dejando de lastimarse en lo que no veían sus amigos.

     Aquí le clavaron las manos para que dejase de hacer mercedes: ¡Oh ingratos! ¡Oh incrédulos! ¡Oh sacrílegos! Si pensaron que a Dios le podía faltar el dar; y para que se desengañasen que este es su oficio, fueron instrumento de las mayores, perdonándoles (aun con manos clavadas) lo mismo que hacían.

     Aquí el Señor de las batallas dejó el trono de su gloria por el de la Cruz, y peleando con las armas de las insignias de su Pasión, destruyó el reino del pecado, poniendo en vergonzosa fuga al fuerte armado que le poseía.

     Aquí hizo el mayor favor que cabe en lo posible a los que se llegan por imitación y amor, haciéndoles que sean un espíritu con el suyo y éste encomendándosele a su Padre en tan grande ocasión.

     Aquí, habiendo muerto, inclinada la cabeza por obediencia, le abrió una lanza la puerta del costado para que por los Sacramentos que se franquearon por ella entrásemos a la vida; y para que no faltase a este golpe sentimiento por ser ya difunto, le sustituyó en su Madre, porque también fuese espiritualmente crucificada.

     Después de haber estado tres horas en adoración de este Sacrosanto lugar (teniendo por todo este tiempo colocada la Cruz), se levantaron de su ardiente oración, dando gracias al Redentor a vista del más singular beneficio; y volviéndola a poner sobre sus hombros nuestro Peregrino, caminaron a la visita del Santo Sepulcro.

 

 

 

CAPÍTULO XX

 

De la visita del Santo Sepulcro y otras, hasta llegar al Monte Carmelo y volverse Fray Francisco de la Cruz a embarcar para Italia.

 

 

     Luego que llegaron a ver aquel depósito del mayor tesoro, hincados de rodillas, con indecibles consuelos de sus almas, para el particular de nuestro Hermano dijo el Padre Próspero: - Ea, valiente soldado de Cristo, fortísimo español, a quien quiso conceder lo que a otra ninguna gente: ya que has gustado parte de los dolores y contumelias de la Sagrada Pasión, te quiere el Señor hacer partícipe de las glorias del Sepulcro y Resurrección; y pues habiendo recibido su Cuerpo consagrado somos también Sepulcros de Cristo a vista del suyo, démosle gracias de los malos tratamientos que nos hacen estas naciones, de donde resulta su imitación, pues a Él no le perdonaron ni vivo ni difunto.

     En esta Sagrada Urna le guardaron ungido todo de mirra, sellando su puerta por que no se le hurtasen, para que nosotros, que le hemos comulgado, sellemos nuestras almas con el recato de los sentidos, ungiéndolos también con mirra de mortificación, por que no se nos ausente; y pues aquí se encerró con los despojos ganados para nosotros en la batalla de la Pasión, que son todas las virtudes, y de su difunto Cuerpo nunca se apartó la divinidad, pidámosle que seamos de sus escogidos y nos las comunique. Consideremos el amor inmenso a los hombres de este Señor; pues mientras aquí su Cuerpo se fió de los pecadores, su alma se fue al depósito de los Santos Padres a buscar los justos; y mientras aquí les daba claridad al entendimiento, para que libres de culpas le consiguieran, en el Limbo, donde no las tenían, les daba lumbre de gloria para que desde luego le gozasen, aun antes de entrar en el Empíreo.

     Aquí entró con las almas santas, dando por bien empleados sus dolores, para que le acompañasen en su triunfo.

     Aquí reunió la Sangre derramada, porque no merecía estar fuera de tal Cuerpo.

     Aquí, dejando las señales de lo pasible, las transfiguró en dotes de gloria; y pues los créditos de su Pasión estuvieron pendientes de su Resurrección, veneremos este Santísimo Lugar como al seguro de nuestra Fe, que nos dice que si padecemos con Cristo seremos glorificados con Él, y que no son condignas las pasiones de este mundo con la futura gloria, y esforcémonos a morir a Él, para que nuestra vida se esconda en este Sepulcro con Cristo en Dios.

     Significados con tiernos impulsos del corazón estos devotos sentimientos por el P. Próspero, Fray Francisco los esculpía en su memoria para valerse de ellos en sus retiros; y desde este sitio fueron prosiguiendo las Estaciones siguientes, haciendo en sus almas cada una (conforme la diferencia de Misterios) diversas impresiones.

     La Capilla donde se apareció el Salvador a la Virgen Santísima, su Madre, el día de la Santísima Resurrección.

     El Altar del Santo Lignum Crucis.

     La Columna en que fue amarrado y azotado en casa de Caifás.

     El lugar donde Santa Elena halló las tres Cruces.

     La cárcel donde estuvo mientras se preparaban los instrumentos de la Pasión.

     La Capilla de San Longinos, donde estuvo muchos años la Santa Cruz.

     La Capilla de la división de las Vestiduras.

     La Capilla de Santa Elena.

     La Capilla de la piedra del Improperio.

     La Capilla del sitio donde fue enclavado en la Cruz.

     La Capilla del sitio en que apareció el Ángel a las Marías diciendo la Santa Resurrección.

     La abertura que hizo el Monte Calvario en la muerte de Cristo.

     La piedra en que fue ungido para sepultarle.

     El lugar donde apareció el Señor a Santa María Magdalena de Hortelano.

     Y habiendo recibido testimonio auténtico en toda forma de cómo había visitado aquellos Santos Lugares y otros que contiene aquella Celestial Casa, con una Cruz grande a cuestas, con que llegó a ella, trayéndola en peregrinación, dado por el P. Fray Pedro de Montepelusio, Comisario Apostólico en las partes del Oriente, Custodio de Tierra Santa y Guardián del Monte Sión, su fecha en el convento de San Salvador de Jerusalén en 26 de agosto del año 1644, en el cual se declararon todos los sitios Sagrados que hay dentro del convento, donde se reverencian diferentes Misterios, en que siempre iba tocando su Cruz nuestro Peregrino, y lo mismo hizo en todos los que estaban fuera de él.

     Concluidas estas funciones, dejaron el convento, y en él sus almas; y al salir les estaba aguardando el Rabino de quien se ha hecho mención, cumpliendo su palabra, el cual les dijo que había resuelto embarcarse para la Cristiandad, con intento de volver a Liorna, donde había estado algún tiempo con sus parientes, y que quería desde allí no apartarse de su compañía mientras llevasen un viaje. Fray Francisco se alegró mucho, persuadido (aunque nunca declaró el motivo) a su conversión.

     Prosiguieron en sus visitas, acompañándoles el Rabino, y caminaron al río Jordán, en cuyas aguas baño la Cruz. Habiendo venerado el Valle de Josafat, Arroyo Cedrón, Huerto de Gethsemaní, Casa de Simón Leproso, Sepulcro de Lázaro, casas  de Santa María Magdalena y Santa Marta; y por la Galilea, el sitio donde Nuestro Señor Jesucristo dio vista al ciego, el de Zaqueo, la ciudad de Jericó, monte de la Cuarentena, Ciudades abrasadas y mar Muerto.

     Luego, volviendo a Jerusalén, tomaron el camino de Belén, veneraron la Sagrada Cueva donde nació el Hijo de Dios, el Santo Pesebre, el lugar de la Circuncisión, donde fue la vez primera que derramó Sangre el Redentor; vieron el árbol llamado de Terebinto, dejando a los lados la villa del Mal Consejo, Casa de Simeón, Sepulcro de Raquel, Camino de Hebrón, Cisterna de David, el lugar donde se escondió la Virgen mientras se prevenía la ida a Egipto, la Casa de San José, la Villa de los Pastores, Pozo de la Virgen y el sitio donde se aparecieron los Ángeles a los Pastores.

     Desde Belén fueron a las montañas de Judea por el desierto de San Juan, vieron la Cueva en que habitaba, la Casa de Zacarías, el Lugar de Santa Isabel, que fue donde salió al encuentro a la Virgen, y donde esta Santísima Señora, Madre de Dios, compuso el cántico del Magnificat, y allí vieron el lugar donde nació San Juan.

     Después caminaron a la ciudad de Nazaret, llegaron al lugar donde fue echado de menos el Niño Jesús, y al Pozo de la Samaritana, y al lugar donde sanó el Señor a los leprosos, a la ciudad de Naum, donde resucitó el hijo de la Viuda.

     Entraron en Nazaret y en la Casa donde el Ángel dio embajada y vivieron juntos Jesús, María y José veintitrés años, y en la Gruta donde esta Señora se retiraba a tener oración.

     Después fueron al Monte Tabor, donde veneraron la gloriosa Transfiguración, y al Mar de Galilea, donde San Pedro y San Andrés, San Juan y Santiago, fueron recibidos como Apóstoles, y donde socorrió a los Discípulos que naufragaban, y al mar de Genezareth, donde libró dos hombre maltratados del Demonio y donde culpó a San Pedro de poca fe.

     Vieron la ciudad de Cafarnaum, donde se obraron tantas maravillas y la Conversión de San Mateo, que fue la mayor; y, en fin, todos los Santos Lugares transmarinos, tocando su Cruz nuestro Siervo de Dios en cada uno, asombrándose el judío Rabino de su constancia y de la devoción de entrambos Religiosos; y aunque parece que su corazón se iba moviendo, nunca admitió plática de nuestra Santa Fe Católica hasta que por impulsos bien extraordinarios se persuadió a ella, y la abrazó, y recibió como adelante se dirá.

     En esta conformidad todos tres tomaron la vuelta del Monte Carmelo, donde fueron muy bien recibidos por aquellos santos Religiosos, perseverando algunos días en aquel observantísimo convento, mientras se disponía su embarcación, con singularísimo consuelo de su alma y de aquellos virtuosos Religiosos que observaban y admiraban la pureza e integridad de vida de nuestro Hermano.

     Pero antes de salir del Monte me ha parecido participar a todos dos noticias, dignas de perpetua memoria: la una es que, conforme al estilo del Carmen, en comiendo la Comunidad se sale a la portería a dar de comer a los pobres, y no quiere Nuestro Señor que en convento donde con tanta puntualidad se cumplen sus institutos falte esta piadosa ceremonia; y así en comiendo sale el portero, y la comida que ha sobrado pone en el portal de afuera y toca una campanilla, y a la voz de ella vienen muchos animales que habitan aquel monte y comen lo que ha sobrado a los Religiosos, y después de acabada la comida se están quedos, y el portero da gracia por ellos, y en haciendo señal con un golpe en la mano, todos se van por el monte hasta otro día, y esto es sucesivamente todo el año, lo cual supimos del mismo Fray Francisco.

     Lo segundo que hemos de referir cede en honra y gloria de Dios y gran crédito de la Religión del Carmen, y es que hay tradición perpetua en aquellas partes, la cual confiesan los mismos árabes, que en todos los tiempos que los Religiosos del Carmen habitaron aquel Santo Monte corría la Fuente Milagrosa de Elías, y luego que le desampararon por la persecución de los árabes, y de los mahometanos (a cuyos rigores derramaron la sangre por Cristo innumerables mártires en diferentes ocasiones), cesó de correr la Fuente por todo el tiempo que faltaron los Religiosos; y habiendo vuelto otra vez, ha vuelto a correr con la misma abundancia que antes. Esto lo testifica Gabriel de Bremond, natural de Marsella, como testigo de vista, en célebre libro cuyo título: Viaje hecho en el Egipto Superior e Inferior, en el Monte Sinaí, y los lugares más famosos de aquella región, en Jerusalén, etc., del cual hizo versión en italiano José Corvo y le dedicó al Excmo. Señor D. Luis Odescalchi, Duque de Ceri y sobrino de nuestro Santísimo Padre Inocencio XI, que al presente gobierna la Iglesia felizmente; su impresión en Roma por Pablo Moneta, año de setenta y nueve.

     He dado tan individual noticia de este autor, porque en él se halla, no sólo la noticia dicha inmediatamente, sino es también cuanto dejamos dicho en el capítulo XVII de este libro tocante a la visita del Monte Carmelo, ya para su descripción, ya para las noticias, ya para lo que conduce a la Religión y Religiosos del Carmen; y la razón que he tenido para citar este autor más que a otros muchos que aseguran lo mismo, es: lo primero, porque no siendo autor de la misma Religión, se quita la sospecha de apasionado; lo segundo, porque hasta hoy no ha escrito autor de vista que con tanta puntualidad, observación e individualidad, ni con tanto cuidado, haga descripción y dé noticias, hasta las más menudas, de lo que promete; el cual, para tomarlas ciertas, hizo dos viajes en aquellas partes desde su tierra que, como dijimos, es Marsella de Francia.

     Lo tercero, porque es el más moderno de los que han escrito generalmente de aquellas partes como testigo de vista; puesto que en el capítulo V del libro II de su viaje habla del P. Fray Próspero como de Santo, que ya había pasado a mejor vida cuando él visitó el Monte Carmelo, siendo el mismo Padre que acompañó a nuestro Hermano y de quien obtuvo las letras testimoniales de la visita del Monte Carmelo, los cuales originales paran hoy en mi poder y es traslado el que está al principio de este libro; de donde se infiere con evidencia que el dicho autor francés visitó el santo Monte Carmelo después que Fray Francisco. Su libro es de la mayor erudición en la materia que se puede desear: véale el curioso.

     Llegó el caso de la embarcación, y habiéndose despedido Fray Francisco tiernamente del P. Próspero (y habiendo recibido su testimonio auténtico en cuanto a la visita de aquel santo Monte) y de aquella religiosísima Comunidad, en compañía del judío Rabino, en un puerto que hay a la falda del Monte Carmelo, junto a la ciudad de Caifa (dicen que este puerto es hoy mejor y de más crédito que el de San Juan de Acre, del cual dista muy poco), en el nombre de Dios se hizo a la vela para Damiata, y desde allí al Cairo, Venecia y Roma.   

 

    

LIBRO TERCERO

 

CAPÍTULO I

 

En que Fray Francisco de la Cruz empieza su viaje, y de la tempestad que padeció y de las maravillas que Nuestro Señor obró con su Siervo por medio de la Santa Cruz.

 

   

     Embarcado Fray Francisco de la Cruz en compañía del indio Rabino, tomaron la vuelta de Damiata, gozando en esa navegación de tiempo apacible, poniendo todo su cuidado nuestro Peregrino en la veneración de la Santa Cruz que traía en su compañía; con cuya ocasión, y con la de verle gastar lo más del día y de la noche en oración, en los ratos que le advertía desocupado de ella, el indio le movía pláticas de nuestra Santa Fe, diciéndole que desde el lance que le sucedió en Jerusalén, en la piedra de San Esteban, tenía vehementes impulsos interiores que parece le obligaban a abrazarla, pero que mientras su entendimiento no se persuadiese, sería liviandad reprensible desamparar la religión de sus padres; con lo cual, haciendo diferentes preguntas el Rabino y respondiendo nuestro Hermano en la forma que el Señor le alumbraba, llegaron a Damiata, y después que los pasajeros se previnieron de algunas cosas para su viaje, le prosiguieron por tierra para el Cairo; y con el motivo de la amenidad de aquella fertilísima provincia, todo lo que veía Fray Francisco lo espiritualizaba, con grande admiración de su compañero, tanto, que un día le dijo que era bien empleado el tiempo que había gastado en sus estudios y era dichosa la Religión que tal sujeto había criado, pues tan propiamente hablaba en materias de tanta importancia como son conocer y engrandecer al Criador por sus obras; hallando en ellas tales sentimientos, que con profesar él humanas y divinas letras nunca los había encontrado; de donde llegaba a conocer que, pues esta ciencia no la hallaba en los libros y la ruda naturaleza no daba de sí tanta perfección, era sólo Dios quien la comunicada, pues sólo en Él o por Él se podían adquirir fondos tan inaccesibles y bienes tan soberanos.

     Fray Francisco, viéndose tratar con aparatos de estudiante y de docto, le desengañó diciendo como era un hombre rústico, que habiendo tenido vida secular muy trabajosa, Nuestro Señor le hizo la misericordia de que viniese a la Religión, y en ella era un pobre Lego que cuidaba de pedir limosnas para su convento y de beneficiar la hacienda del campo.

     Maravillado el indio de ver tan extraordinario hombre, convirtió la admiración en confusión, pareciéndole que en Fray Francisco todo era sobrenatural, pues ofendido perdonaba injurias, se sustentaba sin medios humanos con tan corto alimento como pan y agua, tenía fuerzas para tan larga peregrinación, no le faltaba la salud a vista de tantas descomodidades y de traer una cruz pesada sobre sus hombros, sin haber estudiado asentaba proposiciones seguras con fundamentos ciertos, en las cosas espirituales y trato con Dios tenía admirable eficacia en el decir, y con retórica casi celestial persuadía y ataba el entendimiento; y de todas estas consideraciones juntas infería que era Dios quien obraba en él, y que favores tan sin medida no los hacía a quien no tenía en su gracia; y así, que Fray Francisco estaba en amistad con Dios, lo cual no pudiera ser si la ley que profesaba no fuera cierta.

     Ya parece que a las obscuridades de su entendimiento las entraba alguna luz; pero era tanta la contradicción de la naturaleza, la fuerza de la sangre y de la costumbre, que no acababa de persuadirle, y si estaba persuadido no acertaba a rendir estos inconvenientes y romper tales impedimentos; que esta razón de la naturaleza, aun sin razón, obliga, y esta ley de la costumbre, aun sin razones, sujeta.

     Llegaron al Cairo, y a pocos días volvieron a proseguir su viaje, pasando a Alejandría de Egipto, donde se embarcaron para Italia por el Mediterráneo.

     El navío en que venían era veneciano, hermoso y fuerte, y con tiempo sereno navegaron a vista de Gandía, de Mondón y de Corfú.

     El navío caminaba con viento próspero, aplaudiendo el aire los clarines, tendida la bandera a popa, adornados los pañoles de las entenas con flámulas y gallardetes, cuando a un mismo tiempo dos pilotos dijeron: ¡Tormenta!- Apenas lo hubieron pronunciado cuando luego los marineros aferraron las velas, calaron masteleros, el mar empezó a irse inquietando, el viento a irse embraveciendo, el cielo a ir negando sus luces, y todos a entrar en confusión y miedo, viendo por instantes enfurecerse más el mar, cubrirse más el sol y encresparse más las olas; como el riesgo era común, todos trabajaban; y como la turbación también lo era, muchos, por adelantar la prevención, la embarazaban; sólo nuestro Fray Francisco no lo pudo errar, porque luego se acogió a la oración, abrazándose a su Cruz.

     Creció el temporal, las nubes con relámpagos repetidos alumbraban, quitando la vista, y con truenos espantosos confundían, para tomar acuerdo: oficios piadosos y que lograran nuestra atención y enmienda, si no quedara a disposición de lo humano lo divino.

     El viento, por instantes mas reforzado, se llevó las velas menores de los masteleros, rompió el árbol mayor, desarboló trinquete, bauprés y mesana; un golpe furioso de mar arrebató el timón, alcázar y castillo; y desencajando todo lo sobrepuesto, dejó el buque sin ninguna de las obras muertas; con que (dándose todos por zozobrados), desamparando los medios humanos, se valieron de los divinos (que nunca llegan tarde), pidiendo a Dios misericordia. Entonces nuestro Peregrino, arbolando su Cruz, con que hasta aquel tiempo había estado abrazado en fervorosa oración, les dijo: - Este es el leño que salva; en él se causó nuestra salud eterna, y por él hemos de conseguir hoy la temporal. Y atándola fuertemente en el pedazo que había quedado del árbol mayor, para que la furia de los vientos no la moviesen y para que, vista en descubierto, la respetasen, prosiguió: -Sola Tú, Sacratísima Cruz, fuiste digna de llevar la víctima del mundo, y en su naufragio prepararle el puerto; el mismo valor tienes hoy: intercede para que nos veamos por ti libres, y para que nuestros clamores, unidos con tu intercesión, penetren las puertas del Cielo, que se nos muestran de bronce y de diamante. Entonces, postrados todos de rodillas, a imitación del Siervo de Dios, delante del Sagrado Madero, y el judío Rabino entre ellos, con repetidas y altas voces decían: -¡Señor, misericordia, sálvanos por tu Cruz!

     Con intercesión tan poderosa, ¿qué gracias no se habían de franquear? Con tal medianero, ¿qué mercedes no se habían de conceder? Afectos nacidos de corazones humildes y atribulados, ¿qué no habían de conseguir?

     Hecha esta devota y cristiana sumisión, luego el aire empezó a minorar su fuerza, las ondas (como consecuencia suya) empezaron a desembravecerse, las nubes a ausentarse, el día a reconocerse y el sol a comunicar sus castos resplandores, y los pilotos, con la tranquilidad no esperada, reconocieron el puerto imperial de Trieste, en el golfo veneciano, llamado antiguamente Treviso, en la marca Trivesiana y el más inmediato a Venecia, donde trayendo el navío a la Santa Cruz por árboles, banderas, velas y timón, el propio mar hizo que tomasen el puerto milagrosamente.

 

 

 

CAPÍTULO II

 

De lo que le sucedió a Fray Francisco de la Cruz hasta volver a Roma,  y en ella.

 

 

     Desembarcaron en Trieste, con gran admiración de la gente de la tierra, viendo de la suerte que aquel navío había llegado al puerto; y Fray Francisco, con los pasajeros que habían venido embarcados con él, llevando su Cruz procesionalmente, fueron a dar gracias a la iglesia mayor, mostrando todos el debido reconocimiento de milagro tan patente, y más que todos el judío Rabino, que publicaba las obras maravillosas de Dios, llamándose cristiano y reconociendo sus juicios inaccesibles, pues sin ningunos méritos suyos, antes por caminos tan  encontrados y por veredas tan extraordinarias, parece que a pesar suyo le había metido el Cielo en su alma con la dicha de la vocación a su Iglesia, compeliéndole a entrar en ella, sacando aquel Religioso de tan remotas partes con una Cruz a cuestas, permitiendo el suceso de Jerusalén y poniendo en su boca palabras que él, siendo contrario de la Iglesia, no las pudo contradecir, para empezarle a mover; y viendo que a tantos golpes se daba por desentendido y que necesitaba de instrumentos más fuertes, quiso batir su corazón rebelde y obstinado con la artillería de una tempestad y con lo visible de milagro tan raro, y así que él se confesaba por hijo de la Iglesia Católica y trofeo de la Santa Cruz, atribuyendo a las oraciones y diligencias de aquel Religioso Carmelita, verdaderamente varón de Dios, su felicidad y conversión, pidiendo a voces las saludables aguas del Bautismo.

     Llegaron a la iglesia, y después de haber hecho oración se despidieron los pasajeros, llevando el Rabino consigo a Fray Francisco a una posada para que le perfeccionase en la noticia de los principales Misterios de nuestra Sagrada Religión Católica Romana, lo cual se consiguió brevemente, porque al Rabino le faltaba la voluntad y no el conocimiento, y cualquier instante que se dilataba su entrada en la Iglesia le parecían muchos años. En fin, llegó el dichoso día en que recibió la Fe, siendo su padrino nuestro Hermano, tomando su mismo nombre de Francisco de la Cruz, en reverencia de la Santa  Cruz y en obsequio de su bienhechor, con tanto aplauso de aquella ciudad imperial, que movida de la novedad del caso, y habiéndose divulgado en ella las divinas misericordias sucedidas en la tormenta, concurrió tanto número de gente y con tanto empeño y fervor, que se celebró aquella función con general solemnidad y con gozos tan indecibles del Siervo de Dios, que por sólo haber visto este día con tan fervorosas aclamaciones de la Santa Cruz y haber sido el algún instrumento para la conversión de un alma, daba por dichosos sus trabajos.

     Concluida la celebridad, pareció a entrambos Franciscos de la Cruz que era muy del servicio de Nuestro Señor que el nuevo cristiano pasase a Liorna, donde tenía muchos deudos; con que se despidieron, tomando el Rabino aquel viaje y Fray Francisco tomó el suyo por aquel mar Adriático, y a los siete días de navegación arribó a un puerto que, según el mismo Fray Francisco escribió, está junto a Finisterre (estas son sus palabras expresas); parece que fue cerca de un pueblo de la Pulla, que se llama Tricata o Trecata, desde donde tomó el camino para la ciudad de Leche, que es cabeza de aquel partido y el asiento del Gobernador de ella, adonde llegó hacia los fines de noviembre de 44, de que se hace evidencia por la fecha de una carta suya escrita a Roma allí mismo en 29 de dicho mes y año; llegó, pues, a aquella ciudad acompañado de una numerosa multitud que había salido a recibirle llevada de la fama milagrosa de nuestro Hermano.

     Entró en su convento del Carmen, en donde perseveró cuatro días; y en este tiempo era el concurso tan fervoroso, que siempre estaba la iglesia llena de gente, aun lo interior de todo el convento, deseando cada uno gozar de su presencia y besarle el Hábito, como si fuera algún Apóstol o algún Ángel de Dios; pero principalmente se reconoció la devoción de aquella piadosa ciudad (bastaba ser de nuestro católico Monarca) en una tarde que fue expuesta la Santa Cruz a la veneración pública, pues fue de modo que afirmaron los Religiosos de aquel santo convento que apenas hubo persona alguna en toda la ciudad que no concurriese a adorar la Santa Cruz y a besar el Hábito del Venerable Hermano, que en semejantes créditos le ponía el Señor con las maravillas que obraba por su Siervo; una de las que allí se vieron fue que a la sazón de su venida estaba enfermo el P. Fray Simón de Bomo,  Religioso de aquel convento, de unas llagas que padecía en las piernas muchos meses había, las cuales le afligían sobremanera por los dolores intolerables que le causaban, y lo peor era que se hallaba sin esperanzas de remedio; pero quiso Dios que se puso en una fe singularísima de que había de sanar por medio de las oraciones del Venerable Hermano, con lo cual se encomendaba a él únicamente y le rogaba con instancias le diese salud; y aunque Fray Francisco le respondía con sequedad que él no podía dársela, volvía a instar; hasta que, movido de sus ruegos y de la fe viva que reconocía en él, se llegó al enfermo y empezó a corregirle fraternalmente con mucho fervor y humildad, aconsejándole que fuese buen Religioso y atendiese como debía al servicio de Dios; y habiendo dicho esto, hizo la señal de la Cruz sobre la pierna llagada, y al mismo punto se halló el enfermo sano y libre de todo su mal; pero ¿qué no puede con esta señal poderosa de la Cruz quien la tiene en su corazón tanto como nuestro Hermano? que es, sin duda, árbol milagroso; pero mal podrá gozar de sus frutos quien no se abraza con ella.

     Otro día de aquellos cuatro bajó  el Siervo de Dios a la iglesia para comulgar como lo tenía de costumbre (esto según Obediencia, que no está lo grande en comulgar por costumbre, sino en tener costumbre de obedecer comulgando; por lo cual, aunque cuando comulgaba era con singular gozo de su alma, el mismo tenía en obedecer cuando la misma Obediencia se lo estorbaba; porque como tan espiritual, sabía muy bien que quien comulga sólo por agradar a Dios, con la misma prontitud deja de comulgar, por agradar al mismo, en obedecer a quien le toca mandar); y estando disponiéndose, como era razón, para llegar a la Mesa de aquel Cordero inmaculado de Dios, se llegó a él un Religioso, advirtiéndole que su celda estaba abierta, y así que fuese a cerrarla; a que respondió Fray Francisco que no podía ser, porque él mismo la había cerrado con llave, la cual tenía allí consigo. Replicó el Religioso, diciendo: -Yo mismo, por mis ojos, la he visto abierta. Pero Fray Francisco, con mucho sosiego, le dijo: -Nuestro enemigo quiere siempre interrumpir nuestra devoción, pero ahora no le ha de suceder como él quiere; con todo ello el Religioso partió de allí derechamente, con ánimo de cerrar la celda del mejor modo que pudiese, hasta que volviese a ella Fray Francisco; pero al llegar a la puerta la halló cerrada, y como había visto claramente lo contrario, llegó a probarlo con las manos; pero reconoció que estaba echada la llave, como había dicho nuestro Hermano, de lo cual quedó admirado. Este caso, más tiene de doctrina que de milagro, en la cual debiéramos estar todos los que nos llegamos a aquel Soberano Sacramento, y es dejar todos los cuidados del todo y trabajar en desocupar el corazón y dilatar los espacios de la caridad para que pueda caber en él Señor tan grande; pero ¡qué heroicamente practicó esta enseñanza el Siervo de Dios en esta ocasión!; pues aunque en la celda no tuviera otra cosa que guardar, ni a que atender, que su Cruz, ésta era todos sus tesoros, y por consiguiente en ella tenía todo su corazón, y ni este cuidado quiso admitir en la ocasión de estarse disponiendo para comulgar.

     Salió de Leche, dirigiendo su viaje para Nápoles; pero ¿qué movimientos no causó la devoción de Fray Francisco en todas las personas de aquella ciudad, pues quedando aquel día desierta se poblaron sus campiñas, siendo el ánimo de todos no despedirle, sino seguirle con los afectos del alma? Así se despidió, tomando el camino por Misana, San Vitto y Ostuno, obrando siempre maravillas y edificando con su predicación continua; que, como ésta era Penitencia y ponía en sí mismo un ejemplo tan poderoso, movía más con una palabra que cuantos pueden predicar con elocuencias humanas.

     Desde Roma pasó a Nápoles, y asistió en el convento de la Santa Madona del Carmen, que es el mayor que tiene aquella ciudad de su Orden; hay en él una joya muy preciosa, que es un pedazo grande de Lignum Crucis, que en aquella ocasión le estaban engarzando en plata, el P. Prior (como en premio de su resolución cristiana) le dio dos astillitas muy delgadas, las cuales de limosna se las engastaron en planta, con una reliquia de San Jerónimo que le dieron en aquella ciudad de Nápoles y están colocadas con su Cruz en el convento de la Alberca. Fue tanto el consuelo que recibió con aquella preciosísima joya, que le pareció se le habían doblado las fuerzas y alientos para proseguir su demanda, y la guardó de suerte que no la volvió a ver hasta Castilla.

     En aquel tiempo que se hallaba en Nápoles, se llegó a él el P. M. Fray Atanasio Acitelli, y celoso de la conservación y aumento de aquel gran convento, donde se venera la antiquísima y milagrosa Imagen que comúnmente se llama la Madona del Carmen (devoción universal de aquella insigne ciudad), le rogó encomendase a Dios en sus oraciones dicho convento; y aunque se excusaba con su humildad, al fin, instado, se venció de la misma piedad de la causa: hizo, pues, oración con la devoción y espíritu que solía, y se le ofreció en visión una multitud de hombres armados que estaban en el mismo convento, y que derramando mucha sangre quitaban la vida a algunos: luego vio el convento lleno de soldados y armas, lo cual le puso en gran cuidado a Fray Francisco y llenó su corazón de amargura y dolor: después de dos ó tres días le refirió la visión al dicho Maestro Acitelli, el cual lo tuvo más por imaginación que por visión verdadera; pero el suceso le dio a entender lo contrario, pues a muy pocos años se cumplió a la letra en la gran rebelión de Nápoles contra el Gobierno de nuestro católico Monarca, cuyos soldados se apoderaron del convento, por ser uno de los principales fuertes de aquella ciudad donde se experimentaron los casos tristes de la guerra, mucho derramamiento de sangre y muertes violentas, hasta que al fin quiso Dios que se apaciguase aquel incendio a favor de nuestro Rey Católico; y si para ello condujeron las oraciones de nuestro Venerable Hermano, lo podrá juzgar quien sabe; que no revela Su Majestad sucesos en profecía a sus siervos si no es a fin de moverlos a procurar en su misericordia los buenos éxitos en los casos que permite, por los motivos de su  Providencia.

     Salió de Nápoles para Roma, donde llegó por mayo de 45; y habiéndose divulgado el día de su venida, se llenaron los campos de aquella ciudad de cortesanos y pueblo; pero habiéndolo reconocido Fray Francisco, se volvió a retirar huyendo su propia estimación, y después de anochecido entró en Roma y en su convento de Transpontina, donde fue recibido con singular gozo de los Religiosos, principalmente de algunos provincianos suyos que asistían en aquella Corte.

     Desde que entró en su convento empezó a distribuir las horas de la misma suerte que cuando vivía en el de la Alberca, y el descanso que tomó de tan larga jornada para proseguir otra no menor fue ayudar a todos en sus ocupaciones, principalmente a los Hermanos de vida activa: él suplía por todos y se hallaba en todo lo que era de molestia y trabajo, sin que por ello faltase a su continuo ayuno de pan y agua, ni a las aflicciones continuas de su cuerpo con extraordinarios modos de penitencias, ni a quedarse las noches enteras en la iglesia en oración, ni a dar tan limitado reparo a los sentidos, que no se sabía cuándo dormía o cuándo descansaba.

     La Santidad de Inocencio X, que siendo Cardenal le había favorecido y reconocía el mucho aprecio que había hecho de Fray Francisco su glorioso antecesor, mandó que le fuese a ver; el cual favor fue para el Siervo de Dios de mucha estimación y de mucha confusión; porque como era verdadero humilde, no quería gozar de tan singulares honras, sino ser el desprecio y abatimiento de todos; pero obedeciendo, fue a besarle el pie, y Su Santidad gustó que le refiriese su peregrinación y el estado que tenía la Cristiandad de los Santos Lugares transmarinos, y él lo hizo con mucha brevedad, respeto y puntualidad; de suerte que le causó agrado al Pontífice, y por mostrarle el concepto que tenía de su persona le dijo que quería hacerle gracia de darle dos cuerpos de santos enteros para que se colocasen juntamente con la Santa Cruz; Fray Francisco estimó con los rendimientos debidos merced tan singular, y le propuso que no tenía modo para llevarlos a su Provincia con la decencia necesaria respecto de ser su viaje a pie; pero que le suplicaba fuese servido que conmutase aquella gracia en concederle un jubileo en el día de la Santísima Trinidad para el Altar de Nuestra Señora de la Fe, y otro en el altar de Nuestra Señora del Socorro en el día en que se celebra su fiesta, entrambos para el convento de Santa Ana de la Alberca, y en que se bendijera solemnemente la Santa Cruz con su autoridad pontificia. Todo lo cual concedió Su Santidad; y los Breves, con la licencia de su ejecución, dada por D. Diego de Riaño y Gamboa, Comisario General de la Cruzada, de 9 de abril de 1647, están en el arca de tres llaves de dicho convento. Y en cuanto a la bendición de la Cruz, ofreció dar sus veces; y habiéndole besado el pie, le despidió, con orden de que al otro día le volviese a ver; y así lo hizo, obedeciendo tan superior precepto.

     Como estas visitas fueron tan extraordinarias, corrió voz por Roma que nuestro Hermano era bien acepto al Pontífice, y no fue menester más que esto para que luego aquellos cortesanos hiciesen grande estimación de él; con que se empezó a ver muy afligido, pareciéndole justamente que era tentación y que el demonio se valía de este instrumento para descomponerle; y no fue errado el dictamen, porque los cortesanos romanos andan siempre adivinando el aire del Príncipe, y como les sabe bien su engaño, fundan torres de esperanzas en móviles cimientos, y en sus disimuladas afectaciones y exageradas cortesanías tenía bastantes armas el enemigo para introducir una hostilidad sangrienta en pecho menos fortificado; pero el humilde Religioso, viéndose buscado de la Nobleza de aquella Corte, creyendo solamente que sería por curiosidad de tener noticias, y recelándose que el enemigo le movía aquella guerra para embarazarle con ociosidades sus ejercicios, hacía su asistencia de ordinario en las ocupaciones más ínfimas del convento, para que lo desautorizado de su persona hiciese que no le buscasen las de tanto lustre. En una ocasión, a instancias de un gran señor, los Prelados le mandaron llamar, y le hallaron en la caballeriza limpiando las bestias; con lo cual, y con no verle en Palacio, le fueron olvidando y se pasó aquella tempestad.

     Su Santidad dio sus veces (como lo había ofrecido) para bendecir la Santa Cruz solemnemente al Ilmo. y Rvmo. Señor D. Fray Jacobo Wemmers, Obispo de Gaeta, Religioso Carmelita de la Antigua Observancia, el cual, en el convento de Transpontina, de su Orden, celebró la bendición de la Santa Cruz, con grande ostentación y aplauso, el segundo día de Pentecostés, a 5 de junio, asistiendo muchos Cardenales, Obispos y Grandes Príncipes; y después de bendita, conforme al ceremonial, se hizo la adoración, llegando, cada uno en su grado, a adorarla, no pudiendo refrenar las lágrimas de alegría de nuestro Siervo de Dios de ver este triunfo de su Santa Cruz, la cual, después de hecha la adoración, se colocó en el altar mayor por nueve días, donde acudió por todos ellos a hacer la adoración innumerable concurso del pueblo romano.

 

 

 

CAPÍTULO III

 

De cómo salió de Roma prosiguiendo su peregrinación a visitar el santo sepulcro del Apóstol Santiago, y de los favores que iba recibiendo del Cielo con el ejercicio de nuevas virtudes.

 

 

     Celebrada la bendición y adoración de la Santa Cruz y habiendo vuelto a visitar las Sagradas Estaciones y demás sitios venerables de Roma, el día 1º de septiembre de 1645 volvió a salir en campaña este valiente soldado, habiendo vuelto a besar el pie a Su Beatitud con licencia de los Prelados, en la forma de su peregrinación, exhortando a la confesión de la Santa Fe Católica y pregonando oración y penitencia, con sentimiento universal de los ciudadanos romanos, porque fue rara la estimación que se granjeó en aquella Corte (huyendo de ella); que en esta virtud, más propiamente que en las otras, se reconoce la grandeza de la fábrica en lo profundo de los cimientos. Su primer intento fue ir a visitar la Majestad del Santo Cristo de Luca, donde estuvo en 6 de octubre del dicho año, y habiendo conseguido licencia del Cabildo de la Catedral de aquella Santa Iglesia, vio y adoró su devota Imagen, de que recibió testimonio auténtico, su fecha de dicho día.

     De hombre tan penitente y tan ilustrado del Cielo, bien se deja entender la profunda humillación y devoción con que estaría delante de aquel Señor Soberano; lo que consiguió en aquella fervorosa oración fueron encendidos deseos de ser algún instrumento para traer almas al conocimiento seguro de la Iglesia, y ansias ardentísimas de dar la vida por su verdad; y desde esta ocasión propuso, en la forma que Nuestro Señor le diese luz, en todos los pueblos por donde pasase, predicar los principales Misterios de la Santa Fe, hasta poner por ella la garganta al cuchillo. Estando con estos afectos tuvo una visión maravillosa, que fue ver un Predicador, sin conocer quién era, que tenía un sol sobre la cabeza, donde se debe entender que al que predica con estos motivos le asiste el Sol Divino.

     Desde Luca pasó a Génova a visitar sus Santuarios, y el muy célebre de Nuestra Señora del Carmen, a que parece interiormente era movido. Entró en ella, y sólo con el tránsito que hizo hasta llegar al convento de su Religión se conmovió toda la ciudad, causado mucha edificación; siendo tan grande el concurso de gente que le quería ver, que se atropellaban unos a otros, y estando en una celda se entraban por diferentes partes del convento desde donde se alcanzaba a ver la ventana de ella, para procurar verle. Ésta era la del Padre Maestro Fray Vicente Calahorra, que estaba en aquella ciudad aguardando viaje para España, donde, en la Provincia de Valencia es Calificador del Santo Oficio y la consulta y estimación de aquella ciudad; el cual, sabiendo que se disponía dar a la estampa la vida de este Siervo de Dios, escribió en carta de 26 de mayo de 1665 algunas particularidades que se pasaron con él, dignas de que se haga memorias de ellas.

     Una es que no quiso para sí nada de lo satisfactorio de su peregrinación, porque todo lo tenía aplicado al bien y provecho de las almas en la propagación de la Fe.

     Otra, que estando el dicho Padre Fray Vicente muy temeroso de embarcarse para España en el navío que tenía prevenido del Capitán Barla, por haber tenido avisos de que unos navíos de Francia iban en su busca, Fray Francisco de la Cruz le dijo que se embarcase, que iría seguro, y que a ocho días de navegación entraría en Alicante, y que sucedió como lo dijo.

     Asimismo tiene la dicha carta un capítulo que es muy particular en la vida de nuestro Hermano, y así como se contiene en ella se pone, que es el siguiente:

 

      Otro día, estando los dos solos en la celda, me dijo: Hágame caridad de leerme en la Biblia en lenguaje castellano. Comencé a leer el primer capítulo del Génesis, vertiéndole en Romance, y me iba explicando el Sagrado Texto; y alguna vez reparaba yo interiormente que el sentido que daba a la Sagrada Escritura era áspero. Pasando adelante en la lectura, donde el Texto Santo hablaba más claro en la materia de mi reparo, me decía: ¿No ve vuestra Paternidad cómo es lo que yo digo? En que pareció conocía mi interior. Reparo en que concebí la explicaba como un San Jerónimo o como otro de los antiguos Padres, que cierto quedé maravillado.

 

     Quisieron visitarle muchas personas de autoridad; pero con su humildad se excusó, y sólo admitió la de dos Senadores, porque se lo mandó el Padre Maestro Fray Jacobo Spínola, que a la sazón se hallaba Provincial de aquella Provincia de Lombardía.

     Sucedió allí que le mordió un perro tan mal, que fue necesario le curase el cirujano; y ordenando, entre otras cosas, para su curación que se alimentase de comidas más substanciosas que su continuo pan y agua, no fue posible con él, hasta que, sabiéndolo el dicho Padre Provincial, se lo mandó, y entonces obedeció, tomando por gran regalo algunos caldos de carnes, pareciéndole demasiada indulgencia para el cuerpo a quien trataba más de la salud del alma.

     Determinó salir de Génova, y ofreciéndole muchos ciudadanos dineros para el camino, no le pudieron vencer para que tomase una moneda; y pareciéndole a alguno que la instancia demasiada vencería su determinación firme, le apretó demasiado, llegando casi por fuerza a ponerle el dinero en las manos; pero pareciéndole al Siervo de Dios vehemente tentación contra su propósito de no tomar dineros ni aun tocarlos, los arrojó de golpe en el suelo; dejando así un ejemplo perpetuo de lo que se deben estimar las riquezas del mundo, y una confusión perpetua en los que viven poseídos de su amor desordenado.

     Desde Génova, donde estuvo tres días, pasó a Niza, tardando en el viaje hasta 20 de noviembre, y desde allí, en 30 del dicho, entró en la Provenza; y luego que descubrió tierra de Francia tuvo otra visión admirable y terrible, y fue ver que llovían rayos que la abrasaban; lo cual se verificó en el año siguiente en las guerras civiles, que duraron hasta el año de 52.

     Entró en Aix, y al salir de la Estación del Santísimo Sacramento, en la puerta de la iglesia hizo una plática, parte en español y parte en italiano, de los misterios de la Santa Fe Católica y de la obediencia a la Silla de San Pedro, y de la necesidad de hacer penitencia y oración; asistió a ella Luis de Valois, Conde de Ales, Gobernador de la Provenza y General de la Caballería ligera de Francia, Caballero de la Sangre Real, el cual hizo particulares favores a Fray Francisco, ofreciendo labrarle un suntuoso templo a la Santa Cruz, deteniéndole consigo cuatro días y ofreciéndole el dinero que quisiese para guarnecerla de plata, de que el Siervo de Dios mostró los debidos agradecimientos, y aseguró que con las limosnas que le ofrecieron para guarnecer de plata su Cruz se pudieran guarnecer cuarenta cruces como ella.

     En estos cuatro días de su detención tuvo particular consuelo de las noticias que le daban de muchas personas que se reducían al gremio de la Iglesia; con que se resolvió a proseguir su exhortación en los lugares principales, conociendo que no bastaba su influencia si Dios quería que por aquel camino se hiciese su causa.

     El tiempo que estuvo en Aix fue hospedado en el palacio del dicho Sr. Conde de Ales, y en el mismo había estado a la ida de Roma, porque este señor mostró singularísima devoción con nuestro Hermano, y así hizo grande aprecio de su persona y se encomendó a sus oraciones con mucha fe, pidiéndole rogase a Dios por sí y por todos los de su familia y por las cosas pertenecientes a su Estado, y procuró hacer por Fray Francisco cuanto le fue posible, aunque poco se puede hacer con quien no quiere cosa alguna de este mundo; y así fue que le ofreció una gran cantidad de oro, pero nuestro Hermano sólo quiso tomar sobre sí la obligación de encomendarle a Dios como se lo había pedido, agradeciendo su piedad y caridad singular; y es de observar que nuestro Hermano hubo de reconocer que nacía de corazón recto, y así dio señas de más agradecido que con otros muchos, porque puso por memoria (sin duda para no olvidarse de encomendarles a Dios) los nombres de aquellos señores, como se hallan de su mano entre los demás papeles originales y está en esta forma:

     Monseñor Excelentísimo Luis de Valois, Conde de Ales, Coronel general de la Caballería de Francia, Lugarteniente general, por el Cristianísimo Rey de Francia, en su Real país de Provenza.

     Y la Ilustrísima Señora Condesa Lienrieta de Laquiche, su mujer.

      Y la Ilustrísima Señora Francisca María de Angulema, hija de los sobredichos Excelentísimos Señores”

     Entró en el Languedoc, en que también el Gobernador de ella, Duque de Luy, le recibió con mucha estimación, y con ella le miraban en todos aquellos lugares; y por esta razón excusó, lo más que le fue posible, entrar en los que había sido tratado agradablemente a la ida.

     Iba nuestro Peregrino por sus tránsitos previniéndose y alegrándose en la consideración de que, con la novedad de verle predicar la obediencia al Pontífice, sería maltratado en donde a la ida había sido ofendido e injuriado, y se persuadía de que, no desistiendo de esta determinación, tampoco habían de desistir los enemigos de la Iglesia de afligirle, y que entre su constante resolución y la pertinacia de los herejes, era forzoso que esto quebrase por su vida, con que sacrificada por la Fe conseguía la corona a que aspiraba; no por ver el fin dichoso de sus trabajos, ni el principio del premio, ni por toda la felicidad eterna, sino sólo por la honra de la Majestad de Dios, por dar ejemplo al prójimo y por mostrar al Señor que amaba que principalmente lo padecía porque le amaba. Por otra parte, se volvía a Dios y decía: -¡Señor: ya que soy un pobre hombre, ignorante y rudo, que en mí no hay elocuencia, ni fervor, ni sabiduría para traer almas a vuestro conocimiento, os sacrifico la sed que tengo de que ellas vengan a Vos; y ya que no tengo obras que ofreceros, admitid mis afectos!

     Con estas consideraciones se iba disponiendo el Siervo de Dios, y en habiendo ocasión proseguía en hacer sus pláticas; y se conoce bien la asistencia divina que tenía, pues no se puede dar número determinado a la muchedumbre de gente que en días de sus tránsitos por la Francia se redujo al gremio de la Iglesia.

     Como los milagros que obró Nuestro Señor por nuestro Hermano cuando pasó a Jerusalén los tenían aquellas provincias tan estimados y presentes y ahora le veían conseguido el dificultoso fin de su empresa que la Reina de los Ángeles les prometió en su gloriosa aparición, no les quedó duda de la certeza de ella, porque por medios humanos faltaba todo el dictamen de la naturaleza para poderle conseguir; y como ahora se les volvía a representar con aquella presencia venerable y penitente, con la misma Cruz sobre sus hombros, con los cabellos que le llegaban a la cintura, y con una predicación que enternecía las piedras, fue tanta la moción de todos géneros de estados, que le seguían por los campos de unos pueblos a otros, que a veces eran más de dos mil personas, dando gracias a la Majestad de Nuestro Dios y Señor de que sabe dar tal fortaleza y espíritu a los hombres para conseguir con tan costoso ejemplo una general reformación.

 

 

 

CAPÍTULO IV

 

De cómo prosigue su viaje y llega a Santiago de Galicia y visita el Santo Sepulcro del Apóstol, y le vuelve a proseguir hasta entrar en el convento de Valderas, en que tuvo fin su peregrinación, y del premio grande que Nuestro Señor le concedió por remate de ella.

 

 

     Desde quince de diciembre del dicho año que entró en el Languedoc, hasta diez y siete de enero del siguiente de cuarenta y seis que salió de Bayona, se detuvo en las pláticas y exhortaciones que iba haciendo; y en todo este tiempo, así las Religiones como las Catedrales estaban llenas de hombres y mujeres que frecuentaban el Santo Sacramento de la Penitencia; y cuando Fray Francisco pedía a Nuestro Señor ansiosamente fuese servido de hacerle instrumento de la conversión de una sola alma, le concedió que lo fuese de innumerables conversiones.

     Salió de la Francia e hizo alto, volviéndose a mirar aquella tierra, para cuyo beneficio parece que principalmente Nuestro Señor le sacó de su convento; y acordándose de las mercedes que en ella recibió de la Virgen Santísima, la dijo: -Señora, para volver a entrar en Francia tuve ardientísimos deseos de traer almas a la Iglesia y de padecer por vuestro Hijo y por ella hasta dar la vida; y en lugar de tribulaciones, he tenido los consuelos de ver las maravillas de la Santa Cruz; y pues viene de vuestra mano el tener tal compañía, con vuestra clemencia y su interposición fío que el Señor, que me concedió a los trabajos y a la conversión de las almas y al martirio tantos deseos, es tan fiel y liberal, que mirando a ser quién es, ya que me dio el afecto, ha de querer que logre el mérito.

     Prosiguiendo su viaje, entró en Fuenterrabía en 19 de enero del dicho año de 1646, donde parece que tomó el puerto de su patria: en ella fue muy bien recibido de los soldados de aquel presidio y de D. Baltasar de Rada, su Gobernador, haciendo muchas salvas a la Santa Cruz y celebrando el nombre español; y nuestro Peregrino, viendo que le hacían tantas demostraciones de honra y aplauso, se salió luego de Fuenterrabía huyendo su propia estimación, y siguió su camino por Vizcaya y Asturias, padeciendo intolerables fríos y continuas inclemencias del tiempo, por ser en lo más riguroso del invierno y por montañas llenas de nieve tan helada, que apenas tenía donde poner el pie en firme que no resbalase; pero los encendidos volcanes del amor de Dios, que tenía en su pecho se refundían a dar calor y casi vivificar el esqueleto de aquel venerable anciano, tan desfigurado con el dilatado padecer, que de viviente no se advertían más señas en él que el movimiento, para que se reconozcan mejor los trofeos de la Divina gracia, que alienta, adorna, mantiene y perfecciona la naturaleza. Alguna noche le fue forzoso quedarse en el campo, por faltarle día para llegar al pueblo, amparado de alguna quebradura de la tierra, expuesto, no sólo a los rigores del hielo, sino también a las fieras, de que hay tanta abundancia en las montañas de Asturias: caminaba en profunda oración y en continua presencia de Dios, con tales ayudas de costa, que sólo ellas podían hacer tolerable aquel trabajo.

     Decíanle en los lugares que adónde iba con tiempo tan riguroso y tantas incomodidades y una Cruz tan pesada a cuestas; que aguardase para ir a Santiago otro mejor; y él respondía: -Más padeció el Santo para darme ejemplo y para llegar adonde está rogando por mí; y así, rendirme a los temporales es desestimar su intercesión, que puede más que ellos. En fin, sobrepujadas todas las dificultades y sin que la salud le hiciese falta, a vista de todas ellas entró en la ciudad de Santiago en 10 de marzo del dicho año, y visitó el Santo Sepulcro, tomando al Santo Apóstol por especial Tutelar para que Nuestro Señor le perdonase sus culpas, estando hasta el día 13 en aquella Santa estación, en cuyo tiempo bien se dejan conocer los amorosos coloquios que tendría con el Santo, las humildes súplicas, los rendidos afectos, las fervorosas instancias, las bien admitidas peticiones, los ardientes deseos de su imitación, los propósitos bien ejecutados y las gracias con larga mano concedidas.

     Hechas sus devotas diligencias y habiendo tomado testimonio, su fecha en el dicho día 13, signado del Notario público constituido para estos casos y refrendado de tres Notarios, se volvió a poner en camino en la forma de su peregrinación para Castilla.

     Venía por él, en contemplación alta y encendida, fervorizándose cada instante más con las gracias que se le concedían, logrando sus fines a vista de tantos inconvenientes, cuando dentro de su alma oyó una voz que le dijo esta palabra: Unión; y aunque amorosa y regaladamente le sobresaltó, no dejó de imprimir alguna extrañeza en los sentidos; pero volviendo aquella voz a repetirle dentro de su alma diversas veces Unión, se dio por llamado y por entendido de ella; y trayendo a la memoria las lecciones que su Maestro de los grados de la perfección le había practicado, y lo que en los diferentes libros espirituales había leído, y principalmente lo que el Señor le daba a entender, se persuadió que aquella voz Unión, con que parecía que recibía su alma suavidad indecible y tan extraordinario deleite, que la regalaba y acariciaba, era bondad y misericordia de Dios, que con aquella voz le reprendía como dándole en rostro, diciendo: Mira lo que pierdes por no ser el que debes, para alentarle al premio si mejoraba de vida. Por otra parte, se acordaba de las misericordias recibidas del Señor, y no quisiera ponerla alguna duda, por no acusar su liberalidad y caer en ingratitud; pero en estas perplejidades parece tomó el medio de mejor proporción, que es sentir de Dios con la rectitud que se debe, y reconocer el óbice en sí para que no se llegasen a comunicar estas gracia; y de esta última proposición se hacía evidencias hablando consigo por el camino en las consideraciones siguientes:

     Yo conozco lo malo que soy, y esto es aun cuando no me llego a conocer, y lo que de mí conozco aun basta para confundirme y aborrecerme; pues si esta palabra Unión significa aquel lazo con que el alma se une con Dios, y éste se previene con la disposición de verdaderas ansias para llegarse a unir, habiendo sido las mías tan imperfectas, ¿cómo pueden aspirar a tanto bien?

     Si a esta felicidad se llega con una reformación universal de todas las imperfecciones naturales, y yo cada día soy peor ¿cómo la tengo de conseguir?

     Si la unión del alma con Dios se hace habiendo semejanza entre las cosas que se unen, y el amor enlaza los afectos, juntando en uno dos cosas diferentes que concuerdan en una calidad, ¿puede haber mayor distancia que la bondad y hermosura de Dios, y la malicia y fealdad de mis pecados?

     Si la verdadera unión consiste en tener la voluntad atada con la de Dios, y todo el bien que la proviene es de esta conformación, yo, que la he tenido tan divertida y empleada en tanto número de culpas, ¿seré un hombre sin discurso si imaginare que se hizo para mí esta dicha? ¿Yo he de juzgar posible en mí que mi espíritu, unido con Dios, se haga uno mismo con Él, por caridad y amor, y que haya participación entre los dos, y que mi alma en alguna manera se desnude de sí para vestirse de Dios, y que sea hermoseada y enriquecida por aquel instante con las perfecciones Divinas, como el diamante, que de algún modo se desnuda de lo grosero de tierra para vestirse los resplandores del Sol? ¿Cómo puede caber esto en juicio humano sino faltando el juicio humano?

     Con este humilde y casi celestial reconocimiento iba pasando su camino; y aunque todos los días tenía rebatos en el alma de esta voz, que dentro de ella le decía Unión, todos los días se valía de estas o semejantes consideraciones para apartar de sí el pensar bien de sí, hasta que habiendo entrado en Castilla, llegó al convento de Nuestra Señora del Socorro de la villa de Valderas, de su Orden, y el primero de esta Provincia, donde tuvo fin dichosísimo su peregrinación, por haber sido la promesa salir de esta Provincia de Castilla, con Cruz a cuestas, a las Sagradas estaciones de Jerusalén, Roma y Santiago de Galicia, hasta volver a ella, la cual se cumplió llegando a este convento, por ser de esta Provincia. Lo primero que hizo fue ir a visitar el Santísimo Sacramento, en cuya visita también se cumplió la formalidad de esta obediencia; y estando postrado delante de aquella Majestad Sacramentada, ofreciéndole los trabajos de su peregrinación, y de volverla a empezar de nuevo si fuera gusto suyo, y dándole gracias de tanta inmensidad de misericordias recibidas en ella, oyó una voz clara y distintamente dentro de su alma, teniendo luz de que era Divina locución, que dijo: - Si te dijeren que no estás unido, no te lo he dicho yo; fiel soy, confía en mí. Y juntamente tuvo conocimiento de que a su oración se le había concedido el grado de Unión. Con que, para nuestra enseñanza, no se puede pasar adelante sin hacer reparo que tenemos un Dios que así premia, y que a este devoto Siervo suyo le levantó al orden supremo, que en la tercera jerarquía del alma corresponde a los Serafines, que es la Unión por amor; a un grado que contiene intelectuales extensiones y recibos, donde se llega, más por el afecto que por el conocimiento, a los desposorios espirituales que celebra el alma con Dios; adonde en el hombre ya no vive el hombre, sino Cristo vive en él; adonde parece que se recobró lo que de la masa de Adán se desordenó por el pecado; y, últimamente, adonde de algún modo participa el cuerpo de las redundancias del espíritu, que le califican y ennoblecen de suerte que el espíritu es llevado de Dios, y el cuerpo del espíritu; de que se sigue, para nuestro ejemplo, que tenemos el mismo Señor, y que lo que hizo con los Santos hará con nosotros si hiciéremos lo que los Santos hicieron.

 

 

 

CAPÍTULO V

 

De cómo prosigue su viaje, pasa por Valladolid y entra en Madrid.

 

 

     Recibió nuestro Hermano Fray Francisco singular consuelo de hallarse en esta Provincia y de verse con los Religiosos sus hermanos. En este convento quiso quitarse el cabello, por estar cumplida ya aquella rigurosa penitencia que él se impuso, que fue otra Cruz aparte; pero el Padre Prior le impidió que se le quitara todo de una vez, porque con la destemplanza forzosa no se originase alguna dolencia, y así empezó a írsele quitando, y lo fue prosiguiendo poco a poco, hasta que en Madrid se acabó de regular al estilo común de su Religión.

     Aquella santa Comunidad, viendo que se quería volver a poner en camino, le hizo muchas instancias para que no viniese a pie, pues ya su promesa estaba cumplida; y no fue posible conseguirlo, afirmándose en que era muy del servicio de Nuestro Señor que en acción de gracias del buen suceso que había tenido prosiguiese su forma de peregrinación hasta entrar en Madrid y dar la obediencia a su Provincial; y que si el Señor le había concedido, sin méritos suyos, dar algún buen ejemplo en las tierras por donde había pasado, razón era el proseguirle también en Castilla; y así, ejecutando tan santa determinación, salió del convento de Valderas para Valladolid, y en aquellas 14 leguas que hay de distancia fue grande la edificación que iba causando en los lugares por donde pasaba, principalmente en Rioseco, donde si se accediera al deseo de los que le rogaban se detuviese en aquella ciudad, no saldría de ella en muchos días.

     Entró en Valladolid, y fue tanto el rumor de toda la Corte, que cuando llegó a su convento se llevaba tras de sí todos los que había encontrado en las calles. Sus Religiosos le detuvieron algunos días, y después de visitadas las Imágenes más frecuentadas en aquella ciudad, prosiguió su camino para Madrid, adonde, por carta del convento de Valladolid, se supo el día en que había de entrar, que fue a los principios de mayo del dicho año; el cual habiendo llegado, le salieron a recibir Fray Andrés de la Trinidad y Fray Gregorio de los Santos, Religiosos Carmelitas que le tenían particular afecto.

     Halláronle enfrente de las tapias de la Casa de Campo, sentado al pie de un árbol y en él arrimada la Santa Cruz. Alegráronse mucho de verse, y los Religiosos le dijeron que venían a acompañarle; Fray Francisco les dijo que el haberle hallado sentado no era por descansar ni por hacer hora; que él estaba allí en un negocio del servicio de Dios Nuestro Señor; que se volviesen al convento, que en él se verían; y que cuando no estuviera con tan precisa detención, no era bien entrar en Madrid acompañado, contra el estilo que había practicado en su viaje; con lo cual se volvieron los Religiosos y le dejaron.

     Estúvose allí hasta las diez y media de la mañana, y a esta hora llegó un hombre solo cerca de donde estaba, a orillas del río, y se empezó a pasear entre los árboles que tiene aquella ribera. Entonces el Siervo de Dios se levantó, y poniendo la Cruz sobre sus hombros se fue a él y le dijo:

     -Mucho me maravillo que un hombre de razón así dé lugar al demonio en su alma, queriendo matar a un inocente y llamándole a este puesto debajo de la confianza de amistad; la causa, señor, que os ha movido, no es cierta, y ese hombre que aguardáis no tiene culpa y viene llamado de su amigo, que sois vos, sin recelarse de la alevosía que se ha apoderado de vuestra alma; recibdle bien y haced penitencia de vuestro pecado.

     El hombre, viendo descubiertos los secretos de su corazón, con verdaderas demostraciones de dolor y arrepentimiento declaró a Fray Francisco que era verdad todo lo que le había dicho, pidiéndole que, pues por su medio se veía libre de tales lazos del demonio, le encomendase a Nuestro Señor.

     En el cual suceso quiso mostrar la Divina bondad que para casos de tanta importancia tomaba por instrumento a Francisco, declarándole por amigo a quien revelaba su providencia, y otorgándole el mérito como a causa eficaz de que se estorbase tan grave culpa, y de que se consiguiese el dolor de haberla consentido y de que se socorriese a un inocente de contado en la vida y en el alma conforme el estado en que se hallara.

     Conseguido suceso tan feliz entró en Madrid, siguiéndole aquel hombre entre la demás gente hasta su convento, donde declaró a algunos religiosos lo que había pasado. Visitó las milagrosas Imágenes de la Almudena, Soledad, Buen Suceso e Inclusa, y al pasar por la plazuela de la Villa, el que esto escribe le oyó decir en voz alta: Ensalzada sea la Santa Fe Católica; aplaquemos a Dios haciendo oración y penitencia.

     Llegó a la iglesia del Carmen a las doce del día, y después de hecha oración al Santísimo Sacramento entró a hacerla en la capilla de Nuestra Señora del Carmen, donde fue tanta la gente que había concurrido a verle, que fue menester cerrarle dentro de la capilla.

     Después de haber hecho oración y que multitud de la gente hizo calle para que pudiese subir a su convento, salió el Siervo de Dios con su Cruz a cuestas y fue a la celda del Padre Provincial, el Maestro Fray Diego Sánchez Sagrameña, donde le recibió estando presentes muchos Religiosos que entraron con él. Al punto que vio a su Prelado, arrimando la Cruz, se echó a sus pies, hechos sus ojos un mar de lágrimas, y dijo su culpa en voz alta con la formalidad que la dicen los Hermanos de la Vida Activa, pidiendo perdón y penitencia por sus muchas imperfecciones, y después le besó los pies y asimismo a los Religiosos que se hallaron presentes, con tan profunda humildad, que todos aquellos Padres acompañaron enternecidos al Siervo de Dios en las mismas demostraciones de sentimiento que él tenía.

      Después que se despidió la gente que había concurrido y que se cerró la iglesia, Fray Francisco se entró en ella en la capilla donde estaba Nuestro Señor Jesucristo con la Cruz a cuestas, y donde hoy permanece, que es la de Santa Elena y donde hizo sus primeros votos; y postrado delante de aquel Divino Señor, con encendidos afectos de su corazón dijo: -Aquí me tenéis, Señor, en vuestra presencia, confuso de vuestras obras y avergonzado de mis ingratitudes; yo soy aquel indigno Religioso a quien habéis hechos tantas mercedes y que me he aprovechado tan mal de todas ellas; yo soy el que llamasteis a la Religión para que obrase con ejemplo, y he obrado con escándalo; el que habiendo recibido vuestra Cruz para imitaros de alguna manera, he desautorizado vuestro nombre, procediendo a vista de ella como si estuviera dejado de vuestra mano; tanto, que si fuera posible tener el Sagrado Madero alguna ignominia y desdoro, fuera el haberle traído sobre mis hombros; pero Vos le santificasteis de suerte que aun no he bastado yo a causarle algún borrón. No permitáis, Señor, que lo que para todos es puerto para mí sea naufragio, y que me pierda yo donde tantos se salvan. No os acordéis de las conversiones que se han dejado de hacer, de las costumbres que no se han reformado, de los pecadores que no se han reducido ni de las culpas que no se han evitado sólo por no haberse visito en mí en esta peregrinación la modestia debida y la devoción necesaria; con que para aplacar vuestra justa indignación, no me queda otro recurso sino el de ampararme de la misma Cruz, aun contra las quejas que (con tanta razón) puede tener de mí la Santa Cruz, y valiéndome del Sagrado de su Ara, con este perdón de parte, esperar debajo de su protección vuestra clemencia; porque si está enseñada a que en ella se borren las culpas de todo el mundo, no extrañará que por ella se perdone a quien tiene más que todo el mundo.

CAPÍTULO VI

 

De algunos sucesos de Fray Francisco de la Cruz en Madrid.

 

 

     Después de haber ofrecido los referidos sentimientos, y los que su fervor le ocasionaba en presencia de aquel Señor con la Cruz a cuestas, acudió a seguir la Comunidad en el grado que le tocaba, ejecutando en todo la santa Obediencia y cumpliendo con sus ejercicios, con más penalidad en Madrid que en la Alberca, por ser más las ocupaciones que le embarazaban el tiempo.

     La Santa Cruz se puso en el Altar de la capilla de la Concepción mientras se colocaba en el Altar mayor, adonde asistía todo el día un Religioso tocando rosarios, cruces y medallas, satisfaciendo a la piadosa devoción de los fieles; que la tierra de Madrid es fértil para que prenda cualquier motivo de Religión y cualquiera devota novedad sea seguida.

     Colocóse en el Altar mayor el día de la Gloriosa Ascensión del Señor, que fue en 10 de mayo del dicho año, con gran festividad. Fray Francisco de la Cruz, con licencia del Prelado, trató luego de pedir limosnas para hacer guarnición de plata a la Santa Cruz para su adorno y defensa, porque sin ella algún piadoso y devoto desorden, por participar de su Reliquias, no la dividiese en partes.

     Diósele por compañero al Padre Fray Luis Muñoz, que fue hacerle un favor muy singular, por la verdadera amistad que se tenían; lo cual no careció de providencia, porque quiso Nuestro Señor hacerle testigo de vista de algunas maravillas que obró por su Siervo, que, junto con el afecto que siempre ha tenido a su memoria venerable, ha sido la parte principal para que este libro se pueda conseguir, debiéndose a su cuidado el recoger noticias de los Prelados y Confesores que tuvo, de los Religiosos que fueron sus compañeros en diferentes tiempos, de las Provincias  por donde hizo su peregrinación, y de la aplicación del que escribe este libro a su composición, que por las instancias del dicho Padre Fray Luis Muñoz, su Hermano, ha cargado sobre fuerzas débiles peso desproporcionado.

     El día siguiente a la colocación, al ir a decir Misa el Padre Fray Luis Muñoz, le salió Fray Francisco al encuentro y le dijo: -Pues va a tratar tan de cerca con el Divino Señor Sacramentado, dele muchas gracias, y a mí el parabién, de una gran merced que me ha hecho, y es que, como me ha visto ya sin Cruz, no quiere que esté sin ella, y me ha concedido el que se me hayan hechos dos roturas en entrambos lados; accidente que, no habiéndole sentido en todo el tiempo de la peregrinación, habiendo padecido tantas inclemencias, ahora ha sobrevenido en el descanso: sea bendito para siempre, que con tal misericordia de Padre me trata, para que yo no me olvide de quién es y de quién soy, pues viendo que con la Cruz que he traído he caminado muy poco en su servicio, me ha querido dar otra de su mano para que alargue el paso. El Padre Fray Luis Muñoz le dijo: -Que sería necesario prontamente hacer algún remedio. A que le respondió: -Que ya había hecho algunos reparos; pero que en cuanto a su curación, sólo en la sepultura se podía hallar. Con que cesó esta plática y se apartaron cada uno a cumplir con su obligación.

     Y lo que de aquí resulta es que, en el varón perfecto, si crece la enfermedad es para que no se haga soberbia la santidad; porque el Médico Divino toca el pulso al virtuoso, y le enferma o le sana conforme pulsa la virtud, la cual se perfecciona en la enfermedad con total seguridad del doliente, porque en manos de este Médico ninguno peligra.

     En Madrid fue grande la estimación que se hizo de Fray Francisco; porque como en todos los Estados fue tan general la devoción de esta Santa Cruz, pues, sobre ser instrumento de nuestra Redención, las circunstancias que concurrían en ella eran tales, que traían veneración aparte; y así, cuando se trataba de ella, siempre se hablaba de este Siervo de Dios y del ejemplo de su vida; con que todos deseaban comunicarle, y acudían a verle al convento las personas de más suposición de la Corte, así en sangre como en dignidades; lo cual le servía de intolerable molestia, y el remedio era (en cuanto los Prelados no le mandaban otra cosa), o estar retirado en oración, o asistir a los ministerios que como Hermano de Vida Activa le tocaban, o salir por las tardes luego a pedir su demanda para la guarnición de la Santa Cruz.  

     Entre otras personas que vinieron a verle fue un gran señor, y, por el obsequio debido a su persona, el Padre Provincial le salió a recibir y llevó a su celda, y envió a llamar a Fray Francisco con el P. Fray Luis Muñoz, que acertó a hallarse en aquella ocasión, al cual le dijeron que en el Coro le hallaría; con que fue a llamarle, y al entrar en el Coro vio al Siervo de Dios en oración, tan dentro de su espíritu, que, aunque le llamó, no hizo movimiento; y queriendo entrar a llamarle de más cerca, por dos veces que quiso entrar fue detenido con violencia sobrenatural, que no solamente le embarazaba los pasos, sino que le causaba un género indecible de reverencia y pavor; con que se resolvió a no intentar más el entrar en el Coro sin dar cuenta al Padre Provincial de aquel suceso extraordinario; y así, volvió a su celda y le refirió lo que le había sucedido, el cual le dijo: - Vuelva el P. Fray Luis al Coro, y diga a Fray Francisco que yo le mando con obediencia que luego venga. Volvió con aquel precepto, y al entrar en el Coro encontró a Fray Francisco, que venía hacia él y le dijo: -Vamos, P. Fray Luis, a obedecer lo que manda el Padre Provincial.

     ¡Rara fuerza de la obediencia!; que parece que quiere la Majestad de Dios que sus Siervos tengan puesto el oído más en la locución del Superior que en la suya, y que sea como desamparado, cara a cara, para ser vuelto a buscar con la compañía de esta virtud, y que parezca que hallan sus amigos más Dios en buscarle de esta manera que en tenerle de la otra; y que parezca, por decirlo todo de una vez, que compitiendo Dios y la obediencia del Prelado, de alguna manera (aunque todo es Dios) queda por Dios.

     Entró Fray Francisco en la celda del Padre Provincial, y aquel señor que le esperaba debía de ser muy cortesano, y también debió de juzgar que había de hallar una conversación discreta y pulida, como hombre que había peregrinado por tanta diversidad de gentes, costumbres y ritos, porque al verle mostró mucho agrado y le hizo particulares favores y ofrecimientos, encomendándose, y a su familia, en sus oraciones, aplaudiendo su constancia y fortaleza en haber conseguido tan glorioso empleo, poniendo al nombre español una corona de tantos realces, pues hasta él ninguna otra Nación del mundo había conseguido, ni aun intentado tan alta determinación.

     Nuestro Hermano estaba con notable ahogo y sobresalto, porque juzgaba que durar en oír sus aprecios era tentación conocida, tan fuerte como era conocido el riesgo; y, por otra parte, también advertía que faltar a lo que el Prelado le mandaba era peligroso; pero, poniéndose en manos de Nuestro Señor, se dejó caer a la parte de la razón, que le hacía mayor peso, que era no desamparar la presencia del Superior habiendo sido llamado; y así, después de haber oído todo lo que el señor le quiso decir, tomó esta forma, que fue no responderle palabra alguna a lo que le había dicho, e hincarse de rodillas y pedirle que por amor de Dios interpusiese su autoridad con el Padre Provincial para que le mandase ir a su ocupación y ejercicio, que era ya la hora en que hacía falta en la cocina. Con que el señor, admirado de aquel silencio y profundísima humildad, quiso condescender con su petición y súplica, y se lo pidió. El Padre Provincial lo mandó, y Fray Francisco de la Cruz se apartó de su presencia confuso y atribulado.  

 

 

CAPÍTULO VII

 

En que se prosigue esta materia de los sucesos de Fray Francisco de la Cruz en Madrid.

 

 

      Asistía nuestro Hermano con su compañero y amigo a pedir su demanda; y como el intento era tan religioso y el Religioso era tan bien recibido, fue mucha la copia de limosnas, así de los Consejos como de particulares. Halláronse un día junto a las casas del Marqués de Santa Cruz, que vivía al fin de la calle Leganitos, y dijo a Fray Luis Muñoz: -Aquí tengo un primo en servicio del Marqués, que es Pedro Díaz de Viezma (que después fue Guarda-Damas de la Reina); entremos a verle. Entraron, y hallaron aquella familia muy lastimada, con notable desconsuelo del dicho Pedro Díaz, y más de su mujer, porque un hijo que tenían llamado Eugenio, de edad de siete años, estaba en los últimos de la vida, desahuciado de los Médicos. Recibiéronle con el gusto de verle, mitigado de la ocasión en que le veían; dijéronle su pena, y Fray Francisco se llegó al sobrino y le dijo: -Yo fío en Dios que no morirá de esta enfermedad, y le puso las manos sobre la cabeza, y volviéndose a sus padres les dijo: -Demos gracias a Dios, que ha sido servido de dar salud a mi sobrino Eugenio.

     Despidiéronse por entonces, y de allí a dos días volvieron por aquella calle; entraron a ver al dicho Pedro Díaz de Viezma, y hallaron a su sobrino Eugenio bueno y levantado, jugando con otros muchachos. Lo mismo le sucedió en la calle de San Luis, entrando a ver a Pedro García del Águila, que Doña María Arias de Sandoval, su mujer, estaba en mucho riesgo de la vida de una grave enfermedad; y como eran muy devotos de Nuestra Señora del Carmen, y el nombre de Fray Francisco de la Cruz era tan célebre en toda la Corte, deseaba la enferma verle; con que hallándose en aquella casa entró a verla, y la enferma le pidió encarecidamente la encomendase a Dios; y se lo ofreció con las cualidades de modestia que se pueden creer de su humillación, y desde el mismo punto la faltó la calentura.

     No se puede dejar de hacer reparo, para dar satisfacción a algunos ingenios que no se aplican a atribuir estos sucesos a la intercesión de los Siervos de Dios, mientras quedan en los términos de la posibilidad de la naturaleza, los cuales no pueden negar que es Dios admirable en sus Santos, y que la gracia que les comunica de sanidad se ha de verificar de alguna manera; y si debemos sentir de Dios en bondad, ¿por qué a los que les concede otras prerrogativas les ha de negar ésta? Y hacer regla general en que siempre la naturaleza es la que se recobra, cuando el punto de la crisis es imperceptible, y nunca dar caso en que lo hace la Divina gracia, es dar a la incredulidad lo que se debe a la piedad.

     Prosiguiendo su demanda los dos compañeros, encargó el P. Prior al P. Fray Luis Muñoz que hiciese una diligencia, tocante a negocios del convento, en la calle de la Ballesta, en Casa de Doña Juana de Tovar, persona principal, natural de la ciudad de Toledo, a que acudieron lo primero aquella tarde, para proseguir después la demanda de su limosna. Entrando en el cuarto de la susodicha, dijo Fray Francisco de la Cruz: -La paz de Dios sea en esta casa. A que respondió Doña Juana de Tovar: -Vendrá en muy buena ocasión, porque bien la habemos menester. A que respondió Fray Francisco: -Si vuestra merced, de tres hijas que Dios la dado no tuviera puesta la afición desordenadamente en la menor de ellas, paz hubiera en esta casa. Estaban todas tres con su madre, y oyendo aquella respuesta tan verdadera de lo que les estaba sucediendo, se maravillaron en extremo, mirando con grande cuidado y atención a aquel Oráculo que les hablaba tan al alma. La madre preguntó al Padre Fray Luis Muñoz que quién era aquel Religioso que tanta noticia tenía de lo que pasaba en su casa y del amor particular que tenía a su hija Leocadia, y la dijo: -Que era el Hermano que había traído la Santa Cruz que estaba en el Altar mayor de la iglesia de su convento; y ella le respondió: -Muy dificultoso es que haya llegado a su noticia el modo de proceder que tengo con mis hijas; y me persuado a que es más aviso del Cielo para lo que debo hacer en adelante, que conocimiento de lo que hasta aquí he obrado; pero con este recuerdo yo espero en Dios que me ha de ayudar a tener paz, tratando sin diferencia a las que nacieron con la igualdad de hermanas.

     Mientras pasaba esto y que se trató del negocio que al Padre Fray Luis había encargado el Padre Prior, Fray Francisco de la Cruz estaba sentado enfrente de una Santa Verónica que estaba en la sala con particular adorno y reverencia, y de cuando en cuando arrojaba suspiros lastimosos que manifestaban la congoja de su corazón, hasta que aquellos sentimientos se declararon en hacerse arroyos de lágrimas, estando siempre mirando La Santísima Imagen, el Padre Fray Luis Muñoz dijo:- Vuestra mercedes no se maravillen, porque mi compañero es un Religioso muy espiritual; y como ha visitado los Santos Lugares de Jerusalén, trayendo a la memoria lo que en ellos pasó nuestro Redentor, Salvador y Maestro Jesucristo con la ocasión de tener delante esta su devota y Santa Imagen, no es de maravillar que se haya enternecido y contristado su corazón y encendido en tan amorosas y debidas demostraciones.

     Doña Juana de Tovar les dijo entonces: - “Pues han de saber vuestras Paternidades que esta Santa Imagen es la devoción de toda mi familia, y que sirvió algunos tiempos antes de venir a nuestro poder como de pala para coger basuras y de otros ministerios indecentes, hasta ir a para por un trasto desechado a un gallinero, de que aún duran hoy señales en el reverso de la tabla, que de industria no se han limpiado del todo para que se conserve la memoria de este caso maravilloso, y en ella nuestra devoción.”

     Y por ser digno de saberse, ha parecido referirle en suma, ofreciendo hacerlo por extenso en tratado aparte, dando en estampa la Efigie verdadera de esta Santísima Verónica, que no lo es la que se ve en la primera impresión, por cuya causa se ha quitado en ésta; y de las diligencias exquisitas hechas para averiguar la verdad, se hallará razón cabal al principio de este libro en la Prevención al lector. Fue, pues, el caso a la letra como se sigue:

     “En la iglesia parroquial de San Miguel de la ciudad de Toledo hubo un linaje con el apellido de Castros, y su última sucesora fue Ana de Castro, la cual en una ocasión llamó a una vecina suya, llamada María de Toro, a quien dijo: -Yo me hallo ciega y con ciento catorce años de edad, y por consiguiente, cercana a la muerte; pero sin hijos ni parientes; por lo cual, en señal de mi afecto y amistad que hemos profesado, te doy esta Santa Verónica: estímala en mucho, porque ha sido la devoción de todo mi linaje y por su medio ha obrado la Majestad de Dios Nuestro Señor muchos prodigios y milagros. Tomóla María de Toro agradecida; pero juzgó que todo lo que había dicho era vejez de su amiga, porque sólo vio una tabla sin señal de Imagen alguna, de que se originó el desestimarla y servirse de ella en los ministerios que quedan referidos, tan indignísimos del tesoro tan grande que en ella se ocultaba.

     A esta sazón vivía en aquella vecindad Doña Lucía de las Casas, la cual una vez, entre otras que María de Toro arrojaba basura con dicha tabla, reparó en que tenía marco, y concibió alguna especie de que en ella había habido alguna cosa de devoción, por lo cual se la pidió con intención de limpiarla y poner en ella alguna Imagen o estampa de su agrado; diósela la dicha María de Toro; y habiéndola tomado Doña Lucía y reparado con todo cuidado, tampoco descubrió por entonces cosa alguna, hasta que después, estando a la muerte María de Toro, hizo llamar a Doña Lucía y la dijo que moría con gran desconsuelo y escrúpulo porque su amiga Ana de Castro le había dado aquella tabla con singular recomendación, y que ella, no haciendo aprecio de lo que la dijo, la había empleado en ministerios bajísimos, y así que la mirasen con todo cuidado por su consuelo.

     Movida de la curiosidad Doña Lucía, empezó a raerla sutilmente con un cuchillo, y no descubriendo en la tabla Imagen alguna, la dio a una criada para que la fregase, lo cual hizo con lejía y un estropajo, poniendo en ella cuanta fuerza pudo; mas fue ociosa diligencia, porque tampoco se descubrió cosa alguna; movióse Doña Lucía  interiormente a ejecutarlo por sí misma, y echando otra lejía clara en una vasija limpia, con mucha devoción se puso de rodillas, y encomendándoselo a Dios proseguía restregando la tabla; mas al primer movimiento se descubrieron unos ojos como de verónica, de lo cual admirada Doña Lucía, arrojó aquel instrumento menos decente con que la limpiaba, y pidiendo agua clara y un lienzo blanco, prosiguió con su intento, el cual no le salió en vano, porque se fue descubriendo el Santísimo Rostro de Nuestro Señor Jesucristo de tal venustidad y devoción, que causa mucha en cualquier cristiano que la mira con toda atención.

     Lo más digno de ponderación es que la Imagen es de papel, sobrepuesta en la tabla, como hasta hoy día se conserva, del mismo modo que se descubrió en casa de Doña Juana de Tovar y de Doña María de Rivadeneyra, hija y nieta de dicha Doña Lucía, las cuales viven al presente en esta Corte”

     Dicho esto, se levantó Fray Francisco y la dijo: Vuestra merced tiene razón; y pues todo lo que ha dicho es cierto que pasó así, no se maraville que un cristiano, considerando estas indecencias, haya tenido estos afectos; y con esto se despidieron.

     De suerte que el Señor, para expeler el espíritu de discordia de sus criaturas, toma por medio a Fray Francisco y quiere darlas su paz, no como la da el mundo, por el conocimiento natural y ordinario, sino iluminando superiormente su entendimiento y poniendo en su boca palabras vivas y eficaces que penetren más que toda espada de dos cortes, para que se consiga un fin tan dichoso; y no es esto lo más, sino que quiso dar a su Siervo una ejecutoria de su mano, con señales visibles y evidentes de que la visita que hizo de los Santos Lugares de Jerusalén le fue agradable, pues ahora le pone delante de sus ojos y los asfixa dentro de su alma las indecencias que esta Imagen suya padeció, como quejándose a un amigo de sus improperios, para conseguir la compasión y el consuelo, que son influencias de la queja, dando a entender que se había hallado bien con los sentimientos de su Siervo en Jerusalén, y que ahora los echaba de menos, y que a la decencia con que era respetada su Imagen le faltaban estos fervores (que tenía por la mayor veneración) para estar de algún modo satisfecha, y que aquella puntual representación había sido dar a entender que aguardaba el holocausto que allí Fray Francisco le hacía de su corazón, en un fuego de afectos que ardía mas inundado en lágrimas, y que en ellas había anegado su enojo, para aceptación del sacrificio y premio del mismo corazón sacrificado.

 

 

 

CAPÍTULO VIII

 

De algunos sucesos de Madrid y de Toledo, y de cómo se puso la guarnición a la Santa Cruz y salió con ella para su convento de la Alberca.

 

 

     En el tiempo que estuvo en Madrid, mientras se ocupaba en su piadosa demanda, pidió licencia al Prelado cuatro veces para salir sin compañero al convento de Religiosos Descalzos de la Santísima Trinidad, a visitar al P. Fray Tomás de la Virgen, varón de rara perfección, que fue la estimación y respeto de la Corte y que padeció enfermedad que duró cuarenta años, los treinta y seis en la cama, por quien Nuestro Señor ha obrado casos maravillosos en vida y en muerte. Recibía a Fray Francisco el V. P. Fray Tomás con gran consuelo, y el día que iba a verle era por la tarde, y estaba toda ella con esta visita, sin querer admitir otra aunque fuese de personas privilegiadas. Los coloquios que entre tan grandes Siervos de Dios pasarían, nadie sabe los que fueron, y nadie puede ignorar los que debieron y pudieron ser; y todos debemos imitar los esfuerzos con que se alentarían a la perfección, y las gracias que darían de las mortificaciones que padecían sus cuerpos, poniéndolos en servidumbre, habiendo sido tan esclavos de la razón por tan diferentes caminos, hallando entrambos a Dios, uno peregrinando el mundo y otro desde la cama, haciendo el uno al lecho campo de batalla en continua lid, ganando trofeos del enemigo del género humano, y haciendo el otro las campañas de tantas provincias, descanso apacible a su meditación suave, siendo entrambos dechados de prudencia, de justicia, de fortaleza, de templanza y de todas la virtudes religiosas.

     Llegó el tiempo en que se acabó la guarnición de la Santa Cruz, deseado de nuestro Hermano, porque estaba muy violento en Madrid; pesó, por certificación del contraste, cincuenta marcos de plata y treinta reales más, precio que no se sabe apartar de la Cruz: del dinero de la limosna (que ni para recibirle ni para pagarle nunca entró en su poder) se dio satisfacción a Francisco Martínez, que fue el platero que la hizo, y sobraron doscientos ducados, los cuales, con licencia del Prelado, empleó en hacer una reja de hierro para un nicho que estaba en forma de entrada de capilla en la iglesia del convento del Carmen de la Alberca, donde se venera un Santo Cristo atado a la columna, con una Imagen de Nuestra Señora de la Soledad que sacan en la procesión de la Semana Santa.

     Después de guarnecida la Santa Cruz, se volvió a colocar en el Altar mayor y se le dedicó un día de festivo, con música y sermón, que le predicó el Padre Maestro Fray Celedonio de Agüero, sirviéndole de compañero nuestro Hermano. Concluida con grande aplauso y concurso esta festividad, trató de salir de Madrid para su convento de la Alberca, donde tenía su corazón.

      El Padre Fray Luis Muñoz, valiéndose de la amistad que se profesaban, le pidió, por satisfacer los piadosos deseos de su hermano D. Juan Muñoz, que un día fuera su convidado; Fray Francisco lo aceptó con licencia del Superior, y señaló el domingo primero, que fue el de Ramos. En este mismo día, que fue el del año de mil seiscientos y cuarenta y siete, paseándose por el claustro del Carmen con una persona que siempre ha tratado de estudios, acabada la ceremonia de la bendición de los ramos le habló Fray Francisco de la celebridad de aquel día con tan devotos sentimientos, con tanta diversidad de sentido, con tan altos conceptos y con tan propia significaciones, concluyendo la plática con decir que en los ramos de aquella procesión eran más los misterios que las hojas, que la persona con quien conversaba se persuadió a que, a fuerza de muchos estudios, era muy dificultoso alcanzar parte de lo que había oído, y casi imposible tanta diversidad de conceptos, con tanta propiedad de voces en quien no había estudiado facultad alguna; y así, que era ciencia sobrenatural y divina; y aunque tiene grave dificultad el querer asegurar ciencia insulsa, también la tiene el que sea adquirida, y es fuerza que haya una de las dos; y porque para entrambas hay razones y para entrambas las deja de haber, se queda a la discreción del que leyere esta VIDA el que elija lo que más fuerza le hiciere, con recomendación en igual grado a que no desampare la parte más piadosa; lo cierto es que pasó así, y el que lo oyó lo testifica y escribe.

     Llegó (como se ha dicho para este día) la hora del convite, y sentáronse a comer, y Fray Luis Muñoz, como Sacerdote, echó la bendición a la mesa en la forma ordinaria y más breve, y el Siervo de Dios dijo entonces: -Esta bendición comprende mucho, porque en los cuatro remates de la Cruz que se forma para la bendición se ha de entender que se bendice a las cuatro partes del mundo, y en ellas,  no sólo a todas las criaturas, sino también a los elementos y a todas las obras del Señor; y mi compañero claro está que con esta intención la habrá echado, conociendo que el Creador quiere ser bendito y glorificado por todas y en todas sus criaturas.

     La comida estaba prevenida con algún cuidado, aunque el Padre Fray Luis le había dicho a su hermano que el huésped no le gastaría mucho de ella; y así fue, porque Fray Francisco le dijo: -Que no le rogasen que comiese, que él comería todo lo que pudiese comer; y tomando unas migas de pan, las echó en el agua de unos espárragos, y después de estar muy mojadas las fue pasando poco a poco con grandísimo trabajo, que en aquel estado le puso la continuación de tantos años de ayunos; y después de mucho tiempo que tardó en comerlas, pidió agua y echó en ella un poco de vino, diciendo: -¡Que le hemos de hacer! ello por los nuevos achaques nos obliga a esto; -y el pasar la bebida también fue con excesivo trabajo, quedando todos lastimados de ver lo que le costaba el gozar de un alimento de aquel género, y reconociendo que no era mucho emplease la vida en aflicciones del cuerpo quien la sustentaba con pan de dolor; y aunque quisieran que se lograra la prevención, se rindieron a no molestarle con el presente desengañó, contentándose con tenerle en la mesa y oír sus consejos saludables.

     Acabada la comida con la acción de gracias, mostró el devoto Religioso los admirables tesoros que hay en ellas; pues si al bienhechor humano son debidas, ¿qué serán a Dios y en cosa que con la refacción cotidiana se vive para servirle más y agradarle más? Llegó el tiempo de volverse al convento, y D. Juan Muñoz y su mujer le pidieron con grandes instancias rogase a Nuestro Señor les diese hijos, si conviniese; él les prometió hacerlo, con aquel recato y humildad que acostumbraba; y después de despedidos, al salir a la calle dijo a Fray Luis: -Su hermano tendrá hijos, pero se morirán presto, y luego él los seguirá; y así sucedió.

     Antes de retirarse con la Santa Cruz a su convento de la Alberca pidió licencia a su Superior para ir a visitar un gran Santuario; y preguntándole adónde era, dijo: -Que en Toledo, en el cementerio donde se entierran los incurables del Hospital del Rey los ajusticiados; y se la dio y fue; y estando en el dicho cementerio, que está contiguo al convento del Carmen, le vio un Religioso de su Orden haciendo oración, y que la cabeza la tenía bañada de resplandor.

     Visitó la milagrosa Imagen de Nuestra Señora del Sagrario, y luego que volvió dispuso su partida, llevando la Santa Cruz en una caja de madera que hizo para el caso, y el cofrecito de reliquias que le dio en Roma la Santidad de Urbano VIII, y la reja de hierro referida, en un carro de la Mancha, en compañía del Padre Fray Juan de Camuñas, que entonces era estudiante y al presente es Prior del dicho convento de la Alberca.

     Despidióse de los Religiosos del de Madrid y de muchos devotos y bienhechores que tenía en la Corte, con general sentimiento de todos, y en particular de su amigo y compañero el Padre Fray Luis Muñoz, y al tiempo de partirse le llamó aparte y dijo: - Yo cumpliré la palabra que he dado de escribir a mi Padre Fray Luis todos los ordinarios; en el que le faltare carta mía, me haga caridad de acudir al Padre Prior y decirle que ya he ido a dar cuenta a Dios de mi mala vida, que bien puede hacerme los sufragios de la Religión; lo cual sucedió de la misma suerte que el santo Hermano dejó profetizado.

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO IX

 

 

De los sucesos del viaje; entrada en el convento de la Alberca y colocación permanente de la Santa Cruz.

 

 

     Partió Fray Francisco de la Cruz con el Padre Fray Juan de Camuñas al convento de Santa Ana de la villa de la Alberca (como queda referido) por el camino de Ocaña para Tembleque, y en él fue preciso pasar por la barca el río Tajo, y Nuestro Señor en todas ocasiones oía las voces de su Siervo. Sucedió que al sacar el carro de la barca estaba otro para entrar; el carretero era mozo y poco diestro en su oficio, y habiendo de tomar el camino derecho, torció a un lado y metió el carro a la lengua del agua, con peligro manifiesto (por la disposiciere el sitio) de ladearse al río; y haciendo esfuerzo con las mulas para arrancarle de aquel lugar, dos veces rompieron las cuerdas, con que todos entraron en turbación y desconfianza. Entonces nuestro Hermano, con gran paz y seguridad, dijo: -Otra vez se han de volver a poner las mulas, que Dios ha de ayudar y saldrá el carro. Volvieron a poner las mulas, atando las cuerdas rotas, y tiraron del carro, sacándole con tal velocidad como si otras tantas se hubieran añadido al tiro; con que todos los presentes lo atribuyeron a milagro; y el Padre Fray Juan de Camuñas, como testigo de vista, en algunos apuntamientos que remitió para este libro, reconoce este suceso por milagroso.

     Prosiguieron su viaje, yendo siempre Fray Francisco en tan profunda oración como si el que iba con él llevara en su compañía una estatua.

     Llegaron a la villa de la Alberca, y desde que entraron en ella, que conocieron a Fray Francisco, se convocaron los vecinos unos a otros a voces altas, dándose el parabién de su venida; de suerte que, cuando llegaron al convento, ya estaba todo el lugar con él, con una alegría tan universal como si a cada uno de lejas tierras le hubiera venido su padre; y así fue, porque él lo era de todos.

     Después de haber hecho oración al Santísimo Sacramento y visitado la devota Imagen de Nuestra Señora del Socorro, y que fue recibido en el convento, aquellos santos Religiosos no hubo demostración de gozo que no hiciesen; que también Nuestro Señor sabe dar consuelos exteriores a sus Siervos, para estimación de la virtud y santos recreos de los virtuosos y para que (haciendo treguas por algún tiempo sus amigos con alguna ejemplar diversión) vuelvan a las tareas espirituales con mayor fuerza.

     Dio la obediencia al P. Fray Juan de Herrera, su Prelado inmediato y maestro de espíritu, que por haber sido dos trienios continuos Prior de aquel convento lo era en esta ocasión, y a quien debió nuestro Hermano todo el estado de perfección a que Nuestro Señor había levantado su dichosa alma, y que al acierto de aquel viaje sagrado todo se debió a sus continuas instancias, que fueron el principal motivo de la Religión para conceder tan dificultosa licencia.

     Recibióle el Padre Prior con el contento de ver la fértil cosecha del grano que había sembrado; y como el grano era la palabra de Dios y había caído en tierra tan beneficiada, le concedió el Señor que viese, por efectos de su cultura, frutos centésimos.

     Después de haber cumplido con los piadosos afectos de sus compañeros y amigos, el P. Fray Juan de Herrera le retiró solo a su celda, para saber en qué estado se hallaba de conciencia en Dios: que como Religioso tan observante y perfecto, este era su principal cuidado, más que el saber las curiosas particularidades de tan larga peregrinación.

     Luego que entraron en la celda, Fray Francisco se le hincó de rodillas, y con suspiros ardientes, nacidos de lo íntimo de su corazón, le dijo: Padre, Maestro y Señor Mío: yo vuelvo a su dichosa escuela tan desaprovechado y lleno de imperfecciones, por la gran falta que me ha hecho su asistencia, que tengo por cierto ha menester conmigo volver a trabajar de nuevo; y pues el Señor ha querido poner mi alma en sus manos, y que con su doctrina tuviese algunos deseos de servirle, y ahora quiere que vuelva otra vez misma educación, bien conoce la necesidad que tengo de ella; y así, por lo que Vuestra Paternidad le desea agradar le suplico no me desampare, ni quiera que mi espíritu entre en tentación y tribulación, que él viene tan flaco por las muchas impresiones que le ha causado la falta de seguir mi religiosa Comunidad, que no podrá andar sino arrimado a las paredes; y pues sabe sus muchas enfermedades, por amor de Dios no le deje de socorrer con el arrimo del báculo de su enseñanza, para que no le pueda derribar su enemigo, y la fábrica que tanto le ha costado la vea venir al suelo por no acudir a tiempo con los reparos.

     El P. Fray Juan de Herrera, consolado y enternecido por aquel profundo ejemplo de humildad y de propio concepto que se debe tener, le abrazó, levantó y esforzó, y también reconoció su grado de oración para proseguir en adelante el estado en que se hallaba con la gracia del Espíritu Santo, y señalaron hora para tratar con la Comunidad de la colocación de la Santa Cruz y de las Reliquias que había traído.

     Hecha la conferencia, se resolvió que la Santa Cruz se colocase en el Altar mayor, debajo  del dosel en que hoy está, con grande reverencia y devoción, y adonde acuden los fieles a adorarla y a cumplir sus votos, no sólo de toda la Mancha, sino de partes más remotas. Y en cuanto al Relicario, que se pidiesen limosnas para formarle en habiendo ocasión.

     Para la colocación permanente de la Santa Cruz se dedicó un día festivo, y Fray Francisco dispuso el que viniese música de fuera de la villa, por no haberla en ella, ni en el convento, para tan grande festividad; con que se celebró la colocación con mucho concurso de gente de los lugares vecinos, que, con la novedad de la Fiesta y de la Santa Cruz y de ver a Fray Francisco, que de todos era muy respetado, se llenó todo aquel lugar de forasteros, y el día fue de universal regocijo y edificación.

     Nuestro Hermano, como era menester pedir de limosna los gastos de la Fiesta, también pidió para la comida de los músicos, que fueron seis; y por no dar más embarazo en el convento del que tenían con acudir a la solemnidad, que como era tan pobre cualquier cuidado más lo fuera,  respeto de ser tan limitado por esta razón el número de los Religiosos dispuso llevar la comida de los músicos a casa de José Nuñez, su bienhechor, con quien tenía particular amistad para que su mujer, Quiteria Nabasta, y la gente de su casa, cuidasen de la comida.

     Después del Sermón y de la Misa pasaron los músicos a comer y con ellos catorce personas más que había ido a ver la colocación; cuando la dicha Quiteria reconoció que venían a comer veinte personas, envió luego a llamar al siervo de Dios y le dijo: -Que la comida que había traído era para seis, y eran veinte los que venían a comer. El entonces la respondió: -Calle, hermana, que ya no es tiempo de más prevención; Dios es Padre y lo remediará; siéntese a comer. Dicho esto se fue, quedando aquellos sus devotos con sentimiento de que ya no era hora de poderse remediar tan notable falta.

     Los convidados se sentaron, y la comida se puso en la mesa, y mientras comían entraron otras muchas personas, aún más en número de las que estaban sentadas, y alcanzaban de la mesa igualmente con los que estaban en ella. Acabada la comida todos quedaron satisfechos, y sobró más comida que la que nuestro Hermano había llevado, que se repartió entre los vecinos de aquella casa; con que nuestro Señor suplió las faltas de su amigo, que puso en Él su confianza; la cual noticia remitió firmada al convento de Nuestra Señora del Carmen de Madrid, sabiendo que se trataba de escribir este libro, el Licenciado Diego Nuñez, Clérigo Presbítero, hijo de los dichos José Nuñez y Quiteria Nabasta, testigo de vista, para hacer deposición de lo referido, con juramento y en forma, él y la dicha su madre, con otras personas, que también se hallaron presentes, de la dicha villa de la Alberca, siempre que se trate de la veneración pública del cuerpo de Fray Francisco de la Cruz.

 

 

CAPÍTULO X

 

De cómo volvió a disponer su vida religiosa, y de sus afectos amorosos a la Santa Cruz.

 

 

     Con la enfermedad que le sobrevino al Siervo de Dios, y la  edad y los quebrantos, nacidos de sus penitencias y viajes, le iban desamparando las fuerzas y se le iba fortificando el espíritu. En orden a las penalidades de aquella conventualidad, en el grado de Hermano de Vida Activa, no sólo acudía a las obligaciones de su cargo, sino que quería hacer todo lo que tocaba a sus compañeros con las mismas puntualidades que cuando estaba en edad robusta; y porque el Superior le excusaba de algún trabajo, él no se daba por entendido y a todo asistía; y si le reprendía, decía que no tenía precepto en contrario, que si supiera que le desagradaba no lo hiciera, porque tenía la voluntad siempre pendiente en la suya.

     Era tanta la asistencia a la oración en el Coro, y en la iglesia y en otros sitios retirados, que no había menester celda, porque todo el tiempo que le dejaba la obligación conventual le gastaba en ellos, y el reparo que tomaba con el sueño era o en la sacristía o en la iglesia; y parecería esto exageración si no constara por el desapropio que hizo para morir, que él no declara más que los vestidos, como adelante se dirá.

     Sus penitencias y mortificaciones eran con mas exceso (si en servir y agradar a Nuestro Señor le puede haber), que antes que fuera a Jerusalén.

     De noche andaba por el convento con diferentes penitencias, y la principal era disciplinarse tan rigurosamente, con el reconocimiento de que castigaba a un enemigo, que corría sangre de su cuerpo de suerte que bañaba las paredes y el suelo; y aunque ponía todo su cuidado en lavar las señales que quedaban, nunca se podían encubrir del todo, y algunas veces el mismo encubrirlas lo declaraba.

     Volvióse a poner el cilicio de hierro; y como ya era menor la resistencia, era más vehemente el sentimiento; ¡qué mucho, si todo él estaba hecho una llaga!

     Entre los papeles escritos de su mano se hallaron unos que acaso guardó en el pecho y conservan hoy las manchas de la sangre; y lo que más se debe reparar es la grandeza del santo temor de Dios que tenía porque aun en aquel estado temía las desobediencias de la carne al freno de la razón, pues todo el intento de nuestro Siervo de Dios era tenerla puesta en servidumbre.

     Tanto era lo que se afligía y aniquilaba, que el Padre Fray Juan de Herrera, su Prelado y Maestro espiritual, le puso término, dándole tasa en los ejercicios y en la forma de ejecutarlos, con precepto formal de obediencia; con que viéndose por todas las partes cogidos los puertos, se declaró y le dijo: -Padre mío: yo he de obedecer lo que Vuestra Paternidad me mandare, como súbdito suyo de tantas maneras; pero ha de advertir que en los sentimientos que le tengo insinuados estoy certificado más de que ya tengo muy cerca la partida; y así, lo que no llevare  no lo he de hallar, y es justo que la prevención sea la más cumplida, porque no hay recurso de mejorarla; si en todos los lugares de este convento he estado cometiendo tantas y tan graves imperfecciones por tantos años, bien se me debe permitir que en todas procure tomar algún descuento para moderar de alguna manera el peso del cargo, que es tremenda la Majestad que le ha de hacer. Con que el Padre Prior, con el seguro conocimiento que tenía de su conciencia, ahora  más declarado, y por no desconsolarle, pareciéndole que fuera del convento, con el menos tiempo, sentiría menos la regla que le había dado de moderación, y por pactar también con los piadosos deseos que tenían los pueblos vecinos de ver en ellos a Fray Francisco por razón de las limosnas que la comarca hacía al convento, le mandó que saliese a San Clemente, Tembleque y otros lugares, a pedir limosnas, como de antes lo hacía, a que él se rindió con la total subordinación que siempre.

     Mientras estuvo en el convento todos sus amores eran con la Santa Cruz: ella era el objeto de sus tiernos coloquios, de sus afectos encendidos, de sus dulces pláticas, de sus continuas consideraciones y de todo el empleo de su alma; en ella ponía lo encendido de su pecho, lo fervoroso de su imaginación y lo firme de sus propósitos; a ella atribuía la dicha de su vocación y la gracia de su conservación; por ella se reconocía esclavo de la Santa Fe, partícipe de la Esperanza y capaz de la Caridad.

     Tanto se llegó a encender su corazón con las deudas que reconocía a la Santa Cruz, en la libertad de tantos riesgos que gozaba por su intercesión y en el remedio final que esperaba, siéndole protectora, que entre afectos y fervores e incendios de amor rompió su espíritu devoto y agradecido, contra la costumbre de toda la vida, desembozando una habilidad y propiedad ignorada de la misma naturaleza, con harmonía y consonancia puntual en el arte, con acentos y números dulces y sonoros a la Santa Cruz, en las octavas siguientes:

En Cruz Cristo murió crucificado

para que yo en mi Cruz su Cruz siguiese;

la Cruz le hizo glorioso, y yo Cruzado,

imitaré su Cruz, si en Cruz muriese;

dichosa es ya mi Cruz, pues la ha abrazado

su Cruz, para que yo su Cruz sintiese;

sigue la Cruz, que en Cruz que es tan suave,

llevar la Cruz con Cruz no se hace grave.

 

Ya no pesa la Cruz, que es Cruz ligera,

después que en Cruz se levantó el más Justo;

abrázate a la Cruz, y  considera

que no pesa la Cruz sino al injusto;

el premio de la Cruz en Cruz espera,

si con su Cruz tu Cruz llevas con gusto;

pues después que en la Cruz venció al pecado,

el yugo de la Cruz ya no es pesado.

 

El que sin esta Cruz llegar se atreve

al Triunfo de la Cruz, ciego camina,

que es Estrella la Cruz que al alma mueve,

y siguiendo esta Cruz, va peregrina

tu Cruz, porque el camino es breve;

merece con la Fe su Cruz Divina,

que el premio que por Cruz se da al cristiano

si se ciñe, a la Cruz tiene en la mano.

 

No temas con la Cruz, tu pecho inflama;

camina al Cielo en Cruz, corre la posta;

no pierdas la ocasión, la Cruz te llama,

aunque es la senda de la Cruz angosta;

goza los bienes que la Cruz derrama,

ganados en la Cruz con tanta costa;

que viéndote con Cruz Dios en su gloria,

no tendrá de su Cruz tanta memoria.

 

    

 

De esta suerte se desahogaba aquel espíritu, rebosando llamaradas celestiales, centellas del ardor en que se abrasaba y no se consumía, calidades del fuego divino; y si se desahogaba, era para volverse a llenar; que donde el Señor elige apacible morada no hace su asistencia pausas, antes sucesivamente iluminada, adorna, arde y quema, para no aniquilar, y desahoga, parar estar dando más, y aun más, que no tiene término ni tasa, porque  no se mide con el que recibe, sino es con el que da, que para que el lleno sea más cumplido se da a sí, y consigo toda la inmensidad de tesoros que goza en sus Alcázares Soberanos.

 

 

 

CAPÍTULO XI

 

De las maravillas con que Nuestro Señor dio a

entender el nuevo grado de perfección a que había sublimado a su Siervo.

 

 

     En ejecución de lo que el P. Fray Juan de Herrera, Prior y Padre espiritual de nuestro Hermano, le había mandado, salió a pedir limosna para el convento por los lugares de la Mancha, donde la solía pedir antes que partiese a su peregrinación; y si había sido en todos querido y respetado, ahora lo era mucho más, por la santidad que siempre reverenciaban en él, por las aclamaciones que en toda aquella tierra hacían a la Santa Cruz, y por haber conseguido un fin tan sin ejemplar.

     Llegó a Tembleque, y después de haber tratado con la justicia y el Cura que se erigiese un Altar con título de Nuestra Señora de la Fe, yendo pidiendo su limosna por las casas entró en la de María Díaz y detúvose a hablar en el portal de ella con Alvaro López, su yerno, a tiempo que salía la susodicha a arrojar en la calle una pájara, que en la Mancha llaman churra y es al modo de una perdiz, aunque algo mayor. Fray Francisco la dijo: -María Díaz, ¿dónde va con este animalito  de Dios? Y ella le respondió: -Voy a arrojarla en la calle, porque saltó del corredor y se quebró un ala hará diez días, y debajo de ella se le ha hecho una postema, y la materia se ha corrompido de suerte que ofende lo excesivo del mal olor; y así, pues no tiene remedio, la voy a echar a la calle. El siervo de Dios, compadecido, la tomó en las manos y vio que el tumor era mayor que una nuez, y que se la había caído toda la pluma de aquel lado y mucha parte del otro; y con aquella ternura compasiva que sabe Dios dar a sus amigos, la humedeció con la boca el ala quebrada y toda la parte enferma. Entonces se suspendió, como con un género de desmayo, entorpeciendo o casi muertos los sentidos exteriormente, quedando sin movimiento natural, y al mismo tiempo se soltó la pájara de entre sus manos, saltando por todo el portal de la casa. María Díaz y Alvaro López, su yerno, con una novedad tan rara, acudieron a levantar el ave del suelo y la hallaron soldada el ala, sin tumor ni parte alguna enferma, y toda cubierta de pelo nuevo. Fray Francisco, después que estuvo así por breve espacio de tiempo, recobrado de aquel enajenamiento, recelando su modestia algún género de aclamación en los testigos de vista de un suceso tan extraordinario, diciendo tres veces Jesús, se echó la capilla sobre la cara y se fue con pasos apresurados hasta salir luego del lugar, quedando los susodichos aclamando aquella maravilla de Dios en su Siervo por todo él, con admiración general, los cuales aquel mismo año (después de muerto Fray Francisco), juntamente con la hija de la dicha María Díaz, mujer del dicho Alvaro López, se vinieron a vivir a Madrid, a una casa de arco que está a las espaldas de las Monjas del Sacramento, que llaman del Duque de Uceda, trayendo consigo la misma pájara, donde fueron a verla, con la noticia que había del suceso, muchos Religiosos Carmelitas.

     Pide este suceso volver con alguna brevedad a la controversia que se trató en el capítulo séptimo, sobre si la salud que está en la posibilidad de la naturaleza se recobra por ella, pues en este caso y en los referidos influyen los méritos de un mismo sujeto por cuya virtud se obran; y de la propia suerte que no es poderosa la naturaleza a soldar lo roto de una ala ni a supurar de repente una postema, a reintegrar unas partes corrompidas ni a volver a cubrir un ave de pelo negro, de la misma forma es incapaz a suspender unos términos embarazando lo sucesivo, haciendo sanidad la enfermedad; con que siempre se debe acudir a la intercesión de los Siervos de Dios, pues es tan poderosa.

     Era tan devota de nuestro Hermano la dicha María Díaz, que sobraba este suceso para confirmar su crédito; la cual, para haber de venir a Madrid a vivir de asiento, hizo copiar el cuadro de los Misterios de nuestra Santa Fe Católica, que él formó por ilustración Divina, que estaba colocado en la iglesia de Tembleque, para tener consigo estas religiosas prendas suyas; el cual después sirvió de cumplir la promesa de una sanidad no esperada, como en su ocasión se dirá.

     Volvió al convento Fray Francisco a comunicar con su Prelado y Maestro lo sucedido; que no hay quien tanto tema el acierto como quien desea acertar en todo.

     Ofreciósele al Fray Juan de Herrera ir a Villar de la Encina, que es cerca del convento, y llevóse consigo a Fray Francisco para dejarle allí pidiendo sus ordinarias limosnas.

     Los coloquios que por el camino llevarían, bien se dejan entender de varones tan espirituales y mortificados; y aunque iban a pie, se engañaría el cansancio con las preguntas de Discípulo tan obediente y que estaba siempre deseando aprovechar más, y de Maestro tan discreto y fervoroso.

     Iban por el pinar en estas pláticas, esforzando los ardores de sus pechos en la reverencia, adoración y amor de un Señor tan sumamente misericordioso y remunerador, cuando nuestro Hermano, diciendo en un suspiro vehemente: ¡Ay Dios! se levantó tanto del suelo, que llegó con la cabeza a tocar en las ramas de aquellos altos pinos, quedando tan firme en el aire como si le sirviera de estribo.

     El P. Fray Juan de Herrera, como hombre experimentado en las doctrinas místicas y espirituales, reconociendo que aquel rapto se podía causar de dos maneras, y por si era con violencia de los demonios, queriendo maltratar aquel perfecto Religioso como otras muchas veces lo habían hecho, los conjuró de parte del Omnipotente Dios para que se le volviesen a su lado sin lesión alguna; y viendo que esta diligencia no surtía efecto, reconoció que aquella era subida del alma a Dios, que, llevada de una apacible violencia de fervorosa contemplación, se había engolfado, inflamado el corazón en los arrobos de ardentísimos afectos intelectuales, y arrebatada en la llama del Divino Amor se había convertido tanto en él, que todo lo que era antes lo había dejado de ser, perdiendo el sentir y el querer y todo modo natural, y como abrasada mariposa revoleteaba en el fuego divino sin poderse apartar de él; con que reconocida la causa, mandó al Siervo de Dios, con Obediencia, que volviese a proseguir su viaje, a que luego obedeció, recobrado de aquel éxtasis, y se puso al lado de su Maestro.

     Aunque entendió el P. Fray Juan de Herrera muy bien la verdad de este arrobamiento, y no ignoraba del modo que se podía haber causado;  pero como son tantos los caminos de Dios, para la perfecta dirección de esta alma mandó a Fray Francisco como Prelado y Confesor le dijese lo que en este suceso había sentido, el cual respondió:

     -Fue tal la novedad repentina que me sobresaltó, estando con vivos afectos de unirme con Dios, que me pareció que tan totalmente había perdido todo mi ser, que aun quedaba en menos que irracional; cuanto va de diferencia en considerar el ser de alguna manera a un género de privación del mismo ser, que es estar reducido a nada, hallándose mi alma en el principio, que es del que puedo decir algo, con un acto intenso de un amor devoto, traspasados los sentidos, a semejanza de un rayo encendido que se desvanece presto; con que dejando de obrar ellos fue mi alma levantada a cosas sobrenaturales y divinas, que como no se pueden comprender no se pueden explicar.

     Fray Juan de Herrera, habiendo reconocido la inmensa bondad de Dios en los bienes invisibles que tiene preparados a los que le aman, se volvió a él con una agradecida y afectuosa aclamación diciendo:

     -Seas bendito, Señor, para siempre, y por todas las eternidades te aplaudan y engrandezcan todos los Coros celestiales, que con tan larga mano premias a este amigo fiel tuyo, levantándole a Ti, no por la grandeza de la admiración de lo que Tú eres, como sueles a otras alma puras, ni por la grandeza del contento, como suelen ser llevados a Ti otros escogidos tuyos, sino por la grandeza de la devoción, medio el más superior y privilegiado para que el alma de este Siervo tuyo, herida de tus ardores, que eres Sol divino, haga un trueque y mudanza contigo, y esto por el camino más excelente, saliendo de lo grosero de su natural a lo perfectísimo del tuyo, quedando mientras más sublimada más humilde.

     Con que volviéndose a Fray Francisco, le dijo:

     -Demos gracia a nuestro Señor de todas sus misericordias y maravillas.

     En ellas les cogió el remate de aquella breve jornada, y entraron en Villar de la Encina.

 

 

 

CAPÍTULO XII

 

De un favor particular que recibió de mano de la Reina de los Angeles, y de lo que sucedió en la fundación de un Altar, con título de Nuestra Señora de la Fe, en Tembleque.

 

 

     El Padre Prior ajustó el negocio a que había ido, y dejando a Fray Francisco a pedir su demanda, así para las ordinarias limosnas como para la formación del Relicario, se volvió al convento; el Siervo de Dios la pidió y remitió, y resolvió volver a Tembleque, adonde había dejado dispuesto el levantar un Altar con título de Nuestra Señora de la Fe. Para que tuviese efecto y hacer este servicio a la Reina de los Angeles, salió con este justo deseo, después de haber caminado (siempre a pie, en este y en todos los demás viajes que hacía para pedir limosnas), y entró en consideración de lo poco que hacemos en servicio de la Virgen Santísima y de la mucha obligación que tenemos para amarla, reverenciarla y servirla; y que no cumpliendo con lo que debemos, es tan piadosa esta Soberana Señora, que se conduele de nuestras aflicciones y necesidades, y por su intercesión nos vemos libre de los peligros visibles e invisibles que nos cercan.

     Cuando las almas están puestas en Dios Nuestro Señor, como la de nuestro Hermano, no saben encenderse poco en sentimientos sobrenaturales y divinos, antes toman vuelos de tanta altura, que luego se hallan a las puertas de lo que desean.

     No le desagradó a la Santísima Madre de Dios la consideración de este devoto Siervo suyo, porque estando discurriendo con estos motivos, se le apareció, cercada toda de resplandores, con una corona de rosas en la mano, y le habló de esta manera: -Ten ánimo, hijo Francisco, que vencidas algunas dificultades que te faltan, te dará por premio mi Hijo precioso esta corona. Dicho esto se desapareció, quedando el agradecido Religioso bañado en una dulzura celestial, prosiguiendo en los agradecimientos y deudas que se deben tener a una Señora que sabe hacer estos favores, fortalecido su corazón para amarla más y servirla más, creyendo (como es verdad) que nunca puede estar servida ni amada con la dignidad que merece.

     Prosiguió su viaje con tan singular merced hasta volver a entrar en Tembleque; y aunque se hizo alguna violencia por el caso que se refirió, pudo más el deseo de servir a la Virgen, dejando a su cuenta el que el suceso pasado no le fuese causa de alguna imperfección, porque en su servicio se allanan todos los caminos.

     Debe advertirse que en este y en todos los lugares en que entraba Fray Francisco, ya fuese a pedir limosna, ya a las fundaciones que hizo de las Vías Sacras, ya a erigir los Altares de la Santa Fe Católica y de Nuestra Señora de la Fe, lo primero que hacía era dar obediencia al Cura y Alcalde, como superiores de los pueblos, cada uno en lo que le tocaba; con que hacía un acto heroico de esta virtud y también ganaba la pía afección de las personas que había menester para conseguir sus religiosos intentos; que lo que consiste en modo humano, quiere buen modo.

     En Tembleque volvieron a estimar en mucho su venida, y luego trataron de dedicar una Imagen de Nuestra Señora y levantarla Altar con el Título de la Fe, aplaudiendo su pensamiento con los debidos reconocimientos de que quisiese hacer tanto bien a aquel pueblo y que su asistencia en él fuese tan repetida.

      Fray Francisco, para celebrar más solemnemente esta fiesta, acordó con el Alcalde y el Cura que se hiciese una procesión y en ella fuesen doce doncellas de pequeña edad con luces en las manos; ellos, reconociendo el lugar, hicieron nómina de las que había para poder ir en la procesión, y hallaron que de aquella edad e igualdad que se pretendía no había más que once niñas para el caso, y dijéronle que con aquellas niñas se podía disponer, que no era bien buscar en otro lugar la que faltaba, pues no había más. El Siervo de Dios les dijo: -Mire bien si hay otra, porque la procesión se haga con el número de doce, para que en él se comprendan todas las doncellas del mundo, y que se entienda que éstas, por todas, prestan culto y rendimiento a la Reina de los Ángeles, que en este se dará por bien servida. Entonces dijo el Alcalde: -En las que hemos referido falta una, que es la hija del barbero; pero ha mucho tiempo que está en la cama tullida de pies y manos, y así no la nombramos, porque no puede asistir. A lo cual dijo nuestro Hermano: -Callen, señores; que para efecto de que la Madre de Dios sea servida y reverenciada, no hay impedimentos que basten, porque todos se desvanecen;  y así, yo voy por ella.

     Dicho esto los dejó y fue en casa del barbero y preguntó por la doncella que estaba en la cama y encargó a sus padres que se la compusiesen luego, que había de ir en la procesión de Nuestra Señora de la Fe. Los padres (aunque era grande el concepto que tenían de la santidad del Religioso) dijeron que era imposible, que estaba tullida de pies y manos, y le llevaron adonde estaba para que la viese; él, habiéndola visto, dijo a sus padres: -La niña esta buena, y así no hay sino adornarla y llevarla a la iglesia cuando se haga la procesión. Y con esto les dejó y la niña se incorporó en la cama: y admirados los padres de aquella demostración, reconocieron la sanidad de su hija y la vistieron y compusieron, y asistió a la procesión con su vela encendida como las demás.

     Llegó el día de la colocación de la Virgen de la Fe en el Altar que para este fin se había erigido, y se hizo la procesión con toda la solemnidad que pudo tener la disposición de aquella villa, aclamando todos y engrandeciendo las obras de Dios en su Siervo, y con mucha razón, porque Tembleque fue teatro de muchas maravillas que obró para declarar la santidad de nuestro Hermano; y asistiendo las doce doncellas muy vistosamente adornadas, con sus velas encendidas, se llevó el aplauso de todos la niña tullida, que viéndola en la procesión con entera salud hizo a todo el pueblo testigo de tan indubitable milagro.

     Después de acabada la procesión y que todos se fueron a sus casas, Fray Francisco se quedó en la iglesia, y postrado de rodillas, devotamente delante de Nuestra Señora de la Fe, la habló de esta manera:

     -Señora, dadme gracia para que os sepa dar gracias de que estáis haciendo conmigo una misericordia que yo la ejecuto y no la entiendo. Vos me permitís que os ponga nombre, y siendo el de la Fe el primero y el que os conviene más, le habéis tenido como escondido para que nadie le halle sino es yo. ¿Cuándo he merecido esta dicha? ¿Tan gran tesoro se guarda para tan  gran pecador? Profundidad es de los secretos de vuestro Hijo. ¿Cómo puedo dejar de admirarme el que reverenciándose tantas Imágenes vuestras con el nombre de la Esperanza y con el de la Caridad, se haya omitido la virtud por la cual fuisteis beatificada de Santa Isabel, que es la Fe? Si Vos sois la puerta por donde entramos a los grados de vuestro Hijo Dios y cuando recibimos la Fe es cuando entramos, por vuestra intercesión entramos; luego siempre ha sido éste el debido nombre vuestro (aunque hasta ahora no se haya declarado). Y pues habéis concedido tal privilegio a tan indigno esclavo vuestro y de la Santa Fe, concededme también que mis culpas no rompan las dichosas cadenas en que habéis puesto.

 

 

 

CAPÍTULO XIII

 

Del viaje que hizo a Quero con luz celestial, y de los sucesos del camino.

    

 

     Para el ejercicio de la oración en nuestro Hermano no había distinción de lugares, porque en todos, y a todas horas, siempre estaba en ella.

     Después de haber concluido la celebridad de Nuestra Señora de la Fe en Tembleque, fue alumbrando su entendimiento con claridad superior de que convenía ir a la Villa de Quero a proseguir en su demanda; y los hombres espirituales, en llegando a conocer que es la voluntad de Dios que se empleen en alguna obra de su servicio, luego arrebatadamente lo ejecutan; y así fue en Fray Francisco, porque sin dilación alguna se puso en camino para la Villa de Quero, cuatro leguas distante de Tembleque, donde se hallaba. Parecióle entrar en un lugar cerca de entrambos a pedir limosna; entró en él y fue muy bien admitido de la justicia, y le dieron un hombre para que le acompañase, el cual le enseñaba las casas en que más frecuentemente se solía repartir. Pasando por una, que era de las mejores, dijo el hombre: -En esta no hay que entrar, porque no se da limosna en ella; a que respondió el Siervo de Dios: -Aunque no se dé, no es bien que quede por mí el pedirla, porque no quede por mí de alguna manera el darla.

     Entraron, pues, y fueron muy mal recibidos, y en lugar de la limosna, les dieron una reprensión, fundada en querer desvanecer la virtud religiosa con los malos pretextos de ociosidad e hipocresía, aplaudiendo sólo la cultura de los campos y las manufacturas, como si en su línea cada cosa no tuviera su perfección, con la diferencia de los fines, porque la una espira con lo caduco del cuerpo (mirándola materialmente), y la otra reina con lo eterno del espíritu.

     Con gran paz recibió nuestro Hermano la mal fundada doctrina, diciendo al dueño de la casa: -Cierto, señor, que vuestra merced aborrece una virtud muy hermosa y muy barata, porque con ella se agrada a Dios y se gana la victoria del Cielo sin sangre; y si considera qué es lo que da, a quién lo da, y por quién lo da, hallará que lo que da es un poco de aire, y que con él se satisface a un necesitado; que aunque no se haga por Dios, es deuda de la naturaleza; y haciéndose, queda obligado y agradecido aquel Señor, que es el que nos ha de juzgar, y atemoriza saber de fe que en aquel juicio tremendo por ella se nos ha de hacer el cargo y el descargo. A que el hombre, furioso, colérico y desbaratado, le dijo: -Vaya con Dios, o haré que le echen los perros para que sea más apresuradamente. Entonces se apartaron porque no prosiguiese en aquel furiosos atrevimiento, y Fray Francisco fue pidiendo a Nuestro Señor diese algún rayo de su divina misericordia a aquel corazón de piedra.

     Apenas habían vuelto la calle cuando aquel mismo hombre fue corriendo en su seguimiento, llamándoles a voces que volviesen a su casa por amor de Dios; Y así volvieron, y con muchos afectos y lágrimas dijo a Fray Francisco: -Que no sólo le quería dar limosna, sino que toda cuanto había en su casa era suyo; que las palabras que le había dicho le habían atravesado el corazón. El Siervo de Dios le consoló y exhortó a penitencia, y a que no diese lugar al demonio por un camino tan sin disculpa, pues es Dios tan bien contento, que admite cualquier limosna, sin que deje de tener su aprecio por corta, y al que no la pueda dar admite el deseo, sin que le falte el mérito. El hombre le dio una copiosa limosna y prometió que a ninguna persona que llegase a su puerta a pedirla se la negaría, y que le daba palabra de hacer en su casa un hospicio donde se recogiesen los pobres pasajeros que se quisiesen detener en aquel lugar, y así lo ejecutó por todo el tiempo de su vida.

     En este mismo lugar, entrando en otra casa, prosiguiendo su demanda, se la dio el dueño de ella, y él le apartó a un lado y le dijo: -Que pues tenía tan buen medianero con Dios como era su corazón, inclinado a misericordia, que no embarazase por tanto tiempo la que Nuestro Señor le había de hacer a él si frecuentara los Santos Sacramentos; que ya era tiempo de volver sobre sí. El hombre le respondió: -Padre mío, catorce años ha que no me confieso; y pues Dios ha sido servido de enviarme este llamamiento, yo le ofrezco que he de responder a él con verdadera penitencia.

     Salió de aquel lugar, prosiguiendo su camino a la Villa de Quero, dejando en él cogida tan fértil cosecha espiritual. Al llegar a la dicha Villa (que es del Priorato de San Juan), en un corral de una casa que salía al camino que servía de aprisco de ovejas, unos pastores que las querían ordeñar arrojaron al campo unos pedernales que hallaron en el corral a tiempo que pasaba Fray Francisco de la Cruz, el cual iba en su continua oración, y tropezando en uno de los pedernales reparó en él y lo alzó, y mirándole con atención, vio en un llano que hacia el pedernal esculpida una Imagen de la Concepción, por modo de natural, con tres ángeles que cercaban la parte inferior. Admirado el devoto Hermano de un prodigio como éste, preguntó a los pastores: -Que para qué arrojaban aquellos pedernales del aprisco; y le dijeron: -Que unos muchachos de aquella casa, para igualar el peso de unas cargas de leña, habían puestos aquellos pedernales, y porque allí no era menester los arrojaron al campo. Entonces les dijo el Siervo de Dios, enseñándoles la Santa Imagen: -Pues miren y adoren la que han apartado de sí, y den muchas gracias a Nuestro Señor de vivir en tierra que fue servido de elegir para que en ella apareciese esta Imagen de su Madre Santísima. Los pastores reverenciaron aquella representación de la Virgen Señora Nuestra; y nuestro Hermano pidió su limosna y se volvió a la Alberca, donde halló que el Relicario que se había hecho en San Clemente ya se le habían traído para colocar las Santas Reliquias, en el cual puso todas las que había traído de Roma, el Lignum Crucis que le dieron en Nápoles y este pedernal con la Efigie de Nuestra Señora de la Concepción, como se ha referido, y asimismo una carta original de Santa Teresa de Jesús, que fueron las prendas preciosas de que se compuso aquel Santo Relicario, que se colocó en la Iglesia al lado de la Epístola enfrente del Púlpito, con celebridad y devoción, donde se pone altar portátil y se dicen Misas en algunos tiempos del año.

     El suceso de la aparición de esta devota Imagen de la Concepción en aquel pedernal, y su colocación, entre los apuntamientos que escribió el Padre Fray Juan de Herrera para las Honras que se hicieron en Madrid a Fray Francisco de la Cruz, fue uno éste; y también escribe de esta aparición, más latamente, el Padre Fray Pablo Carrasco en el libro de la fundación del Convento del Carmen de Santa Ana de la Alberca, que aun no se ha dado a la estampa.

     La devoción de esta Santa Imagen se fue extendiendo, no sólo por aquella Comarca, sino por toda la Mancha; y Nuestro Señor ha obrado muchas maravillas por ella, y todos aquellos pueblos venían allí a cumplir sus votos. Esta general devoción movió a los vecinos de Quero a querer tener en su lugar aquella Santa Imagen, diciendo: -Que Nuestro Señor se la había enviado a su casa, y que así era suya; y por no reducirlo a pleito, por el conocido derecho del convento de la Alberca, trataron con sagacidad de recobrarla; y gozando de algún descuido de los Religiosos, rompieron la reja de madera y el viril del Relicario, sacaron el pedernal y se llevaron la devota Imagen, y la tiene en Quero con particular veneración en un nicho de la iglesia con reja de hierro.

 

 

 

CAPÍTULO XIV

 

De diversos favores que recibió del Cielo, y en especial uno de muchas prerrogativas, por la devoción que siempre tuvo al Santísimo Sacramento del Altar.

 

 

     Estando Fray Francisco de la Cruz en su convento de la Alberca, luego volvió a la distribución de sus horas en los continuos ejercicios referidos, sin tener rato de ociosidad. Los Religiosos de aquella conventualidad le solían decir: -¿Es posible que no descanse algún instante, aunque sea por recobrarse para trabajar? A lo que él respondía: -Si mi grado en la Religión es la Vida Activa, ¿cómo podré cumplir con él estando sentado? En otra ocasión, hablando un día con el Hermano Fray Gregorio Roca, siendo conventual de Santa Ana, le dijo a Fray Francisco los deseos que tenía de servir mucho a la Religión. A que le respondió: -Si sale de una enfermedad que ha de tener después de cumplidos cuarenta años, ha de ser de mucho servicio en ella. La cual tuvo por el mismo tiempo, y hoy es Procurador del convento de Alcalá de Henares.

     Pidió licencia al Padre Fray Juan de Herrera, su Prelado y Maestro, para ir a un lugar que está junto a Tembleque a poner las Vías Sacras, porque ya con la justicia de él lo tenía ajustado; y habiéndosela dado, salió a ponerlo en ejecución. Entró en el lugar y dio la obediencia al Cura, como acostumbraba, y díjole a lo que venía, y que, con su licencia, se pondrían las Cruces el primer día festivo; que se sirviese de disponer una procesión por la tarde para que se colocasen devotamente, porque en aquella misma conformidad se había puesto en otros lugares.

     El Cura, fuese porque no se había tratado con él, o por otro motivo, dijo que de ninguna manera se había de hacer la procesión ni se habían de poner las Vías Sacras. Fray Francisco le propuso que aquel pueblo lo deseaba, que la prevención estaba hecha y que él venía sólo a este efecto, y, sobre todo, que era servicio de Nuestro Señor. El Cura resolvió que no había de ser. Llegó el día de la fiesta, y estando el Cura muy descuidado, a las dos de la tarde oyó tocar a fiesta en la iglesia. Salió muy apresurado a ver quien, sin orden suya, tenía aquel atrevimiento, y halló la iglesia cerrada y al Sacristán que venía también a saber quién tocaba las campanas; con que entrambos abrieron las puertas de la iglesia y fueron testigos de vista de que las campanas se tocaban sin que persona alguna las tocara. Con esto reconoció el Cura que el dictamen que había tenido no era el mejor, y que Nuestro Señor, milagrosamente, volvía por aquella causa. Llamó a Fray Francisco, haciendo mucho aprecio de su persona. Hízose la procesión como estaba dispuesta, aumentando la devoción este suceso maravilloso; reconociendo todos que, no sin grandes fundamentos, aquel Religioso tenía tanta opinión de Santo en toda aquella tierra.

     A la venida de este lugar entró en Tembleque a ver a María Díaz, a su hija y a su yerno, y les dijo: -Ya saben que somos amigos y lo que yo siempre les he querido; encomendémonos a Dios, que ya no nos hemos de ver hasta en el Cielo. Y lo cierto es que no se volvieron a ver más, porque ellos se vinieron a vivir a Madrid y él murió al poco tiempo; con que se despidió de ellos y se volvió a su convento.

     Entró en la víspera de la Festividad del Santísimo Sacramento, que aquel año fue en 20 de junio, la cual celebraba el Siervo de Dios con todo el afecto de su alma, desplegando las velas a la Oración, haciendo sus ejercicios más fervorosamente y viviendo, si así se puede decir, de la alta contemplación, considerando que la reverencia a este Sagrado Misterio la recibió de mano de Dios y no en la forma ordinaria, por devoción sensible ni por inspiración particular o revelación, como otras mercedes suyas, sino enviándole un muerto a que la anunciase y aconsejase; y si toda la vida, desde su conversión, la empleó en fundaciones de altares a la Santa Fe Católica, en que fuese reverenciada la Reina de los Ángeles María Santísima con el nombre de la Fe, y en ser pregonero de ella por tantas y tan remotas provincias, siendo la primera diligencia que hacía en cada pueblo la visita y Estación del Santísimo Sacramento, para que el mundo viniese por su conocimiento y adoración a lograr la verdadera penitencia de su culpas, ¿qué mucho que rindiese devotas veneraciones a este Señor Sacramentado siendo éste el Misterio de la Fe por excelencia?

     En orden a esto y que por esta causa le esperaba un extraordinario favor y misericordia de la mano del Señor, estando en la quietud de la oración tuvo ilustración particular de que asistiese a la fiesta en el día de esta Sagrada Octava que se hiciese en el Pinarejo, lugar pobre, dos leguas distantes de la Alberca, también del Obispado de Cuenca.

     Esta proposición la hizo a su Padre espiritual y Prior; y le pareció tan bien, que le dijo era muy justo ir a asistir en aquella celebridad y ayudar en ella al Licenciado Franco, Cura de aquel pueblo, y que él quería también acompañarle, para que los dos asistieran juntos. 

     Llegó aquel dichoso día, y tomaron la mañana Maestro y Discípulo y fueron a tenerle en el Pinarejo. El Licenciado Franco los recibió con mucha alegría, porque conocía muy bien a los dos asistentes que Dios le había enviado. Celebróse por la mañana el Oficio con mucha devoción y respeto y con la autoridad que podía dar de sí lo limitado de aquella población.

     Hízose la procesión por la tarde, asistiendo los dos Religiosos junto al Preste, y desde que se empezó el Padre Fray Juan de Herrera iba reparando en el rostro de Fray Francisco, porque le parecía en las demostraciones exteriores que se movía con afectos de demasiada alegría, y que habiendo de andar procesionalmente caminaba tan vuelto de lado por ir mirando siempre a la Custodia con tan perseverante vista, que no apartaba los ojos de ella, dando siempre los pasos de espaldas, al modo de los que en las procesiones van incensando, conociéndose en él (aun con algún género de destemplanza) los soberanos gozos en que estaba su corazón bañado.

     De esta suerte fueron procediendo entrambos hasta que volvió la procesión a la iglesia y el Santísimo se puso en el Altar mayor, quedando juntos de rodillas en la grada primera los dos Religiosos. Entonces el Padre Fray Juan de Herrera le dijo a su compañero: -Dígame, Hermano, y mire que se lo mando con Obediencia: ¿qué divertimento ha sido el que ha tenido todo el tiempo de la procesión, que con diversos movimientos de los ojos y del cuerpo le ha estado significando? Fray Francisco le respondió: -¿Cómo quiere Vuestra Paternidad que no haya estado contento y divertido, si desde que empezó la procesión se llenó todo el aire de la iglesia de hermosísimas mariposas, las cuales Nuestro Señor fue servido de darme a entender que eran tropas de Espíritus Angélicos que venían a servir y celebrar la festividad de su Dios Sacramentado, supliendo los medios humanos de este pobre pueblo las Inteligencias Soberanas, y que para mayor confusión mía de lo que soy y de lo que debo ser, al punto que se volvió ahora a poner la Custodia en el Altar, se llegó una mariposa hermosísima vestida de diferentes colores junta al viril de la Sagrada Hostia, y después de estar alrededor de él revoloteando se vino derecha a mí y se me puso en la boca, como quien llega a recibir un recado de un Príncipe y le lleva a quien se le envía, dándome Nuestro Señor en esta ocasión un claro conocimiento de que así premia la devoción que tengo a su Divina Majestad Sacramentada y de que le son agradables mis comuniones?

     Cesó el Siervo de Dios, acabando la plática con algunas demostraciones y lágrimas, causadas del excesivo contento que cercaba su dichosa alma; y el Padre Fray Juan de Herrera le dijo que hiciese diferentes actos de humillación y agradecimiento; y mientras se encerraba al Señor y se bendecía al pueblo con la Sagrada Hostia, dijeron a un tiempo en sus corazones los Santos Religiosos:

 

Fray Francisco de la Cruz.

 

     Señor, poned modo conmigo en vuestras misericordias, que mi pecho no es capaz de una inmensidad de bienes, y dadme palabras de verdadero agradecimiento, o suspended, Señor (conociendo mi indignidad) tan excesivas mercedes, o suplid mi cortedad, que es el medio más seguro para que yo no quede en los términos de ingrato; básteme no salir de los de deudor: y para que lo sea verdaderamente de lo que os es agradable,  dadme copiosísimos dones de humildad, pues en ella existe tanta parte de vuestros tesoros divinos, y sólo ella puede ser el recibo y el retorno.

 

Fray Juan de Herrera.

 

     Gracias os doy, Señor, de que así os acordéis de estos indignos siervos vuestros con favores visibles e invisibles; a mi compañero corriendo a sus ojos el velo de vuestras maravillas, y a mí dándome esfuerzos en la Fe, para que sin gozarle descubierto, os adore y os ame y os confiese por mi Dios vivo y verdadero, haciendo en él ostentaciones del amor y en mí confianzas de la Fe.

     El Preste hizo la ceremonia de la bendición, encerróse el Santísimo Sacramento. Fray Francisco dejó de ver aquellos ejércitos de mariposas, se acabó la función y los Religiosos se volvieron a su convento.

 

 

CAPÍTULO XV

 

De diversas locuciones y visiones que tuvo el Siervo de Dios.

 

     Hase tratado de algunas locuciones y visiones en la vida de Fray Francisco de la Cruz que han pertenecido a aquellos estados y tiempos en que se han referido, conforme nuestro Señor fue servido de revelárselas y porque toda su vida estuvo llena de misterios, unos significados en enigmas y otros con más claridad, y todos con particular doctrina para nuestra enseñanza y edificación.

     Conviene hacer capítulo aparte de esta materia; porque incluyendo generalidad y no habiéndose puesto en el corriente de la historia, por no faltar a la propiedad y por no hacerla molesta interrumpiéndola, no es bien que parte tan esencial como Anunciaciones del divino Oráculo quede sepultada en el silencio, omitiendo estos particulares privilegios (propios del sujeto de la historia) y faltando al fruto que de ellos puede resultar.

     Debe advertirse que siempre los Prelados y Confesores le pusieron precepto de que escribiese su vida y los favores que recibía del Cielo; y como era tan humilde y obediente, quisiera cumplir con entrambas virtudes, y así su vida secular está escrita de su letra con algún género de método, y aunque no tiene la perfección necesaria, está sucesiva; pero las misericordias que recibió del Señor están en apuntamientos, y en algunos aún no acabadas de declarar las dicciones, sino unos conceptos puestos en minuta, en que se reconoce la repugnancia de él natural para lo que pudiera ser de gloria suya; y así, como su vida siempre estuvo distribuida con licencia de los Prelados y Padre espiritual, siempre cumplía con la santa Obediencia, porque lo que hacía todo era debajo de precepto, y en lo que no tenía tiempo no le podía haber, principalmente no graduándole las ocupaciones.

     Por esta causa a estas revelaciones no se les puede dar inteligencia cierta, pero la presunta bastantemente se conoce; con que de esta materia, así el que escribe como el que leyere, todos son intérpretes en lo que necesitare de explicación habiendo camino llano para ella, y en donde no se hallare no es bien entrarse la tierra tan adentro que haya riesgo de perderse, y así se reservará para quien nuestro Señor fuera servido de participar estas inteligencias. También se debe advertir que todas las ilustraciones, visones y locuciones que no se les diere tiempo señalado, sucedían después de la Comunión o en la Oración.

     Un día, después de haber comulgado, sintió gran sed de traer almas a Nuestro Señor Dios, y conoció en sí una gran miseria y corta capacidad para ello, mirándose como un poco de barro, y le dijeron: -Este barro está cocido con el fuego de mi amor. Y entonces vio tres fuentes y se le figuraron tres personas que conocía, y la una de ellas era Fray Francisco de la Cruz, y le dijeron: -Éstas han de repartir el agua de mi Doctrina.

     Otra vez oyó interiormente grandes voces que llenaban el aire y decían: -¡Viva la fe y muera la herejía!

     Otra vez, después de San Antonio Abad, habiendo comulgado, estando pidiendo a Dios que a todos les diese luz para que acertasen a hacer su voluntad, oyó una voz que dijo: Dile a este humilde Siervo mío ponga por obra los deseos que le he comunicado y espere en mí; en la cual locución ganó ejecutoria de humilde, y se halló apropiados y adjudicados todos los bienes y tesoros que pertenecen a la humildad, a cuyo nombre está reverente la tierra, se pasman los demás elementos y se trastornan los cielos.

     Acerca de su padre tuvo diferentes visiones y locuciones. Una vez le vio que buscaba posada y no la hallaba. Otra vez le vio a la puerta de una iglesia y que le estaba mirando. Otra le vio muy afligido, y que le dijo: -Los de la Compañía de Jesús me quieren. Singular prerrogativa de esta Religión, pues el agradecimiento de un difunto a una voluntad es por lo que en ella le resulta de bien, y causarle a quien no conoce es hacer (sin distinción de personas) con los muertos lo que hace con los vivos, pues a unos les saca de culpas y a otros de penas. Otra vez vio a su padre levantarse de entre los muertos.  Otra le vio pasar un río y que él le ayudaba. Otra le vio muerto y ligado, y que él le desató y resucitó, y entonces le dijo su padre: -Bendito sea Dios. Otra le vio vestido de bodas y contento.

    Otra vez vio que el Sol y la Luna se iban a poner a un mismo tiempo, y que ya faltaba poco para ponerse, y que causaba gran temor. De cualquier modo que esto se entienda, o ya en el juicio universal, o ya en el particular, siempre le falta poco a lo que consiste en días, y porque está cerca el día de Dios.

    Otra vez vio una guerra muy trabada y reñida, y en ella caído un pendón; y después de rota y desbaratada la batalla llegó Fray Francisco, y levantó el pendón y dijo: -¡Viva la Fe! Cruel guerra es la de nuestras costumbres; entramos en ella los fieles levantando el pendón de la Fe, y como no obramos bien, se pierde la batalla; y estando muerta la Fe por falta de obras, ¡qué mucho que el pendón esté caído y qué mucho que le enarbole y diga: Viva la Fe, aquel en quien vive la Fe!

     Otra vez vio un edificio en el aire con letras, y quiso leerlas y no pudo leer más que estas palabras: Fe, Fe, Fe, y al mismo tiempo vio que iba huyendo mucha gente, y le dieron a entender que iban a recogerse a una iglesia pequeña, y tras la gente venían muchos remolinos de fuego. En las obscuridades misteriosas, cuando las inteligencias se dan en símbolos, solamente puede explicar su verdad el que es autor de ella, y en este presente parece que se enseña que la Iglesia favorece, a la hora del huir de los peligros, a los que se retiran con Fe a ella.

     Otra vio una viña con pocos racimos y marchitos, y junto a ella una vid que corría agua y se volvió fuente de piedra firme. Parece que nos da a entender que, para recobrarse las virtudes marchitas, el remedio está en las lágrimas. 

     Otra vez vio muchas cruces y ninguna gente, y que llovía sangre. Parece que se ve con claridad la amenaza de castigos, cuando la Cruz con que cada uno ha de ir a la Patria no hay quien la reciba.

     Otra vez vio que mataban un cristiano y que él ofrecía la vida por él, y que le prendieron, y llevaron ante un gran Juez y le dijo la causa de su prisión, y allí enseñaba la Doctrina cristiana.

     Otra vio un edificio sobre otro con una Cruz y un letrero que decía: Fe, y una fuente de sangre en la sobredicha iglesia.

      Otra vez vio los vicios debajo de figura.

      Otra vez vio el infierno.

      Otra vio que le atormentaban dos demonios en una iglesia.

      Otra vez vio tres sillas, y en la de en medio un demonio.

      Otra vez vio dos escuadrones de demonios.

      Otra vio un león que le despedazaba.

      Otra vio un dragón atado.

      Otra vez vio tres azucenas encima de la cabeza de un pobre. Esta visión parece significa bastante serenidad sobre las tribulaciones antecedentes.

      Otra vez vio un mundo con muchas redes.

      Otra vio unas tinieblas muy obscuras, y conoció que le llevaban de la mano, y no sabía adónde ni quién.

      Otra se vio a la puerta del Cielo, y no le dejaron entrar y le dijeron que había de pasar primero las penas del Purgatorio, y le dejaron caer, y dio un golpe en un lago de agua; de lo cual parece resulta grande enseñanza para vivir siempre en el santo amor y temor de Dios, pues a un Fray Francisco de la Cruz, varón de las alturas que hemos conocido, parece que aún le faltan lágrimas para entrar en el Cielo, aunque se debe advertir que esta visión fue antes de su viaje a la Tierra Santa, y su influencia se debe considerar en el tiempo de su vida en que la tuvo, y también el que sus obras penales en la peregrinación fueron su Purgatorio.

      Otra vez vio una senda angosta y toda de piedra firme, por la cual es felicidad el caminar (aunque sea a costa de estrechuras), pues se asienta el pie seguro.

      Otra vez, después de haber venido de su peregrinación, estando en Madrid en el claustro alto en su continua presencia de Dios, a hora de las cuatro de la tarde, se puso a mirar al Cielo y a llorar. En esta ocasión llegó el P. Fray Diego de la Fuente y le dijo: -Fray Francisco, ¿qué llanto es ese? Y le respondió: -Tiene muy justa causa, porque he estado viendo un globo de fuego en el aire, y he llegado a conocer las terribles guerras que hay de presente y amenazan en adelante en un Reino de Europa, y que en él ha de suceder la tragedia más sin ejemplar que haya visto el mundo. Esto sucedió por el año de cuarenta y siete, en ocasión que en Inglaterra había tanto derramamiento de sangre en repetidas batallas; puede entenderse esta visión por este Reino, principalmente cuando se siguió la sin ejemplar tragedia de su Rey Carlos Estuardo.

 

 

 

CAPÍTULO XVI

 

De la dichosa muerte del Siervo de Dios.

 

     Envió el Padre Prior a Fray Francisco de la Cruz, y en su compañía otro Hermano, para que pidiese en el Castillo de Garci-Muñoz la limosna del aceite y la remitiese al convento, y él pasase luego a San Clemente, y en la dicha villa la pidiese de la lana y queso. Hizo lo que la Santa Obediencia le mandó, y al despedir al compañero le dijo: -Juzgo que ya no nos veremos; diga al Padre Prior que tenga cuenta conmigo. Con que uno pasó a la Alberca y otro a San Clemente.

     Entró en aquella villa nuestro Hermano a primero de julio del dicho año de cuarenta y siete; fue a posar en casa de Doña Ana de la Torre, donde tenía aposento señalado, desde donde sacó la Cruz (que llevó a Jerusalén) para su convento, y en donde era tanto lo que le querían, que en viéndole entrar por la puerta se daban parabienes, que esto puede la virtud entre virtuosos.

     Hablando de esta voluntad que en casa de Doña Ana de la Torre le tenían con el Padre Prior, al salir a pedir estas limosnas, dijo: -Mucho me quieren en casa de Doña Ana de la Torre; entiendo que he de morir en ella. Al día siguiente a su venida le dio una fiebre ardiente, cuya calidad conocida por el Médico, dijo que traía mucha malicia y que estaba en peligro de la vida. A la segunda visita declaró que la enfermedad era mortal, que se acudiese luego con los remedios de la Iglesia, porque los del cuerpo eran en vano, por la gravedad del accidente, desayudado de la edad y del mal tratamiento que continuamente se hacía Fray Francisco; con que se envió luego a toda diligencia a dar aviso al Padre Prior, el cual el día 4 de julio se halló en San Clemente, viendo a su hijo y discípulo querido, mostrando el justo dolor que tenía de su enfermedad, y de que los términos de ella fuesen tan apresurados, a que él le dijo: -Vuestra Paternidad no se desconsuele, porque le he menester con aliento en esta ocasión; pues si en vida ha trabajado tanto conmigo, también ha de tener entendido que le ha de costar trabajo mi muerte; y para que yo cumpla con la obligación de Religioso, y que muero con la pobreza que prometí a Dios en mi profesión, sírvase vuestra Paternidad de que se escriba mi desapropio, para que yo lo firme; lo cual se hizo así, y es del tenor siguiente:

 

Desapropio e inventario de los bienes ad usum

de Fray Francisco de la Cruz.

 

MUY REVERENDO PADRE PRIOR:

 

Fray Francisco de la Cruz, Conventual del convento de Santa Ana de la villa de la Alberca, y al presente asistente en esta villa de San Clemente, con licencia de Vuestra Paternidad para pedir la limosna de lana y queso. Estando atacado de la enfermedad que Nuestro Señor ha sido servido de darme, y habiendo mandado el médico corporal que reciba los Sacramentos, antes de recibirlos, deseando cumplir la obligación de Religioso: En el nombre de Dios Todopoderoso, me desapropio de todo aquello que tengo ad usum, que es lo siguiente:

 

Primeramente dos túnicas viejas interiores, de estameña blanca; el Hábito que traigo, saya, Escapulario, capilla y la capa blanca de estameña, ya traída; unos zapatos que traigo; unas medias de paño y un Rosario que está tocado a los Santos Lugares; un sombrero viejo. No hallo tener, ni poseer ad usum otra cosa, y así lo  firmo. Julio 4 de 1647.

Fray Francisco de la Cruz.

 

     Hecha esta diligencia, el Padre Prior le confesó para morir, y administró los Santos Sacramentos, que recibió con aquella admirable devoción que había practicado en vida. ¡Quién puede pasar de aquí sin considerar que esta es la hora de la cosecha, y que cogerá poco el que sembrare poco, y el que sembrare como debe cogerá con bendición y bendición eterna! Sea tal hora bendita, y lo sea también tal fertilidad de frutos. Allí Fray Francisco hacía copiosísimos actos de resignación, porque estaba enseñando a hacerlos; de Fe, porque la había pregonado por el mundo; de Esperanza, por que sólo en ella se había afirmado; y de Caridad, porque con ella se había unido con Dios. Todas las virtudes parece que las tenía a la mano, y como las había traído tan cerca, las halló presto; que en esta ocasión mal se hallan si entonces se van a buscar, y sólo sabe ejecutarlas bien el que tiene bien hecho el hábito a ellas, no habiendo más razón natural para acertar acciones tan dificultosas en tal turbación de la naturaleza, que la costumbre antecedente: temeridad será prometerse el acierto sin esta razón.

     En esta conformidad pasó hasta el día 6 de julio en celestiales meditaciones y coloquios Divinos.

     Viendo el Padre Fray Juan de Herrera que ya se apresuraba la partida de nuestro Hermano, se llegó a él y le dijo: -¿Cómo va de presencia de Dios? A que respondió mostrando particular alegría: -Nunca más bien, que Dios no falta en esta hora. Entonces le volvió a decir: -Pues buen ánimo, que se acaba la peregrinación y se está ya tan cerca de la Patria, que se oyen las campanas de la Gloria. A esto no pudo responder con la voz, pero respondió como pudo con los ojos, y luego cruzó los brazos, haciendo en cada mano con los dos dedos una Cruz, con que se puso en forma de Calvario, queriendo que caminase su dichosa alma desde una verdadera imitación suya (sitio de redención), para que el juicio que en aquel instante se había de hacer de ella le viese Nuestro Señor Jesucristo que se le representaba en su Tribunal, amparado de aquel sagrado de su Cruz, de su Sangre y de su Santísima Pasión.

     El padre Prior le hizo la recomendación del alma, y queriendo decir algunos salmos para volver a repetirla, como la ocasión le necesitara, el primero que encontró fue el 22, que empieza. Dominus vegit me, en que está significada la protección de Dios en vida y en muerte. Y parece que Fray Francisco de la Cruz tuvo inteligencia de su significación, porque abrió los ojos dando a entender el reverente agradecimiendo de su alma. Al llegar al verso cuarto, que dice: Non, et si ambulavero in medio umbra, mortis non timebo mala, quoniam tu mecum est, entregó su espíritu en manos del que le crió y redimió; y de tal vida y de tal muerte bien puede persuadiese la piedad cristiana a que más hermoso que las estrellas y más resplandecientes que el Sol, todo vestido de luces de gloria, rodeado de Querubines y de Serafines, ceñidas las sienes con la corona de rosas ofrecida por la Virgen Santísima en su gloriosa aparición, para ser dichoso por una eternidad, entró en los Alcázares soberanos a ser ciudadano de los Santos y doméstico de Dios.

     Murió de 61 años, 5 meses y 10 días; habiéndole concedido la Majestad de Dios Nuestro Señor una gracia tan particular, que rara vez se halla en varones tan espirituales, y fue que jamás tuvo escrúpulos; y aunque se ha referido que tuvo substracciones y sequedades de espíritu, esa es una dolencia de otro género.

     Había corrido voz por la villa de que el Siervo de Dios estaba en la agonía de la muerte, con que todos su moradores vinieron a la puerta de la casa de Doña Ana de la Torre; y como la gente de ella dijo que ya había espirado, fueron grandes los sentimientos que hizo aquel piadoso pueblo, como si a cada uno de él se le hubiera muerto su padre; siendo tan generales, que a un mismo tiempo causaban lástima por los tristes acentos con que se explicaba tal pérdida, y contento por ver la aclamación de su santidad.

     El deseo de verle en los que le lloraban fue tal, que no se les pudo impedir que entrasen donde estaba ya compuesto con el Hábito de su Religión; y al ver el difunto cuerpo fueron tantos los clamores y desconsuelos de los que se hallaron presentes, que hacían mover a dolor al corazón más endurecido; que es un género de violencia que sale a los ojos el ver puestos en razón los sentimientos.

     Después sobrevino aquella muchedumbre otro afecto, que aunque era de devoción era de inconveniente, que fue querer llevar todos ellos alguna Reliquia suya; con que empezaron a cortar de sus Hábitos, y esto llegó a tal extremo, que fue menester que la justicia pusiese guardas en la casa, con que por entonces se tomó alguna forma.

     El Padre Prior, como se lo había profetizado Fray Francisco, se halló notablemente atribulado, porque por una parte el pueblo empezaba a declararse en no querer dejarle llevar por haber muerto en San Clemente, por otra no tenía disposición pare llevarle, y de cualquier manera que la tomara sentía no dejasen el cadáver indecente con acabar de cortarle los vestidos, porque las guardas no sirvieron de embarazarlo, sino de mudar las personas que lo hacían; con que a la mañana del día siguiente se valió de un señor, Inquisidor de Cuenca, que estaba en la villa, para que le diese su coche e interpusiese a todos su autoridad hasta que el Siervo de Dios fuese llevado a su convento, en donde Nuestro Señor parece que no fue servido que muriese, por las obras maravillosas que resultaron de haber muerto fuera de él, y porque donde empezó su viaje para la Jerusalén de la tierra le empezase para la del Cielo.

     Entretanto D. Juan de la Torre y Alarcón, Comisario del Santo Oficio, hermano de la dicha Doña Ana de la Torre, que se halló a todo en aquella casa, dijo a un sobrino suyo: -Rigurosa cosa es que teniendo aquí el cuerpo de Fray Francisco nos quedemos sin alguna Reliquia suya, habiendo sido esta casa su hospicio tantos años y habiendo muerto en ella; con que el tío y el sobrino le cortaron un dedo del pie, y al cortarle corrió sangre, como si aquella diligencia se hubiera hecho estando vivo, y le dividieron entre los dos por Reliquias muy preciosas que hoy se conservan en aquella familia con estimación y reverencia.

     El Sr. Inquisidor dio el coche y asistió a todo, con que el Padre Prior se llevó su Religioso con muchas contradicciones y protestas de la villa.

     Desde que salió de ella se fue todo aquel pueblo acompañando el coche, y muchas personas de él con luces, y le siguieron más de un cuarto de legua, y para estorbarles el que no fuesen hasta la Alberca fue menester repartirles en pedazos muy pequeños los hábitos del Santo Varón, y de esta suerte se volvieron a sus casas.

     Entraron en la Alberca, donde ya se sabía su muerte, y todos los vecinos de aquella villa le estaban esperando aún con mayores afectos de dolor, porque había vivido entre ellos. Fue menester ponerle hábitos para hacerle el Oficio de Difuntos; y después de él fue menester que asistieran Religiosos a cerrar luego la caja, para que no se los cortasen, y no bastó esta diligencia, porque le cortaron mucha parte de ellos.

     Ya el convento tenía prevenido un nicho debajo de las Reliquias que le dio el Pontífice Urbano VIII en Roma. Allí depositaron aquellos enternecidos Religiosos el dichoso cuerpo, y tabicaron el nicho, hasta tanto que Nuestro Señor sea servido que por autoridad eclesiástica sea colocado y reverenciado en público.

 

 

 

CAPÍTULO XVII

 

De las maravillas con que Nuestro Señor declaró la Santidad de su Siervo después de muerto.

 

 

     Después de haber hecho el depósito del cuerpo del Venerable Fray Francisco de la Cruz con las circunstancias de singularidad referidas, que obradas por una Religión tan grave y atenta hacen mucha ponderación para el conocimiento de su santidad, divulgóse por toda la Mancha su dichosa muerte, y por toda ella fue el sentimiento general, por el amor que le tenían y por los beneficios que de la Divina Bondad habían recibido por su intercesión, echando de menos los consejos saludables y cristianas amonestaciones que hacía en todos géneros de estados, para que cada uno cumpliese con la obligación del suyo; y en fin, al medianero de todas sus diferencias, sin hallar en su pérdida otro consuelo más que el de ir aquellos numerosos pueblos a visitar su sepulcro y ponerle por intercesor con Dios en sus votos y necesidades, para que el que les había amparado vivo no les olvidase glorioso, como fiaban que lo era en la Divina misericordia.

     Trató aquel santo convento de Santa Ana de la Alberca de hacer las Honras tan debidas a su difunto hijo, porque toda aquella tierra, que tenía tanta noticia de sus virtudes, la tuviera también de las maravillas con que Dios había honrado a su amigo. Señalóse día para ellas, y habiendo llegado, se despoblaron todos aquellos lugares convecinos a la Alberca para su asistencia.

     Fue grande el concurso y mayor la aclamación que tuvieron sus esclarecidas virtudes, porque salieron a la luz del mundo sus secretas mortificaciones y penitencias, sus recatados ayunos y vigilias, y los milagros evidentes que con él y por él había obrado la poderosa mano del Señor. Fue tan grande el aplauso que hizo, acabado el sermón, aquel lastimado concurso, que parece llegaban al Cielo sus fervorosas aclamaciones; y sí llegaban, porque el Cielo siempre admite benigno lo que liberal influye, siendo argumento de la santidad de nuestro Hermano el crédito de tantos; porque nuestro Señor no quiere, acerca de veneraciones, engaños (aunque sean piadosos), y parece que concurre a la común estimación para que ande la certeza arrimada a la generalidad.

     También se le hicieron en Madrid Honras, asistiendo a ella lo más noble y privilegiado de la Corte, causando rara admiración en todos el especial camino por donde Dios había guiado a Fray Francisco de la Cruz, de que serían pregoneros los sujetos de tan diferentes Naciones que asistieron por todas las provincias de Europa, con la participación de las noticias de su especial vida y feliz muerte.

     Su sepulcro ha sido frecuentado por diversas personas, con varios géneros de enfermedades, y han experimentado que a su invocación ha concedido sanidad Nuestro Señor por los méritos de su Siervo, y no sólo ha querido concederla a los que le visitan, sino a los que de cualquier modo interponen su favor, como sucedió en el convento del Carmen de Madrid con Fray Diego de la Fuente, que estando enfermo invocó su auxilio y luego se halló libre de la calentura que le afligía, sin que el volviese a repetir.

     Lo mismo sucedió con Fray Luis Muñoz, su amigo y compañero: estando enfermo con calenturas continuas y vehementes dolores de cabeza, se aplicó a ella una de las cartas que tenía suyas, diciendo que si le alcanzaba la salud de Nuestro Señor le ofrecía hacer un cuadro de los Misterios de nuestra Santa Fe Católica y colocarle en el convento del Carmen de la villa de Valdemoro, donde no le había, y luego se halló libre de la calentura y del molesto accidente de la cabeza, y para cumplir su ofrecimiento acudió en casa de María Díaz y de Alvaro López, su yerno, y por el cuadro que ellos tenían de los Misterios de la Fe, de que se ha hecho mención, hizo copiar otro y le colocó en la iglesia del convento del Carmen de Valdemoro, donde es reverenciado de los fieles.

     Antes de pasar a lo que se sigue es forzoso ponderar y admirar la perfecta conformidad de Dios en sus obras, pues habiendo gobernado la vida de Fray Francisco de la Cruz por veredas tan extraordinarias y tan fuera, no sólo del estilo común de la naturaleza, sino también del estilo ordinario de sus prodigios, formando en él, si así se puede decir, un hombre nuevo, a diferencia de los otros hombres, para ejemplo de todos y para singular aprecio de la Divina Gracia, concediendo a su vida, así temporal como espiritual, desusados favores y privilegios, los cuales ha querido también que pasen a ser gloriosos adorno de su cadáver, dando a entender después de muerto su rara santidad y, por consiguiente, su gloria con sucesos también de la misma suerte, fuera de los que suele conceder para honra y veneración de otros Santos, haciendo hermosa consonancia y uniformidad la muerte con la vida, cuya proposición se verifica en los casos siguientes:

     Ya se dijo cómo después de metida la caja en que está el cuerpo de Fray Francisco de la Cruz en el nicho que tenía dispuesto la Religión debajo del Relicario, se tabicó, el cual después se dio de yeso en la igualdad que está la iglesia. Después de pocos días que allí fue depositado se apareció en la misma parte la efigie del Siervo de Dios, de la suerte que como estaba en la caja cuando le hicieron el Oficio de Difuntos. Dibujada su figura, tan perfecta, que todos los que le veían y conocían decían que era él mismo, y el dibujo estaba hecho con rasgos, al parecer, formados con algún carbón o lápiz sutilmente, a la semejanza de un dibujo hecho en papel blanco, y estaba tan propio, que si aquellas señales se cubrieron de colores, saliera un retrato muy parecido del difunto.

     Asimismo toda la distancia que ocupaba el retrato dibujado estaba cubierta de un género de mancha como de aceite, que en llegando las manos a ella se reconocía algún género de humedad jugosa, de la suerte que en Alcalá de Henares está la piedra en que fueron degollados los Santos Mártires Justo y Pastor; y no habiendo sido esta obra hecha por modo natural, es forzoso que sea por Artífice Soberano; y aunque sus juicios son incomprensibles, lo que puede rastrear nuestra cortedad parece que es haber querido socorrer a los pueblos que frecuentan el sepulcro del Santo Varón, para que, ya que no le gozan vivo, se consuelen viéndole de alguna manera; el cual dicho dibujo, en la misma disposición que se ha referido, duró muchos años, y aun al presente se reconoce, aunque algo en confuso.

     En las Vísperas de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo del mismo año que murió, estando los Religiosos en el Coro, y con ellos el Hermano que cuidaba de la Sacristía, empezaron el Oficio, sin advertir en que no estaban encendidas las velas del Altar mayor; y habiéndolo reconocido, enviaron al dicho Hermano para que a toda prisa las fuera a encender, y al mismo tiempo vio toda la Comunidad desde el Coro a un Religioso encendiéndolas, y en la disposición del cuerpo y en no haber otro, conocieron que era Fray Francisco de la Cruz; y después de acabadas las Vísperas, dijo el Hermano con grande admiración: -Que cuando llegó al Altar mayor para encender las velas, las halló todas encendidas, no habiendo fuera del Coro en el convento más personas que él; con que se persuadieron los Religiosos que era verdad lo que les había parecido. El cual suceso, refiriéndole después en San Clemente a Catalina Moreno, beata de nuestro Padre San Francisco, hija de confesión del Padre Fray Juan de Herrera, mujer de señalada virtud, dijo: -No hay que tener duda en que el Religioso que encendió las velas en el Altar mayor para la Víspera de Natividad fue Fray Francisco de la Cruz.

     La noche de aquel mismo día, estando los Religiosos en el Coro cantando el Te Deum Laudamus, al punto que acabaron el primer verso se oyó en la iglesia una voz, conociéndose claramente que salía del sepulcro de Fray Francisco, la cual cantó el verso siguiente, y en esta forma fue alternando todo el himno, diciendo el Coro un verso, y luego la voz el que le seguía, hasta que se acabó, quedando todos los Religiosos dando singulares gracias a Dios de las obras maravillosas con que mostraba la gloria que gozaba su santo compañero, y también del favor que a ellos les resultaba, por haberles puesto en igualdad de coros con el que hacía un alma tan favorecida suya para que todos alternasen sus alabanzas.

     En otra ocasión, siendo Prior de aquel convento Fray Francisco de Porres Enríquez, se halló muy afligido por estar sin medios algunos para el sustento de aquella familia; y habiéndosele dispuesto comprar unos carneros, los concertó, y no los quiso recibir por no tener con qué pagarlos de presente; entonces se le ofreció al pensamiento que sería bien acudir al sepulcro del Siervo de Dios con esta necesidad, y lo puso en ejecución; y estando delante de él, dijo: -Hermano Fray Francisco, ya ve de la suerte que estamos; yo le mando, en virtud de santa Obediencia, que pida a Dios nos socorra para hacer esta paga. El obediente Hermano (para que se conozca que esta virtud trasciende los Cielos) parece alcanzó de Nuestro Señor lo que se le había mandado, porque al día siguiente el Licenciado Malpartida (Visitador del Priorato de San Juan, a quien el Prior no conocía), le envió un socorro muy considerable con que se remedio aquella necesidad; y después, en todo el tiempo de su Prelacía, siempre estuvo el convento muy abastecido.

     En otra ocasión entró en la iglesia de Santa Ana de la Alberca una mujer natural del lugar de las Pedroñeras, que traía a su marido enfermo, y entrando en la dicha iglesia, a tres pasos que dio el enfermo, se sentó, y al mismo punto se oyeron muchos golpes dentro del sepulcro de Fray Francisco de la Cruz; y con la novedad tan grande que causó este suceso acudieron los Religiosos, y al mismo tiempo mucha gente de la villa, y preguntaron a la mujer que enfermedad era la que tenía aquel hombre que venía con ella. A que respondió que era su marido, y que tenía malos espíritus que le atormentaban; y como los golpes se repitiesen dentro del sepulcro apresuradamente, por reconocer si aquel hombre era la causa de tan rara maravilla le sacaron de la iglesia, y al mismo punto cesaron los golpes; en que se debe advertir cuán grande fue la enemistad del Santo varón contra el enemigo del género humano, pues el Señor la quiso explicar con aquellas señales, aun después de muerto, al modo que quiso también que el corazón del gran Doctor de la Iglesia San Agustín se sobresalte con repetidos movimientos cuando entra algún hereje en la iglesia adonde está, y para que los muertos enseñen a los vivos cómo se han de portar con el demonio y la culpa; dando a entender que, si puede haber causa para que sus cuerpos vuelvan a recibir sus espíritus, sólo puede ser la de enseñarnos con el ejemplo de que nunca estemos en paz con tales enemigos.

     Tiene complemento la proposición referida en un caso que le adornan muchas maravillas, con que Nuestro Señor fue servido de mostrar los grandes y extraordinarios privilegios, que concedió a su Siervo en vida y en muerte, y fue: que D. Antonio de la Mora, Caballero de la Orden de Alcántara, y Doña Isabel de Silva y Girón, su mujer, hija del Conde de Cifuentes, teniendo un esclavo moro, llamado Hamete, que les había presentado el Duque de Medina Sidonia, viviendo en Madrid, en la calle de Preciados, Parroquia de San Martín, fueron a su casa el Padre Fray Miguel de Nestares y el Hermano Fray Francisco de la Cruz, el cual tomó a su cargo el persuadir al moro que fuese cristiano, y para este efecto le buscaba algunas veces; y aunque Hamete siempre le respondía: -No querer Dios que yo sea cristiano- se aficionó a Fray Francisco, e iba a verle al convento; y el Santo varón, hablando con la dicha Doña Isabel y con Doña Magdalena de Silva y Girón, su hermana, la dijo: -No hay que dudar que Hamete ha de ser cristiano. –Llegó el caso de irse nuestro Hermano a la Alberca el año de 1647, y por primero del mes de julio de dicho año, en que el Siervo Dios cayó malo en San Clemente, de la enfermedad que murió, también el moro enfermó en Madrid de un terrible tabardillo, y a siete días de enfermo, estando sin esperanza de vida, entró a verle una mañana Catalina de Aranda, criada antigua de aquella casa, juzgando, por lo que había dicho el médico, que no tenía remedio la enfermedad del moro, el cual la dijo: que ya estaba sano, y que le dijese a su señora Doña Isabel que luego quería ser cristiano, porque aquella misma noche se la había aparecido Fray Francisco de la Cruz, aquel fraile del Carmen que le decía fuese cristiano, todo cercado de resplandores, y le había dicho que ya había sanado de su enfermedad, y que se bautizase y que se llamase Juan Antonio; y que con esto había desaparecido. Confirmóse la salud del moro con que luego se vistió, y el milagro con que en quince días se hizo capaz de los Misterios de nuestra Santa Fe, en que otros suelen estar seis meses; y así en 22 de dicho mes de julio fue bautizado en la Parroquia de San Martín, siendo sus padrinos el Doctor D. Diego Pacheco, Canónigo de la Santa Iglesia de Orihuela, caballero conocido de la casa de los Señores de Minaya, y la dicha Doña Magdalena de Silva y Girón, y se le puso por nombre Juan Antonio Francisco, en reconocimiento de Fray Francisco, y con estos nombres está escrita en la partida del libro de la Iglesia, al folio 110.

     Deponen lo referido, con juramento, el dicho Padre Fray Miguel de Nestares, y la dicha Doña Isabel de Silva y Girón, y la dicha Catalina de Aranda, y Pedro Meléndez, criado que ha servido en la dicha casa veintiséis años, que son los que viven al tiempo que se escribe este libro.

     De donde consta que la noche siguiente al día que murió el Siervo de Dios fue cuando se apareció al moro, y que en este suceso juntó Nuestro Señor, para su veneración, el don de Profecía y la gracia de Sanidad con las prerrogativas de que después de muerto fuese instrumento que un alma recibiese la Fe, en premio de que en vida la había pregonado por el mundo, para que se consiguiese la uniformidad y consonancia propuesta de su vida con su muerte.

     Francisco Orozco, vecino de la villa de la Alberca, el cual aun vive aún en la misma villa este presente año de 1686, declaró y depuso con juramento ante D. Pablo Fernández Lozano, Teniente de Corregidor, que en una ocasión subió a la torre de las campanas de la Parroquial de aquella misma villa, y descuidándose cayó desde las mismas campanas al suelo, y del golpe quedó inmóvil y sin habla ni sentido, y, al parecer de cuantos le vieron, muerto, por haber sido la caída desde tan alto que, naturalmente hablando, no se podía presumir otra cosa; y en esta conformidad le llevaron a su casa, adonde acudió el Cirujano, y halló que tenía un hueso del brazo fuera de su lugar y, a su parecer, quebrado, por lo cual se le entabló, y ordenó que llamasen al Médico luego, porque le consideraba muy de peligro. Vino el Médico, y luego le desahució, declarando que tenía las tripas quebradas, para lo cual no había remedio humano; de lo cual se siguió estar tres días sin orinar, lo cual visto por su madre, llamó a nuestro Hermano Fray Franciscano, con quien tenía mucha fe y devoción, y le pidió con ansias de su corazón le encomendase a Dios; entonces, poniendo Fray Francisco el espíritu en Su Majestad, aplicó sus manos al enfermo, sobre el cual hizo la señal de la Cruz y dijo que le quitasen las tablillas del brazo; y habiéndoselas quitado, se le tomó con su mano y le volvió el hueso a su lugar, quedando como de antes y sin dolor ni pesadumbre el enfermo; y luego incontinenti orinó mucha sangre viva, con lo cual quedó tan bueno, que a otro día se levantó de la cama y fue en una procesión hasta Santo Domingo, que dista una legua de la Alberca, y volvió a pie del mismo modo.

     Un niño, hijo de D. García de Ubedo y Doña María Delgado, vecinos de la villa de la Alberca, estaba quebrado, y de tal modo, que no bastaron todos los remedios (que con cuidado singular se le aplicaron) para conseguir la salud, que tanto deseaban, por lo cual su madre se hallaba muy afligida y sin saber qué hacer, hasta que se le ofreció ir al convento de Nuestra Señora del Carmen con su hijo y pedir a Fray Francisco le santiguase, como lo ejecutó con efecto (que este era el último recurso en todas las ocasiones de enfermedades o aflicciones en todos los vecinos de aquella villa y de toda la tierra, por el crédito que tenía de Santo generalmente). Llegó, pues, la dicha Doña María con su niño (y con verdadera fe, sin duda) a nuestro Hermano, lo cual le aprovechó, pues poniéndole en las gradas del Altar mayor de la iglesia de aquel convento, para que le santiguase, como pedía, fue a alzarle las falditas, y entonces dijo Fray Francisco: -Déjelo, no le alce las faldas, que la gracia de Dios a todas partes alcanza. Y haciéndole la señal de la cruz por encima de los vestidos, quedó sano de improviso perfectamente, por lo cual dio gracias a Dios, teniendo siempre presente el beneficio para el agradecimiento; y así lo depone, bajo juramento, ante el dicho Teniente de Corregidor y Gregorio Gabaldón Palacios, Escribano de dicha villa.

     Es caso digno de admiración el que está sucediendo en la continuación de la sombra en que se representa el cuerpo del Siervo de Dios, según se dijo en el cap. XVII del Libro III, y es que, habiéndose derribado y renovado la pared en que apareció dicha sombra el año pasado de ochenta y tres, ha vuelto a salir en la pared nueva del mismo modo; y para que conste de la verdad con más expresión y claridad, ha parecido poner aquí el testimonio que remitió el Padre Prior que al presente lo es de aquel convento, a la letra, como en él se contiene:

 

     Yo, Gregorio Gabaldón Palacios, Escribano por el Rey nuestro Señor, público del número y Ayuntamiento de esta Villa de la Alberca, doy fe y testimonio de verdad a los señores que la vieren, como a pedimento del R. P. Fray Agustín de Pinto, Prior del convento de Carmelitas de dicha Villa, y mandamiento del Sr. D. Pablo Fernández Lozano, Teniente de Corregidor de esta Villa por Su Majestad, estando en la iglesia de dicho convento en presencia de su merced y del Licenciado D. Juan Zapata, Cura propio de la Parroquial de esta Villa, y D. Pedro Bueno, y Diego Manuel, Presbíteros de esta Villa, y Pedro Esteban de Tribaldos, Juan Esteban de Tribaldos, Regidores, y Francisco Esteban, Alguacil Mayor, con asistencia de la Comunidad se quitó un frontal de un Altar que está en dicha iglesia, a la mano derecha, como se entra en ella, que es en el que están las Reliquias que trajo el V. P.Fray Francisco de la Cruz, y debajo de su cuerpo del mismo Padre, y se vio y está viendo una señal a forma de la sombra de un hombre, reconociéndose la forma corporal con un quiebra que empieza desde donde parece estar la cabeza, la cual llega hasta los pies, y la mancha o sombra es, al tacto, como de aceite, la cual se reconoce y se distingue de lo demás del Altar; la cual forma estaba y se reconocía y la vi yo, el infraescrito Escribano, y otros muchos antes de la renovación del Altar, que fue por el año pasado de ochenta y tres, y después de dicha renovación se vio y reconoció al segundo día en la misma forma que antes estaba y de presente está; de lo cual hubo admiración , y dichos señores que aquí asistieron y firmaron dijeron, de común parecer, ser cierto lo contenido en este testimonio, y que lo vieron diversas veces antes de la renovación, y después y de presente. De todo lo cual dicho doy fe. Fecho en la Villa de la Alberca a veinte y nueve días del mes de Marzo de mil seiscientos ochenta y seis años, y lo signé, etc.

 

D. Pablo  Fernández  Lozano.                 Lic. D. Juan  Zapata..

Diego  Manuel  de  Peñaranda.             Fray Agustín  de  Pinto.

Martín  de  Campos  Jurado.               Lic. D. Pedro  de  Buedo.

Francisco  Esteban  Tribaldos.      Pedro  Esteban  Tribaldos.

Juan  Esteban  de  Tribaldos.

 

          Doy Fe que todos los Señores Capitulares, Sacerdotes y Religiosos que constan en este por sus firmas, se hallaron presentes, a los cuales doy fe conozco, y en fe de ello lo signé.

En Testimonio de verdad,

Gregorio Gabaldón Palacios.

 

     Con este mismo testimonio llegó a mi poder una información, fecha en dicha villa de la Alberca, a petición del mismo R. P. Prior, ante el dicho Teniente de Corregidor, en que deponen nueve testigos de vista en esta conformidad.

     El día 3 de mayo del año pasado de 1683 sucedió que Isabel, niña de tres años, hija de Francisco Martínez Orozco y María Jurado, estando en su casa con su madre, la dijo que la acostase, que se sentía mala, lo cual hizo, con efecto, como la niña lo pedía; pasó muy mala noche, tanto que puso en cuidado a su madre, que ya fatigada de asistirla se había retirado a descansar hasta las ocho de la mañana del día siguiente, en que entrando a verla con su cuidado, la halló a su parecer muerta y con todas las señales de estarlo en la verdad, y llevada de la pasión natural de madre la tomó en los brazos, y salió llorando a la puerta de su casa y diciendo a voces que se le había muerto su hija; acudió a las voces una vecina, llamada también María Jurado, la cual se la quitó de los brazos, acompañándola con el mismo sentimiento y lágrimas; y deliberando entre las dos qué hacer, acordaron de común consentimiento encomendarla a la Santa Cruz de nuestro Venerable Hermano, lo cual hicieron con toda la devoción y confianza, y llevándose dicha vecina la niña a su casa, de allí a breve rato salió otra vez y entró en la de su madre diciendo a voces: -¡María, María, la niña ha abierto los ojos! Acudió a ver a su hija, y de allí a poco habló, diciendo: -Madre, deme un poco de agua, que tengo sangre en la boca. Divulgóse muy en breve el suceso; acudieron muchas personas, y estando todos admirados y atentos a la niña, la oyeron prorrumpir estas palabras: -¿Quieren todos ir conmigo a hacer que se diga una Misa a la Santa Cruz? Tomó después el agua, y levantándose luego de la cama en que la habían puesto, empezó a jugar, andando por la casa, como si no hubiese sucedido por ella accidente alguno; y llegando a una pieza, alzó los ojos, diciendo: -Madre, alcánceme este Santo. Y mirando todos, con su madre, a la parte donde señalaba, no vieron cosa alguna; pero ella instaba, dando voces, que se le alcanzasen, especialmente a un hombre de los que estaban presentes, diciendo: -Alonso, alcánzame esta Cruz que tiene este Santo; el cual la tomó en brazos, y levantándola hacia donde señalaba, la decía la tomase ella, porque él no veía tal Cruz, ni tal Santo; mas estando en esta porfía, dijo la niña: ¡Ay, que se va la Cruz, tómemela!  Con esto se sosegó; y al día siguiente la llevó su madre, con otra amiga suya, al convento de Nuestra Señora del Carmen, donde se venera dicha Santa Cruz del Venerable Hermano, y apenas la alcanzó a ver cuando, señalando, repetía: -Aquella es la Cruz que estuvo en mi casa con el Santo; y enseñándola otra las que iban con la niña, la decían: -Ésta es, que no es aquélla que tú dices. A que respondió con estas formales palabras: -Es mentira, que no es ésta, sino aquélla, la que estuvo en mi casa, que yo la conozco.

     De allí a algunos días padeció unas calenturas ardientes, y afligidos sus padres, temían perder su hija; lo cual, advirtiéndolo la niña, les dijo: -No se aflijan, que la Santa Cruz me sanará. Lo cual sucedió luego muy en breve, sin haber padecido otro accidente hasta este día en que deponen esta maravilla.

     Otras muchas han sucedido, y suceden cada día, que para referirlas sería necesario hacer Tratado aparte, como creo sucederá siendo Dios servido.

LAUS DEO

 

 

 

 

 

 

 

 

  

 

ÍNDICE

 

 

LIBRO PRIMERO
Página

CAPÍTULO PRIMERO.- Nacimiento, patria y padres de Fray Francisco de la

 Cruz y algunos sucesos de su primera edad………………………………………………….     11

CAPÍTULO II.- De lo que le sucedió desde los once años hasta los veintidós…………     14

CAPÍTULO III.- De lo que le sucedió desde los veintidós años hasta los treinta………..  15

CAPÍTULO IV.- En que se prosigue la materia de sus ocupaciones y lo que le

sucedió con su padre…………………………………………………………………………….     17

CAPÍTULO V.- En que se prosiguen los sucesos con su padre y otros particu-

lares…………………………………………………………………………………………………   18

CAPÍTULO VI.- De algunas mudanzas de oficios que tuvo en este tiempo,

desde veintidós hasta treinta años, y los varios lugares en que estuvo, con su-

cesos notables………………………………………………………………………………………   20

CAPÍTULO VII.- De cómo estuvo en Cuenca y pasó a Andalucía y dio la

vuelta en breve a Castilla………………………………………………………………………….   22

CAPÍTULO VIII.- De cómo dejó al P. Fray Juan Maello y se volvió a su oficio

de arriero, y lo que en él le sucedió………………………………………………………………   24

CAPÍTULO IX.- En que se prosigue la materia del antecedente, con un caso

 particular y firme resolución de hacer nueva vida…………………………………………….   25

CAPÍTULO X.- En que se prosigue su conversión y de cómo hizo confesión

 general……………………………………………………………………………………………….  27

CAPÍTULO XI.- En que prosigue con raros sucesos la determinación de ser

 Religioso……………………………………………………………………………………………   29

CAPÍTULO XII.- En que se prosigue la misma materia……………………………………   31

CAPÍTULO XIII.- De lo que le sucedió después de que le quitaron el Hábito…………… 32

CAPÍTULO XIV.- De lo que le  sucedió en su enfermedad y varias ocupaciones

en que se volvió a ejercitar…………………………………………………………………………  34

CAPÍTULO XV.- Del extraordinario camino que halló para volver a ser Reli-

gioso del Carmen……………………………………………………………………………………  36

CAPÍTULO XVI.- De lo que sucedió hasta tomar el Hábito en el convento de

la Alberca……………………………………………………………………………………………   38

CAPÍTULO XVII.- De cómo tomó el Hábito, de los ejercicios del Noviciado y

 su profesión…………………………………………………………………………………………  40

 

 

 

 

…/…

 

 

 

 

 

 

 

LIBRO SEGUNDO

 Página

CAPÍTULO PRIMERO.- De lo que le sucedió a Fray Francisco de la Cruz con los

 Religiosos luego que profesó, y de cómo iba disponiendo su vida espiritual………………..  42

CAPÍTULO II.- De lo que le sucedió sobre tener oración mental, y cómo la consiguió

con grande adelantamiento en ella, y de los embarazos que el demonio le ponía para que

no la tuviera………………………………………………………………………………………….  44

CAPÍTULO III.- En que se prosigue esta materia………………………………………….…. 46

CAPÍTULO IV.- En que se prosigue esta materia, con sucesos dignos de admiración.……48

CAPÍTULO V.- Del ejercicio de las virtudes en que su Maestro le puso, y lo que

 resultó de él y de su rara mortificación…………………………………………………………….51

CAPÍTULO VI.- En que se prosigue su mortificación, y de su humildad y obediecia….….53

CAPÍTULO VII.- De su pobreza y castidad…………………………………………………….57

CAPÍTULO VIII.- De la Hermandad que fundó y altares que erigió con título de la

Santa Fe Católica, y del cuadro de la Fe que formó por ilustración divina…………………….. 59

CAPÍTULO IX.- De algunas prevenciones con que Nuestro Señor iba disponiendo a

 Fray Francisco de la Cruz para la peregrinación de Jerusalén……………….……………….….63

CAPÍTULO X.- De los motivos que tuvo para la peregrinación de los Santos Lugares

 y cómo se dispuso para ella, y de una gran desgracia que estorbó por ilustración divina……65

CAPÍTULO XI.- En que se resuelve que se haga el viaje a Jerusalén con Cruz a cuestas

 y se empieza con algunas circunstancias particulares…………………………………………….73

CAPÍTULO XII.- De un singular favor que le hizo la Virgen del Carmen y de cómo

 llegó a Navarra y entró en la Francia………………………………………………………………..75

CAPÍTULO XIII.- En que se prosigue su viaje, y de los  grandes prodigios que obró

Nuestro Señor con él hasta que salió de la Baja Languedoc……………………………………… 78

CAPÍTULO XIV.- De lo que le  sucedió en Narbona y Mompeller…………..……………… 83

CAPÍTULO XV.-  En que prosigue su viaje y entra en Roma…………………..……………. 85

CAPÍTULO XVI.- De cómo llegó a Venecia y se embarcó para Alejandría y entró

en Egipto……………………………………………………………………………………………….. 91

CAPÍTULO XVII.- En que prosigue su viaje y le sale a recibir el P. Próspero del

 Espíritu Santo, y en su compañía empieza a visitar los Santos Lugares…….………………….. 95

CAPÍTULO XVIII.- En que entra en Jerusalén, y en compañía del P. Próspero

empieza sus Estaciones………………………………………………………………………………. 104

CAPÍTULO XIX.- En que prosigue esta materia con la visita del Monte Calvario

y  Santo Sepulcro……………………………………………………………………………..…….…  106

CAPÍTULO XX.-  De la visita del Santo Sepulcro y otras, hasta llegar al Monte

 Carmelo y volverse Fray Francisco de la Cruz a embarcar para Italia…………………………. 109

 

 

 

 

 

…/…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LIBRO TERCERO

                                                                                                                                  Página

CAPÍTULO PRIMERO.- En que Fray Francisco de la Cruz empieza su viaje, y de la

tempestad que padeció y de las maravillas que Nuestro Señor obró con su Siervo por

medio de la Santa Cruz…..…………………………………………………………………………   113

CAPÍTULO II.- De lo que sucedió a Fray Francisco de la Cruz hasta volver a Roma y

 en ella………………………………………………………………………………………………..   115

CAPÍTULO III.- De cómo salió de Roma prosiguiendo su peregrinación a visitar

el santo sepulcro del Apóstol Santiago, y de los favores que iba recibiendo del Cielo

con el ejercicio de nuevas virtudes………………………………………………………………..    120

CAPÍTULO IV.- De cómo prosigue su viaje y llega a Santiago de Galicia y visita el

 santo sepulcro del Apóstol, y le vuelve a proseguir hasta entrar en el convento de Val-

deras, en que tuvo fin su peregrinación, y del premio grande que Nuestro Señor le con-

cedió por remate de ella…………………………………………………………………………….   124

CAPÍTULO V.- De cómo prosigue su viaje, pasa por Valladolid y entra en Madrid…….   127

CAPÍTULO VI.- De algunos sucesos de Fray Francisco de la Cruz en Madrid…………..   130

CAPÍTULO VII.- En que se prosigue esta materia de los sucesos de Fray Francisco de la

 Cruz en Madrid……………………………………………………………………………………… 132

CAPÍTULO VIII.- De algunos sucesos de Madrid y de Toledo, y de cómo  se puso la

guarnición a la Santa Cruz y salió con ella para su convento de la Alberca…………………… 136

CAPÍTULO IX.- De los sucesos del viaje, entrada en el convento de la Alberca y colo-

cación permanente de la Santa Cruz……………………………………………………………….. 138

CAPÍTULO X.- De cómo volvió a disponer su vida religiosa, y de sus afectos amo-

rosos a la Santa Cruz…………………………………………………………………………………. 141

CAPÍTULO XI.- De las maravillas con que Nuestro Señor dio a entender el nuevo

grado de perfección a que había sublimado a su Siervo………………………………………….  144

CAPÍTULO XII.- De un favor particular que recibió de mano de la Reina de los

Ángeles, y de lo que le sucedió en la fundación de un Altar con título de Nuestra

Señora de la Fe, en Tembleque……………………………………………………………………… 147

CAPÍTULO XIII.- Del viaje que hizo a Quero con luz celestial, y de los sucesos

 del camino…………………………………………………………………………………………….. 149

CAPÍTULO XIV.- De diversos favores que recibió del Cielo, y en especial uno de

 muchas prerrogativas, por la devoción que siempre tuvo al Santísimo Sacramento del

 Altar…………………………………………………………………………………………………… 152

CAPÍTULOXV.- De diversas locuciones y visiones que tuvo el Siervo de Dios…………… 155

CAPÍTULO XVI.- De la dichosa muerte del Siervo de Dios…………………………………  158

CAPÍTULO XVI.- De las maravillas con que Nuestro Señor declaró la santidad de su

 Siervo después de muerto………………………………………………………………………….   161

 

 



[1]  Al estar la hoja parcialmente arrancada no sabemos el cargo de quien es mandado.

[2]  Idem el apellido de quien es mandado

[3] Entre corchetes no figuran las palabras del Dr. D. Francisco de la Puebla por estar arrancada parcialmente del libro que se transcribe un trozo de hoja y no poder saber lo que ponía.

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